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La defensa de regímenes populistas y autoritarios mediante el énfasis en las diferencias. El peligro de la regresión histórica

H. C. F.  Mansilla

El revisionismo axiológico

Desde comienzos del siglo XXI se percibe en América Latina el florecimiento de gobiernos de una izquierda nacionalista con vocabulario socialista, que en las ciencias sociales son clasificados a menudo como populistas y ocasionalmente como neopopulistas[1]. Estos regímenes, sobre todo los existentes en Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela, han sido justificados según perspectivas postmodernistas y desde posiciones del multiculturalismo relativista como modelos ejemplares de una democracia original, la cual no necesita legitimarse por medio de teorías evolutivas de vigencia universal ni tampoco mediante comparaciones con otros ordenamientos sociales. En la actualidad el populismo deja de ser percibido como una praxis política de carácter retrógrado y premoderno, desdeñada por pensadores e intelectuales de tendencia liberal-democrática, y es visto, por lo menos en amplios sectores académicos y universitarios, como un modelo positivo, como una nueva lógica social que encarna las visiones y los anhelos de dilatados estratos populares que nunca se habían sentido representados por los partidos tradicionales y por las instituciones provenientes del legado europeo-occidental.

   Hay que recordar, por otro lado, que en el ámbito intelectual a nivel global siempre ha existido una cierta simpatía con aquellos movimientos radicales que rechazan el orden rutinario, la comodidad burguesa y la moderación liberal; esta simpatía aumenta hoy si las corrientes en cuestión parecen ser favorables a la emancipación de los llamados sectores subalternos en el Tercer Mundo. Los experimentos populistas del presente en América Latina atraen esos sentimientos de fraternidad y solidaridad hacia lo aparentemente novedoso y revolucionario; anteriormente esa ola de solidaridad estaba dirigida hacia grupos y partidos socialistas. La simpatía no disminuye, paradójicamente, si los experimentos sociales adquieren un carácter autoritario. En ello juega un papel importante la «pasión de la omnipotencia»[2], el designio soberano de mejorar el mundo de acuerdo a los planes de los intelectuales progresistas. En todo caso la inclinación a enaltecer regímenes autoritarios se incrementa notablemente si estos últimos parecen constituir laboratorios sociales donde se despliegan las destrezas de la gente del saber, que cree tener una especie de monopolio exegético para comprender y moldear el desarrollo histórico.

   Numerosos intelectuales y políticos latinoamericanos rechazan la teorías evolucionistas de la historia ─ consideradas ahora como un producto del «imperialismo cultural» ─, que postulan un progreso permanente de las sociedades humanas y que tienen como paradigma el desarrollo de Europa Occidental. Este repudio tiene que ver con la posibilidad de que se elaboren juicios valorativos sobre los sistemas populistas a partir de aquella lógica histórica universal, juicios que podrían resultar desfavorables para los mismos. Esta visión se basa en un relativismo axiológico de origen nietzscheano, combinado con reminiscencias revolucionarias marxistas. Esta mixtura, pese a sus incongruencias internas, está muy difundida en círculos universitarios y académicos latinoamericanos, y ha generado una considerable cantidad de aportes de carácter postmodernista que se consagran a una revisión del pasado latinoamericano y especialmente de sus regímenes nacionalistas y sus caudillos políticos. Al no existir, según estos enfoques, un metacriterio de verdad histórica y política, sólo se puede constatar una pluralidad de voluntades de poder en pugna, entre las cuales sería irrisorio escoger una como la más racional y razonable. La contingencia define el destino de las mismas: la lucha perenne por el poder privilegia circunstancialmente a algunos experimentos socio-políticos, que entonces, en el momento de su éxito aleatorio, encarnan la verdad histórica. Lo mismo vale para la calificación de la violencia, cuyos excesos son reprobables sólo de acuerdo a un punto de vista, que resulta tan fortuito como cualquier otro[3].

   Ernesto Laclau, el pensador actual más importante favorable a los experimentos populistas, escribió que lo valioso del populismo reside en un «exceso peligroso, que cuestiona los moldes claros de una comunidad racional»[4]. Las formas específicas de este exceso estarían inscritas, sin embargo, en el «funcionamiento real de todo espacio comunitario»[5]. Esta situación liminar borraría, por consiguiente, las fronteras entre los regímenes populistas y los otros sistemas gubernamentales y haría muy arduo el establecimiento de una jerarquía de modelos estatales según el criterio de la cualidad intrínseca. En palabras simples: de acuerdo a las teorías postmodernistas hoy en boga sería imposible declarar que unos ordenamientos socio-políticos son mejores o peores que otros. Los excesos ─ políticos, institucionales, culturales en general ─ no resultarían inadmisibles, porque conformarían un aspecto integrante e irrenunciable de toda vida política. Así se relativiza lo negativo que habitualmente se asocia con los «excesos peligrosos»: hay que aprender a convivir con aquellas «multitudes» que exhiben un comportamiento que sólo desde la perspectiva liberal puede ser calificado como arbitrariedad irracional.

   Laclau va más allá y sostiene que no existe un metacriterio desde el cual recién se podría calificar a la deliberación política racional como superior (o más adecuada a los tiempos modernos) en comparación con el liderazgo carismático de caudillos populistas. En el «juego de las diferencias»[6], afirma Laclau, no existe ningún fundamento que privilegie a priori los regímenes basados en alguna forma de racionalidad práctica por encima de otros modelos de ordenamiento social, pues todos serían fenómenos contingentes, sometidos a los mismos azares históricos. No hay duda de que estas posiciones, pese a su retórica izquierdista y revolucionaria, pertenecen a un discurso básicamente conservador, que se niega a establecer críticamente diferencias discernibles entre los fenómenos sociales, que rechaza los juicios valorativos en torno a los regímenes políticos y que, en último término, acepta mansamente todos los modelos de convivencia humana sólo por el hecho de que estos existen en un momento dado. El término conservador significa aquí la preservación de antiguas rutinas y convenciones político-culturales, aunque hoy en día se hallen revestidas de un lenguaje presuntamente revolucionario y transgresor.

   Estos enfoques relativistas tienen antecedentes muy notables en pensadores reputados como progresistas. Walter Benjamin, el inspirador del postmodernismo y, parcialmente, de la Escuela de Frankfurt, promovió el juego de las paradojas brillantes, que también puede servir para desdibujar las distinciones racionales y, en nombre de las diferencias irreductibles, entendió el universo social como una pasta informe donde todo se confunde con todo[7]. Si, por ejemplo, todo testimonio de la civilización es, a la vez, un signo de la barbarie[8], si el método científico representa, en el fondo, un rodeo hermenéutico, si significado no se puede separar del significante, entonces, como aseveró Herbert Marcuse en referencia expresa a la obra de Walter Benjamin, no se puede diferenciar la guerra de la paz, el mesianismo de la lucha de clases, la excepción de la normalidad[9]. Por el mismo procedimiento se debilitan los límites entre lo estético y lo instrumental, entre un código de ética y una indicación técnica. Siguiendo este principio postmodernista, comprender sería también perdonar y legitimar, interpretar equivaldría a subordinarse al lenguaje oficial del momento. Esta glorificación del azar histórico es lo que generan numerosos intelectuales contemporáneos cuando examinan los experimentos populistas y califican como aceptable ─ y a menudo como progresista y promisoria ─ la ideología oficial del régimen respectivo.

   El relativismo actual y la reconquista de la dignidad social

   En la misma corriente hay teorías contemporáneas que afirman que el pasado es ante todo una reconstrucción cultural, configurada por motivos específicos, por esperanzas y metas determinadas, las que, a su vez, fomentan la generación de ficciones de continuidad histórica y así de identidad y dignidad sociales[10]. La identidad colectiva sería entonces un asunto de rememoración y recuerdo: el sentido histórico de una nación estaría construido mediante acciones de almacenamiento, reactivación e interpretación de fragmentos dispersos, acciones que corresponderían siempre a necesidades políticas casuales y a prácticas manipulativas. De ahí hay un paso a las teorías postmodernistas de amplia aceptación que degradan y hasta niegan la posibilidad de un conocimiento más o menos objetivo de la realidad (incluyendo el pasado) y que, al mismo tiempo, propagan la doctrina de que lo único valioso sería lo que refuerza la voluntad popular de cambio, el sentido nacional de dignidad efectiva y la aspiración perenne de que los agravios sean reparados de una vez. Una creación contingente, como resultan ser el pasado y la identidad nacional, se convierte en algo extremadamente valioso para fines políticos contemporáneos, como son los programas radicales de reivindicación de culturas indígenas o las ideologías anticolonialistas o las bases conceptuales nacionalistas de los movimientos populistas.

   Los regímenes populistas, independientemente de sus logros o fracasos concretos, son considerados entonces como el modelo social que encarna el sentimiento colectivo de experimentar el reconocimiento histórico que se debe otorgar a los sectores subalternos de las sociedades latinoamericanas: el populismo surge como el sistema político adecuado que otorga a las masas «el derecho a tener más derechos»[11], lo que a largo plazo supone la dilución de limitaciones procedimentales y éticas. Este sentimiento de dignidad y reparación hace aparecer como secundario cualquier esfuerzo por edificar un sistema democrático pluralista, basado en la racionalidad deliberativa y en el Estado de derecho. Puesto que las grandes conquistas del racionalismo y la Ilustración son vistas ahora como meros acontecimientos aleatorios de una tradición histórica específica ─ la de Europa Occidental ─, que por ello no podría pretender una vigencia universal, la defensa de la democracia y del racionalismo político se transforma en una acción de determinados intereses culturales y políticos, tan parciales y tan válidos como cualquier otro interés en la gran pugna permanente que son la historia universal y la política local.

   No hay que sorprenderse, por consiguiente, de que los fenómenos radicales de expresión social, entre ellos el Islam unilateralmente politizado, pueden ser percibidos como procesos históricos habituales, aceptables y legítimos desde esa óptica relativista, porque servirían de vehículo de autojustificación, ascenso y captación de poder para grupos sociales (especialmente juveniles) que de otra manera estarían excluidos de las ventajas que las élites siempre han usufructuado. Y estos medios de auto-afirmación de los desclasados tradicionales permitirían, además, que estos últimos puedan y deban ejercer violencia en nombre de la justicia social y en la figura de los vengadores del orgullo nacional vulnerado[12]. Desde una perspectiva racional-liberal se puede aseverar que este es el peligro latente en los movimientos populares que caen bajo la influencia de consigas radicales: el paso de un orden democrático a una oclocracia despótica puede resultar un proceso rápido y sin grandes obstáculos socio-culturales, como ya lo postuló Aristóteles al analizar el destino trágico de la democracia ateniense. Y este paso puede ser un deslizamiento paulatino, cuyos comienzos parecen ser inofensivos, porque las teorías relativistas a la moda del día subestiman su peligrosidad y tienden más bien a enfatizar las diferencias culturales, que, como tales, estarían por encima de toda crítica políticamente correcta.

   Por lo tanto: en buena parte del Tercer Mundo doctrinas radicales, que cuestionan la validez de los principios liberal-democráticos de la tradición occidental, sirven para consolidar una identidad social devenida precaria y para compensar las carencias de estas sociedades (y de sus élites dirigentes) mediante el recurso de postular la supremacía de la propia esfera cultural. En estas «culturas a la defensiva»[13] dentro de la modernidad incipiente, como las calificó Bassam Tibi, extensos grupos de afectados por el proceso de modernización tratan de «reconquistar su identidad», es decir: su dignidad, su visión del mundo y su presunta valía histórico-política, mediante un renacimiento de la tradición religiosa, que es el más importante de los legados culturales propios. Pero esta restauración de la fe de los antepasados resulta ser una empresa por demás ambivalente. En la era actual de la ciencia y la tecnología el resurgimiento de las creencias antiguas sólo puede funcionar tomando prestadas grandes porciones de la modernidad occidental, sin que tenga lugar una discusión amplia y crítica, relevante en términos sociales y políticos, en torno a la propia herencia cultural[14].

   Un ejemplo puede permitirnos ver los límites de la reconquista de la dignidad por medios violentos, como lo justifican numerosos enfoques postmodernistas. Al mismo tiempo podemos vislumbrar las facetas menos conocidas del difundido victimismo, que en muchos casos está vinculado al ejercicio de esos excesos aparentemente característicos de todo orden social, excesos que según la formulación encubridora de Ernesto Laclau configuran inocentemente los lineamientos aleatorios de toda comunidad. En numerosos países de Asia, África y América Latina el progreso socio-económico no avanza a la misma velocidad de las tendencias demográficas. El incremento exponencial de la población en las últimas décadas ─ entre otras causas ─ ha producido también un clima del hacinamiento, la desesperanza y la miseria, que afecta sobre todo a las capas juveniles de la población[15]. Esta atmósfera dificulta la formación profesional y el ascenso social de los jóvenes, que sería el camino para dejar atrás la situación de pobreza crónica, baja auto-estima y carencia de ilusiones constructivas. Como se sabe, esta constelación fomenta el fanatismo y la violencia política, la sobreestimación de la astucia y la brutalidad y el surgimiento de corrientes autoritarias y hasta totalitarias.

   Los «excesos» a los que alude Laclau se manifiestan a menudo como actos terroristas, a los que no podemos ingenuamente otorgar la cualidad de factores que conforman las nuevas identidades sociales o que promueven formas novedosas de dignidad colectiva. La meta principal del terrorismo no es coadyuvar constructivamente a edificar una nueva identidad sólida, sino, como dice acertadamente Peter Waldmann, es sembrar un gran efecto psíquico, la «propaganda del hecho». El terror social constituye un proceso comunicacional, que se expresa en un clima de impotencia colectiva, en el cual los ciudadanos se sienten expuestos a un peligro ominoso que acecha de todo lado y que es imposible de predecir. Se trata, en el fondo, de un frío cálculo de los terroristas, que, entre otras cosas, quieren sugerir la idea de una moral superior, la imagen de la propia omnipotencia y de la extrema desigual de las partes en conflicto[16]. A sus propios simpatizantes y adherentes los terroristas quieren transmitir un mensaje de fortaleza, esperanza y entusiasmo. Y finalmente las acciones terroristas buscan la mayor atención posible de los medios masivos de comunicación para lograr una enorme presencia en la opinión pública.

   No podemos, por lo tanto, aceptar el terrorismo como un procedimiento político entre otros, como una estrategia desagradable, pero «obligada» por las circunstancias históricas, como un camino fortuito para construir identidades o alcanzar la dignidad social, tan bueno o tan malo como los otros. Mediante sus tácticas de provocación, los terroristas quieren hacer aparecer a sus adversarios como los verdaderos atacantes, como las presuntas fuerzas de la agresión y la represión; se hacen pasar como las víctimas del proceso histórico, con lo que, lamentablemente, obtienen a menudo el apoyo de la llamada opinión pública progresista. La acción terrorista contribuye a moldear la mentalidad colectiva si es reiterativa dentro de la atmósfera social donde puede desplegarse: las pautas de percepción y cognición de la sociedad respectiva son conformadas de tal manera que los terroristas asumen la función de mártires inocentes que merecen todo el respeto y al apoyo de sus congéneres, lo que dificulta enormemente una visión sobria y objetiva de la problemática en cuestión. El status de víctima tiene considerables ventajas: florece la presunción de inocencia, de justicia social e histórica, se consigue la simpatía de los mal informados, de los que quieren la justicia a nivel mundial y, a menudo, se alcanza una cierta dimensión de reconocimiento público[17].

   Otra consecuencia práctica similar se desprende de las teorías postmodernistas que describen el orden premoderno del mundo islámico con tal simpatía y «comprensión», que terminan en una apología acrítica de ese estado de cosas, sobre todo en los planos político, cultural y familiar. La defensa postmodernista de ese ámbito ─ tan usual ahora en universidades y academias de Europa Occidental y Estados Unidos ─ se constituye, según Dan Diner, en una «alianza funesta»[18] entre viejas pautas reaccionarias de comportamiento y nuevas modas académicas de última generación, alianza que, en el fondo, dificulta a los habitantes del espacio musulmán conocer las ventajas del racionalismo y la Ilustración. En el fondo, esta concepción considera a estos habitantes como si fuesen seres humanos de segunda clase, a quienes la cultura y la tradición petrificadas ─ mediante razones muy sólidas ancladas en la propia identidad ─ les impiden gozar de los progresos sociales que ya son obvios en otros ámbitos geográficos.

   La dialéctica entre diferencia y evolución

   De acuerdo a los cánones contemporáneos del postmodernismo y relativismo, el corpus teórico del racionalismo político (obviamente «occidental» en casi todas sus variantes) constituiría sólo una forma de pensar entre muchas otras que abundan en el ágora plural de concepciones e ideales para atraer el interés de los ciudadanos-consumidores. Los sistemas democráticos y pluralistas de libre deliberación racional se transforman entonces en uno más de los distintos caminos posibles para determinar la voluntad popular y canalizar intereses divergentes, y, según los postmodernistas, no representan ni la vía históricamente más usual ni la más convincente y conveniente para los sistemas políticos contemporáneos en áreas diferentes al modelo civilizatorio occidental. La consecuencia práctica de todo esto es devaluar los esfuerzos racionales para comprender y también para configurar fenómenos políticos.

   En este contexto el enfoque teórico de Ernesto Laclau es importante[19] porque representa el relativismo postmodernista en su mejor exponente de filosofía política, relativismo que, a su vez, ha resultado ser la apología doctrinaria más exitosa del populismo a nivel mundial y de los modelos de socialismo autoritario que aun quedan en el mundo. Laclau presupone un relativismo lingüístico amplio y radical: el lenguaje sería liminarmente impreciso y no habría una diferencia realmente sólida entre un análisis científico, una deliberación política razonable y un intento de manipulación de consciencias[20]. Tampoco se podría distinguir tajantemente entre lo normal y lo patológico, entre lo ético y lo amoral, entre lo racional y lo irracional. Las muchas variantes de esta escuela de pensamiento están de acuerdo en que no se puede contraponer la democracia pluralista en imagen positiva frente al populismo autoritario[21] en visión negativa.

   Pero: aun existen argumentos de algún peso en favor de una tesis evolutiva moderada de carácter universalista, que nos permita, entre otras cosas, percibir el carácter anticuado y prerracional de los regímenes populistas y afines. La autonomía de las ciencias y las artes, de la literatura y la música, autonomía que se abrió paso en el siglo XVIII, ha fomentado un mayor florecimiento de las actividades humanas creativas e intelectuales y, al mismo tiempo, ha hecho factible la crítica de esos logros desde una perspectiva pública y con consecuencias políticas[22]. Esto nos da la posibilidad de vivir con distintos credos y varias religiones simultáneamente, y de diferenciar, por ejemplo, la verdad científica de la verdad literaria, la religiosa de la política. Y nos permite, además, emitir juicios valorativos en torno a las ventajas y las desventajas de los diferentes ordenamientos sociales en base a una perspectiva comparada. Los intentos actuales de simplificación cultural ─ en el seno de regímenes populistas y socialistas o bajo la invocación del Islam puro ─ significan entonces un retroceso histórico con respecto a lo alcanzado por la Ilustración europea, porque conllevan la imposición de una única verdad normativa en lugar de varias verdades con iguales derechos y la denegación de nuestra facultad de confrontar y sopesar entre sí a los distintos modelos civilizatorios. El fundamentalismo contemporáneo es un esfuerzo por anular el gran logro que significan la tolerancia y el pluralismo, obtenido por las sociedades seculares occidentales.

   Otro progreso evolutivo se da cuando los ordenamientos políticos simples son sucedidos por modelos complejos, en los cuales la consolidación permanente del centralismo decisorio (o hasta del monopolio) es más improbable a causa del pluralismo de informaciones y opiniones y de la existencia de múltiples actores políticos simultáneos. En muchas sociedades musulmanas prevalece todavía un centralismo decisorio con respecto a las opciones políticas y culturales, como si sólo tendría valor ético-religioso aquella determinación que personifica la verdad o la fidelidad a la tradición. El movimiento democratizador árabe a partir de 2011 tiene que ver directamente con el rechazo de la juventud a plegarse a ese centralismo decisorio, independientemente de su contenido, y con el anhelo de experimentar la complejidad del mundo moderno[23]. El desarrollo que va desde la sencillez del mundo prehistórico hasta la complejidad del ámbito contemporáneo puede ser percibido como un enriquecimiento cultural al cual no podemos renunciar fácilmente, pese a todos sus fenómenos negativos concomitantes.

   No hay duda de que la modernidad, en cuanto representación paradigmática de la complejidad, ha traído consigo numerosos dilemas y desarreglos[24], como los que se registran en el medio ambiente. Pero precisamente la idea de una evolución progresiva, fundamentada en un modelo civilizatorio signado por la ciencia y la tecnología, recibe desde el propio Tercer Mundo una especie de confirmación práctico-pragmática, pues casi nadie querría hoy renunciar a la expansión general del conocimiento, a los adelantos médicos y al progreso en los campos de las comunicaciones y los transportes, que están vinculados estrechamente al racionalismo occidental y que actualmente constituyen elementos indispensables de la vida social en todo el planeta. Este concepto de la evolución histórica pone inmediatamente en confrontación a las sociedades modernas con los regímenes tradicionales premodernos, y estos últimos quedan por debajo de los primeros, tanto en los análisis académicos como en las apreciaciones prácticas y cotidianas de los usuarios y habitantes de los sistemas premodernos. Se trata evidentemente de un ejercicio de comparación valorativa, que es inevitable en un planeta cada vez más pequeño e intercomunicado. Aun los partidarios más recalcitrantes de la incomparabilidad de los modelos civilizatorios se sirven diariamente de los inventos tecnológicos de todo tipo (incluyendo las armas) y gozan de los progresos en medicina, transportes y comunicaciones, con lo que se percibe en toda su magnitud la intrincada dialéctica entre evolución y diferencia. Una concepción diferenciada y moderada de la evolución histórica se asienta precisamente en el hecho de que casi todos los adherentes de doctrinas particularistas anti-occidentales saben apreciar de forma pragmática, pero también permanente, los adelantos científicos y técnicos que conforman la base de la cultura occidental.

   Como crítica adicional del relativismo cultural podemos considerar el siguiente argumento. Existe una llamada falacia de composición cuando inferimos la igualdad de las culturas a partir de la igualdad natural de los hombres. Asevera Gabriel Andrade que no existe superioridad o inferioridad entre los rasgos biológicos individuales que distinguen a los seres humanos, «pero sí existe superioridad e inferioridad entre algunos comportamientos e ideas aprendidas colectivamente. En otras palabras, la piel clara no es superior a la piel oscura, pero el Código Napoleónico sí es superior al Código de Hammurabi»[25]. Las características intrínsecas de los seres humanos no son necesariamente las mismas características de las culturas. Mostrando las trampas en que cae el relativismo histórico-sociológico, Andrade afirma que los seres humanos son iguales entre sí, pero las culturas no son ─ y no necesitan ser ─ iguales entre ellas[26]. Por ello se puede afirmar que existen diferencias, sobre todo en el plano de las jerarquías y gradaciones evolutivas entre las culturas, los modelos civilizatorios, los comportamientos éticos y los códigos jurídicos. «Una civilización que defienda la igualdad del hombre será, paradójicamente, superior a una civilización que no defienda la igualdad del hombre. Es este un primer motivo para defender la superioridad de Occidente»[27]. La diferencia y por ende la posible superioridad de Occidente se basan, según este autor, en la predisposición occidental de explorar lo que está fuera de su órbita, lo Otro, lo que redunda en una actitud simultánea de autocuestionamiento y también en un reconocimiento del Otro (que los relativistas utilizan ahora en su ataque a Occidente)[28].

   Por todo ello y aun sin apelar a una lógica histórica obligatoria, es indispensable recordar el teorema weberiano: el racionalismo griego, las filosofías estoica y escéptica, el cristianismo, el Renacimiento y el despliegue de la ciencia en las naciones occidentales de Europa han producido una amalgama histórica única, una cultura fundamentalmente diferente a la de los otros continentes ─ por lo menos considerando la situación alrededor de los siglos XVI-XVIII ─, y sólo ella ha engendrado la actual concepción de la superioridad e inconfundibilidad del individuo y de sus derechos personales. Aun teniendo en cuenta todas las barbaries cometidas con ayuda de la razón instrumental, no se puede soslayar la gran conquista de Occidente: los derechos humanos, el orden democrático, el pluralismo de valores, la secularización, la moral universalista y el espíritu científico[29]. Es bueno y necesario el cuestionar la civilización occidental y relativizar sus logros ─ lo que, además, es una moda con réditos académicos tangibles ─, pero es necio el negar los avances de esa civilización occidental que han hecho la vida del Hombre más llevadera y más plena en gran parte del planeta.

   Estas reflexiones no conducen necesariamente a postular una determinada teoría de evolución universal o una filosofía de la historia que termine forzosamente en la imitación exhaustiva de la civilización occidental contemporánea[30]. Un sentido común guiado críticamente ─ que reconoce los límites y las limitaciones de esa civilización ─ nos aconseja proceder evitando dos extremos interpretativos. Son igualmente criticables (a) la teoría de un modelo único y obligatorio de evolución histórica (postulando por ejemplo y como metas normativas paradigmáticas la democracia vacía de contenido, el consumismo masivo y el relativismo ético de Occidente) y (b) la concepción de la absoluta incomparabilidad y el carácter único e igualmente valioso de todos los modelos socioculturales existentes (como en los enfoques postmodernistas). No se puede, por consiguiente, afirmar que algunos modelos conceptuales de la razón occidental sean universales y obligatorios, pero tampoco podemos decretar que todas las tradiciones culturales son válidas y razonables hoy en día y que todos los saberes locales y temporales están por encima de la crítica racionalista, porque todos tendrían la misma dignidad ontológica.

   Reconocer que unos modelos de ordenamiento social han resultado más humanos que otros, que unas tradiciones culturales son menos autoritarias que otras y que unas prácticas políticas encarnan más racionalidad que otras, tiene que ver con un common sense guiado críticamente, con un rechazo a la hipocresía y mediocridad intelectuales que se escudan en la corrección política y con el simple hecho de que una buena parte de los ciudadanos del Tercer Mundo (y especialmente del área islámica) se esfuerzan por superar lo que ellos mismos consideran como un sistema inferior y deficiente de ordenamiento social[31]. Efectivamente: las naciones árabes y musulmanas están inmersas desde hace mucho tiempo en un contexto universal globalizado, dominado por los valores de la cultura occidental. Pero mucho más importante es el hecho de que los propios habitantes de esos países se interpretan e identifican a sí mismos mediante un inventario de carencias e imperfecciones, inventario ganado casi exclusivamente por medio de la comparación con el mundo occidental. Es decir: los ciudadanos de la calle evalúan su sociedad con respecto a lo ya alcanzado en el ámbito occidental para conocer cómo está su desarrollo y qué deben hacer para modificarlo y mejorarlo. Y, como se sabe, las migraciones de los países islámicos en dirección de Europa ─ el voto con los pies ─ es la comprobación fehaciente de que los habitantes de las naciones musulmanas han adoptado parcialmente el paradigma occidental para decidir su destino individual, por lo menos en algunos terrenos importantes de la vida cotidiana.

   La posible regresión civilizatoria que significan populismo y autoritarismo

   En este contexto es conveniente señalar que la mayoría de los regímenes populistas y socialistas ─ por razones diferentes entre ellos[32] ─ puede ser percibida como un intento de simplificación política y cultural, como un retorno, a veces altamente apreciado por la población, a formas paternalistas, tradicionales y autoritarias de hacer política. Una infinidad de pensadores marxistas y progresistas ha visto en la Revolución de Octubre en Rusia (1917) uno de los grandes acontecimientos que hacen avanzar cualitativamente la historia universal. Pero en la actualidad muchos estudiosos de la temática tienden a considerar esta revolución, sobre todo en sus primeras etapas, como una regresión histórica, una simplificación de las relaciones sociales en una enorme escala y hasta como una destrucción de la modernización lograda trabajosamente hasta entonces. La Revolución de Octubre podría ser vista como un rechazo de la diferenciación del trabajo social y una dilución de estructuras políticas y laborales que estaban en camino de modernizarse. Este proceso regresivo se habría manifestado no sólo en la eliminación física de los capitalistas, industriales, comerciantes y funcionarios estatales, sino también en la discriminación de personas con una buena instrucción y capacidades intelectuales. En las áreas rurales esto significó un retorno a formas más primitivas de organización social y a la simplificación de modelos de cooperación familiar en la organización de la producción. De acuerdo a Gerd Koenen, los elementos distintivos de ese subdesarrollo inducido por el modelo socialista autoritario eran: la pérdida de valor del tiempo, la desinformación generalizada sobre el ancho mundo, la incapacidad de innovación, el malgasto sistemático y la escasez generalizada[33].

   A escala mucho menor estos factores pueden ser detectados también en regímenes populistas latinoamericanos. También en ellos se han dado prácticas sociales, fomentadas a su vez por acciones gubernamentales, que promueven la desinformación de los ciudadanos sobre el acontecer político en general, el desinterés por la investigación científica y técnica, el menosprecio de la actividad intelectual crítica e indirectamente la reducción de la capacidad productiva del país respectivo[34]. Todo esto puede disminuir la potencialidad económica de estos regímenes en el mundo contemporáneo, signado inexorablemente por el avance tecnológico y la competitividad comercial. En la esfera político-cultural esta corriente favorable a la simplificación (en el sentido de involución) actúa como condensación y acentuación de tradiciones anteriores, que provienen parcialmente de la época colonial española, cuando el autoritarismo paternalista y el centralismo asfixiante eran la norma, fenómenos que fueron consolidados por una atmósfera inquisitorial poco propensa al espíritu crítico y a la indagación científica.

   En Venezuela y a partir de 1999 un proceso progresivo y sostenido de caminar hacia un autoritarismo convencional ha generado al mismo tiempo la mencionada tendencia hacia la involución social, lo que históricamente parece concordar con las tradiciones irracionales y antidemocráticas de vieja data del propio país. Paralelamente a su ideología «progresista», el populismo venezolano en la actualidad convive muy bien con la vigencia continuada y acentuada de fenómenos como la corrupción administrativa, la inseguridad ciudadana, la violencia social y la falta de una adecuada gestión en el seno del aparato estatal[35]. La mencionada regresión político-histórica se manifiesta también en la utilización masiva ─ y bien aceptada por una buena parte de la población ─ de aspectos míticos y religiosos que han acompañado desde muy temprano la ideología bolivariana en Venezuela[36].

   En toda América Latina y desde el siglo XIX los gobiernos autoritarios se han destacado por propagar una especie de culto religioso en favor del caudillo del momento. El aparato doctrinario correspondiente se basa en determinados valores normativos colectivos, que son altamente apreciados por varios sectores sociales, como la apología del hombre fuerte y providencial (el «gendarme necesario»[37]), que se sacrifica por el bien de la patria y que por ello tiene el derecho y el deber de guiar a la nación con mano segura. Otros elementos de esta tendencia son el culto a lo heroico, el canto a la cohesión nacional y la expansión del paternalismo y el verticalismo en numerosos contextos sociales. El paternalismo practicado por los de arriba tiene, lamentablemente, su correspondencia en el infantilismo prevaleciente en los de abajo. La utilización sagaz y adecuada de los medios modernos de comunicación permite a las dirigencias populistas «una venta de sueños»[38], como asevera Franco Gamboa Rocabado, fríamente diseñados estos últimos para el consumo masivo, pero de contenido muy modesto, cuando no confuso y gelatinoso. Y es probable que los destinatarios de la propaganda populista no busquen un análisis racional y pormenorizado de las políticas públicas o una crítica exhaustiva de los programas de los partidos adversarios, sino la sensación vaga (e infantil) de ser tomados en serio, unida a la siempre necesaria «prédica del consuelo»[39], aunque este último se refiera a un futuro siempre incierto.

   En Venezuela este catálogo de prácticas populistas se complementa con el militarismo de cuño plebeyo, modernizado y embellecido por el régimen actual para diferenciarse de los desacreditados modelos anteriores. Como afirma Frédérique Langue en un brillante ensayo[40], el presidente Hugo Chávez ─ el «mago de las ilusiones» ─ representa la culminación de una larga corriente histórica de caudillos militares que, en general, puede ser calificada de conservadora en el sentido de preservar viejas rutinas y convenciones culturales, y de regresiva por hacer retroceder la consciencia política colectiva a estadios evolutivos que habían sido ya superados en décadas pasadas, pese obviamente a todas las carencias e insuficiencias que distinguieron al periodo democrático de 1958-1998. El proceso actual de involución debe ser visto en el contexto de una utilización ingeniosa de los medios masivos de comunicación, que combina la manipulación del registro psíquico con los resultados tangibles de un «populismo redistributivo y munificente»[41]… mientras alcance la renta petrolera.

   Los fenómenos de regresión político-cultural pueden ser constatados también en el seno del populismo indianista en Bolivia a partir de 2006. Es comprensible el intento del partido gubernamental Movimiento al Socialismo (MAS) de reflotar una ideología populista-indianista de profundas raíces y amplia aceptación en la población indígena del país, la cual tiene una larga lista de agravios contra el llamado colonialismo interno desde la conquista española. Pero esta ideología, que no está exenta de aspectos arcaicos y valores verticalistas y paternalistas, no congenia fácilmente con propósitos de cooperación y negociación referidos a sectores poblacionales que no comparten su visión del mundo. La lógica que subyace al corpus ideológico del populismo indigenista no es proclive a una «síntesis democrática»[42] y resulta más bien favorable a la exclusión de otras opciones políticas. Es una ideología del enfrentamiento, que rechaza el pluralismo de orientaciones y los procedimientos democráticos modernos por pertenecer estos últimos a una esfera ajena, la de la cultura occidental de los conquistadores, que, según los portavoces del populismo indigenista, no brinda ninguna «confianza» liminar a la población indígena[43].

   En Bolivia esta lógica de la confrontación es vista ahora por el gobierno y los intelectuales populistas de manera positiva y ejemplar como una lógica de la resistencia a la civilización occidental y como el denodado esfuerzo de preservar procedimientos y modelos propios de ordenamiento político. Este fenómeno de una loable resistencia secular a la invasión europea y a la modernidad occidental ha concitado el interés de la antropología y la sociología política a causa de sus rasgos originales[44]. Pero esta lógica de la resistencia no puede brindar mecanismos idóneos a la sociedad boliviana actual para llevar a cabo adecuadamente los procesos de formación de voluntades políticas, ni siquiera en el seno de los sectores indígenas de esa población, que hoy son mayoritariamente urbanos y están empleados en ocupaciones ligadas a modos modernos de producir, comerciar y consumir. En el fondo esta «resistencia» se limita a conservar algunos procedimientos originales de nombramiento de autoridades y repartición de tareas comunales en las pocas comunidades campesinas de tierras altas, que no han sido afectadas por la modernización socio-cultural. Estos procedimientos pueden ser vistos como diferentes si los comparamos con los ordenamientos provenientes de la moderna civilización occidental, pero no por ello están fuera o por encima de un análisis crítico y de un juicio valorativo con respecto a su desempeño democrático en el mundo del presente. El resurgimiento de estos modelos arcaicos mediante la promoción gubernamental ─ con sus rasgos marcadamente verticalistas y paternalistas y su aislamiento frente al mundo exterior ─ conlleva hoy en día un proceso de involución histórico-institucional, que el régimen populista utiliza virtuosamente para manipular la consciencia colectiva en las áreas rurales y para consolidar la aversión por los mecanismos relativamente abstractos y complejos de la democracia moderna. El celebrado «espontaneísmo» del movimiento indígena boliviano, expresado mediante formas «populares» como el tumulto, el bloqueo, el saqueo, la huelga, la insurrección y la llamada acción directa, tiene ─ en una perspectiva realista de largo plazo ─ la función de suplantar la educación cívica moderna y el análisis crítico concreto por la manipulación de las masas y la consolidación de la antigua fe en la presunta misión mesiánica de las comunidades indígenas[45].

   Por todo ello es probable que la celebrada ruralización[46] y la indianización concomitante de la política en Bolivia no lleguen a ser un vehículo adecuado de democratización y mayor participación de las masas. Un estudio con materiales empíricos llegó a la conclusión de que la indianización de la política en los últimos años ha significado una «racialización» de los procesos electorales: la población indígena se inclinaría ahora a emitir un voto masivo en favor del partido gubernamental según criterios étnico-tribales colectivistas. Habría, por ejemplo, una clara correlación positiva entre el porcentaje de la población indígena y el porcentaje de votos en favor del partido gubernamental en casi todos los distritos electorales[47]. Los votantes indígenas en la actualidad no votarían individualmente según programas políticos e intereses individuales, sino de acuerdo a consignas generales provenientes de arriba, las cuales estarían orientadas por una nueva heterofobia, que podría ser definida como un racismo invertido[48]. La ideología populista oficial habría empujado a los indígenas, siguiendo la «ansiedad postcolonial», a la creencia en la superioridad racial propia contra las carencias consideradas ahora como intrínsecas de los blancos y mestizos: estos no podrían salir de un círculo de corrupción, ineficacia administrativa, arrogancia y servilismo con respecto al imperialismo neocolonial. El resultado global sería la glorificación de la diferencia[49] y, por lo tanto, la prohibición fáctica de comparaciones supranacionales, en las cuales el modelo populista boliviano podría salir malparado. Muy similar es la apología de la llamada justicia comunitaria en Bolivia[50]. Se trata de revigorizar sistemas muy elementales de dirimir pleitos y causas siguiendo el derecho consuetudinario de las comunidades campesinas indígenas de tierras altas, derecho que ya en siglos anteriores había caído en desuso y hasta en el olvido. El resurgimiento de estos modelos arcaicos es legitimado a partir de 2006 como una forma original y, por lo tanto, incomparable y no criticable de administrar justicia, lo que, en la prosaica praxis de la realidad, conlleva una fuerte dependencia en relación con las instrucciones emanadas de órganos estatales, con los caudillos locales a nivel rural y con las rencillas personales, que ahora en las comunidades campesinas adquieren un interesado barniz político.

   La construcción de las estructuras internas del Movimiento al Socialismo y el ejercicio gubernamental cotidiano a partir de 2006 corresponden a fenómenos repetitivos en la historia boliviana, caracterizados por la manipulación de masas y la constitución de nuevas élites privilegiadas, como ocurrió también durante la llamada Revolución Nacional de 1952. La motivación para ingresar al MAS es la misma que se dio con el entonces partido de gobierno, el Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR): la obtención de puestos, prebendas, espacios de poder y posibilidades de enriquecimiento discreto, es decir de ascenso social. La estructura partidaria y el proceso de formación de voluntades políticas dentro del MAS es muy similar a lo que existía en el antiguo MNR: predominio indiscutible del gran caudillo, severas jerarquías internas (de construcción muy oscura), la ausencia de debates en el seno del partido, la apariencia de unidad monolítica hacia el exterior y la fijación de políticas públicas de acuerdo a las constelaciones cambiantes de poder en los escalones superiores de la estructura partidaria[51].

   En el caso del populismo boliviano se pueden registrar claros procesos de involución en el manejo de la economía estatal a partir de 2006. Esta observación no se refiere a la dilatación del rol empresarial de Estado, sino a la forma cómo esta expansión se lleva a cabo en la praxis cotidiana. Se ha creado en pocos años una considerable cantidad de nuevas empresas estatales en los más variados rubros de las actividades económicas, pero estas empresas prácticamente no han generado nuevos empleos, no han establecido en su seno los muy publicitados mecanismos de control social y no rinden cuentas de su funcionamiento financiero a la opinión pública[52]. Aquí se constata el mismo fenómeno de regresión histórico-cultural que ha ocurrido con las reformas del aparato judicial: por un lado se han echado por la borda los criterios meritocráticos en la contratación de personal y en la designación de jueces, reemplazándolos por el principio sacrosanto de la lealtad partidaria, y, por otro, se van eliminando los mecanismos para rendir cuentas a los ciudadanos, fomentando el infantilismo de estos últimos.

   Conclusiones provisionales

   Por todo lo expuesto se puede afirmar en clave transitoria: las teorías de la incomparabilidad e inconmensurabilidad de los fenómenos socio-históricos poseen una función profana y prosaica que es la de estabilizar y vigorizar identidades nacionales y grupales devenidas precarias por el avance de la modernización y hoy por la globalización. El impulso irradiado por estos procesos amenaza con diluir todas las características específicas e identificatorias de las tradiciones particulares. La celebración teórica de estos legados culturales premodernos suena plausible, progresista y hasta simpática, pero tiene un rol instrumental: cuestionar el modelo occidental para asegurar la vigencia del propio orden tradicional, con sus estamentos privilegiados, sus costumbres irracionales (aunque cómodas), sus prácticas autoritarias y sus intereses bien establecidos.

   En este contexto es que los regímenes populistas juegan un rol importante. En los procesos latinoamericanos de modernización, cuyos éxitos son modestos, ha crecido la demanda por legitimar la base de los gobiernos ─ que ha permanecido precaria ─ mediante la inclusión de factores prepolíticos, que tienen que ver con los anhelos y las ilusiones premodernas y hasta arcaicas de los ciudadanos. Ante las múltiples desilusiones provocadas por una modernización incompleta, surge como idónea y oportuna la estrategia de brindar una amplia justificación al poder político, derivada de una utilización instrumental de las pasiones irracionales, los miedos colectivos, las inclinaciones regresivas y los resentimientos profundos de los ciudadanos. Los sistemas populistas han resultado muy exitosos en la manipulación ─ para fines políticos ─ de las «experiencias de agravios» que tienen los ciudadanos de a pie[53]. Siguiendo esta tendencia, las instituciones de la moderna democracia representativa y pluralista se transforman en objeto preferido de la crítica, porque encarnan las complejidades que son fácilmente asociadas a posibilidades de engañar y confundir a las masas populares. El éxito de los sistemas populistas se asienta en el hecho de que la población respectiva no se percata de las verdaderas intenciones dominacionales de las nuevas élites gubernamentales. Cuanto menor sea el espíritu crítico-emancipatorio de la población, mejor para los caudillos populistas. Estos últimos corresponden a modelos anticuados ─ pero aun muy efectivos ─ de «hacer política». Por ello resulta tan importante para los populistas (a) la construcción del adversario, que personifica y condensa todos los males sociales, y, al mismo tiempo, (b) la consolidación de una moral pública muy convencional, que justifica y ennoblece a los del propio bando y, al mismo tiempo, denuesta y ennegrece a los contrarios[54].

   Existen, obviamente, considerables diferencias entre los regímenes populistas, que, además, han sufrido notables modificaciones a lo largo de la historia contemporánea. Hoy algunos líderes del llamado «populismo competitivo» han comprendido, por ejemplo, el valor y el prestigio de los procedimientos democráticos y del Estado de derecho, y por ende se sirven de los instrumentos y procedimientos de la democracia moderna, como las elecciones más o menos correctas, y no infringen abiertamente el ordenamiento legal del país respectivo[55]. Pero por detrás de la fachada de respeto a las «formalidades democráticas» y a valores de orientación propagados por la comunidad internacional, los modelos populistas persiguen dos metas normativas irrenunciables: la ascensión de una élite gobernante privilegiada que habla soberanamente en nombre de los explotados del país respectivo, y el establecimiento de un orden social antiliberal y antipluralista.

   Estos elementos se manifiestan también en los productos teóricos más refinados favorables al populismo, como en los escritos de Chantal Mouffe. Su crítica del globalismo a ultranza y del optimismo democrático es muy válida, pero simultáneamente se estrella contra la universalidad de los derechos humanos y contra el cosmopolitismo liberal, favoreciendo oposiciones binarias elementales en la sucesión de Carl Schmitt, quien ha llegado a ser una de las referencias teóricas más importante del populismo latinoamericano[56]. (Una alternativa de evolución histórico-política en el Tercer Mundo es la representada por la República Popular China, que resulta igualmente detestable. No se dan aspectos populistas, pero se trata de un ordenamiento social elitario y antidemocrático, en el cual el partido comunista actúa como el «emperador organizativo», que monopoliza el proceso decisorio político en forma tan exclusiva como la élite populista[57].)

   Esta argumentación necesita, sin embargo, de una aclaración básica. No se pueden pasar por alto los aspectos y productos negativos de la civilización occidental y, por consiguiente, de sus teorías evolutivas. El aspecto de mayores consecuencias ha sido el predominio de la racionalidad parcial de los medios sobre la razón global de los fines: los mecanismos instrumentales se imponen por encima de los objetivos de largo alcance. Como señaló Herbert Marcuse al criticar el enfoque weberiano, este sistema dominado por la racionalidad instrumental puede llegar a convertirse en una «burocracia total», en la cual la legitimidad del orden político se reduce al funcionamiento adecuado de los subsistemas de racionalidad instrumental[58], lo que significaría el fin de una democracia genuina, basada en principios humanistas. La modernidad se transformaría en un conjunto de subsistemas bien aceitados, y uno de ellos sería una burocracia con excelente desempeño técnico. La equiparación de la racionalidad técnico-instrumental con la razón política haría superfluo cualquier intento de configurar la esfera político-institucional según los preceptos de una razón global de los fines. El libre albedrío, la discusión de alternativas políticas serias (y no meramente personales) y hasta los esfuerzos teóricos por comprender y mejorar el mundo se revelarían como ilusorios.

   No se puede pasar por alto las mencionadas patologías sociales generadas por la modernidad occidental, pero, como afirma Dieter Senghaas, pensador conocido por sus simpatías con posiciones izquierdistas, las ventajas de esa misma modernidad compensan de lejos sus aspectos negativos. El impulso autocrítico de la modernidad occidental (su elemento más valioso) permite detectar sus falencias y tomar los recaudos pertinentes. Según Senghaas, hoy ya no cabe defender un esencialismo cultural que proclame el carácter incomparable e inconmensurable de las sociedades autóctonas del Tercer Mundo, máxime si tal apología termina justificando prácticas autoritarias. En el campo práctico-político estaría hoy a la orden del día la «civilización contra la propia voluntad», que se expresaría en el monopolio estatal de la violencia política, en el establecimiento del Estado de Derecho, en el control de los afectos con consecuencias sociales, en una cultura de resolución pacífica de los conflictos y en una sociedad con amplia justicia social[59]. Es probable que a causa de sus resultados globalmente benéficos estos factores se hayan convertido en criterios universales de desarrollo positivo, es decir mediante la praxis cotidiana y no por medio de una imposición teórico-doctrinaria, como sucede a diario con mejoras en el campo de la medicina e inventos en el terreno de los transportes y las comunicaciones. Aquí reside la posibilidad de diluir la atracción de modelos populistas y autoritarios.

[2011 / 2014]


[1]   El populismo clásico (como el peronismo argentino) fomenta la ascensión de sectores sociales subalternos, posee una fuerte voluntad de reformas y se desarrolla junto a un sindicalismo vigoroso, mientras que el neopopulismo cierra pactos con los sectores más disímiles, exhibe una débil voluntad de reformas auténticas (pese a una retórica radical) y favorece un modelo mixto convencional de economía. Puesto que las diferencias entre ambos fenómenos tiende hoy a desaparecer, aquí se empleará el término populismo para designar a los regímenes similares al modelo venezolano.- Cf. Guy Hermet / Soledad Loaeza / Jean-François Prud’homme (comps.), Del populismo de los antiguos al populismo de los modernos, México: El Colegio de México 2001; María Moira MacKinnon / Mario Alberto Petrone (comps.), Populismo y neopopulismo en América Latina. El problema de la Cenicienta,  Buenos Aires: EUDEBA 1998.

[2]   Cf. el excelente ensayo de Joachim Fest, Die Intellektuellen und die totalitäre Epoche. Gedanken zu einer Geschichte der Täuschungen und Enttäuschungen (Los intelectuales y la época totalitaria. Pensamientos en torno a una historia de los engaños y las desilusiones), en: Joachim Fest, Bürgerlichkeit als Lebensform. Späte Essays (Civilidad como forma de vida. Ensayos tardíos), Reinbek: Rowohlt 2007, pp. 163-188, aquí pp. 166-169.

[3]   Esta tesis nietzscheana ha sido reivindicada por muy diferentes corrientes de pensamiento, entre ellas los filósofos vinculados al nacionalsocialismo alemán y algunos pensadores postmodernistas como Michel Foucault. Cf. Rüdiger Safranski, Nietzsche. Biografía de su pensamiento, México: Tusquets 2001, pp. 358-361.

[4]   Ernesto Laclau, La razón populista, Buenos Aires: FCE 2008, p. 10.

[5]   Ibid., p. 10.

[6]   Ibid., p. 93.

[7]   Cf. Hans Heinz Holz, Prismatisches Denken (Pensamiento prismático), en: [sin compilador], Über Walter Benjamin (Sobre Walter Benjamin), Frankfurt: Suhrkamp 1968, pp. 62-110, especialmente p. 67.- En el contexto latinoamericano cf. Felipe Lagos, Hegemonía, heterogeneidad, clasificación social: hacia un programa latinoamericano de sociología cultural, en: PERSONA Y SOCIEDAD (Santiago de Chile), vol. XXII, Nº 3, diciembre de 2008, pp. 45-65, aquí pp. 51-53.

[8]   Walter Benjamin, Geschichtsphilosophische Thesen (Tesis sobre filosofía de la historia), en: Walter Benjamin, Zur Kritik der Gewalt und andere Aufsätze (Sobre la crítica de la violencia y otros ensayos), Frankfurt: Suhrkamp 1965, pp. 78-94.

[9]   Herbert Marcuse, Nachwort (Epílogo), en: Walter Benjamin, op. cit. (nota 8), pp. 99-107.

[10]   Jan Assmann, Das kulturelle Gedächtnis. Schrift, Erinnerung und politische Identität in frühen Hochkulturen (La memoria cultural. Escritura, recuerdo e identidad política en las altas culturas tempranas), Munich: Beck 2007, pp. 88-89, 134-135 (siguiendo una intuición de Maurice Halbwachs).

[11]   Franco Gamboa Rocabado, Teorías de la democracia en pugna: una evaluación crítica del sistema político en Bolivia, La Paz: Fundación Konrad Adenauer 2011 (KAS CONTRIBUCIONES, vol. I, Nº 1, septiembre de 2011), p. 39.

[12]   Sobre esta temática cf. la estimulante obra de Hans Maier, Das Doppelgesicht des Religiösen. Religion Gewalt Politik (La doble faz de lo religioso. Religión, violencia, política), Friburgo: Herder 2004, p. 88.

[13]   Cf. los brillantes estudios que no han perdido vigencia: Bassam Tibi, Die Krise des modernen Islams. Eine vorindustrielle Kultur im wissenschaftlich-technischen Zeitalter (La crisis del Islam moderno. Una cultura pre-industrial en la era científico-técnica), Munich: Beck 1981, pp. 11-20; Bassam Tibi, Die neue Weltunordnung. Westliche Dominanz und islamischer Fundamentalismus (El nuevo desorden mundial. La dominación occidental y el fundamentalismo islámico), Munich: Econ 2001, p. 100.

[14]   Anouar Abdel-Malek, La dialectique sociale, París: Seuil 1972, p. 69.

[15]   Peter Waldmann, Terrorismus und Bürgerkrieg. Der Staat in Bedrängnis (Terrorismo y guerra civil. El Estado en asedio), Munich: Gerling Akademie 2003, pp. 11-12.

[16]   Ibid., pp. 16-17, 38-41, 195.

[17]   Ibid., pp. 41, 232-237.

[18]   Dan Diner, Zeitenschwelle. Gegenwartsfragen an die Geschichte (Umbral de los tiempos. Preguntas del presente a la historia), Munich: Pantheon 2010, p. 33.

[19]   Cf. Simon Critchley / Oliver Marchart (comps.), Laclau. Aproximaciones a su obra, México: FCE 2008.

[20]   Ernesto Laclau, op. cit. (nota 4), pp. 37-47.

[21]   Probablemente el concepto de «populismo autoritario» fue utilizado por primera vez para denominar el periodo del conservadurismo inglés bajo Margaret Thatcher (1979-1990), periodo que en retrospectiva histórica tuvo muy poco de populista y de autoritario. Desde un comienzo el concepto estuvo influido por Ernesto Laclau y Jacques Lacan. Cf. Stuart Hall, Popular-demokratischer oder autoritärer Populismus (Populismo popular-democrático o autoritario), en: Helmut Dubiel (comp.), Populismus und Aufklärung (Populismo e Ilustración), Frankfurt: Suhrkamp 1986, pp. 84-105.

[22]   Aleida Assmann, Die Vergangenheit begehbar machen. Vom Umgang mit Fakten und Fiktionen in der Erinnerungsliteratur (Hacer transitable el pasado. Sobre el tratamiento de hechos y ficciones en la literatura del recuerdo), en: DIE POLITISCHE MEINUNG (Berlin), vol. 56, Nº 500-501, julio-agosto de 2011, pp. 77-85, aquí p. 78.

[23]   Michael A. Lange, Die Jugend und der demokratische Aufbruch in der arabischen Welt (La juventud y movimiento democrático en el mundo árabe), en: KAS-AUSLANDSINFORMATIONEN (Berlin), vol. 27, 2011, Nº 5, pp. 24-35.

[24]   Sobre los peligros y las amenazas que conlleva todo intento de modernización (la «destradicionalización») cf. Ulrich Beck, Risikogesellschaft. Auf dem Wege in eine andere Moderne (La sociedad de riesgo. En camino a una otra modernidad), Frankfurt: Suhrkamp 1986, pp. 17, 19, 63, 115-120.

[25]   Gabriel Andrade, Sobre la desigualdad de las culturas, en: REVISTA DE FILOSOFÍA (Maracaibo), Nº 59, mayo-agosto de 2008, pp. 61-86, aquí pp. 67-68.

[26]   Ibid., p. 67, 72, 76.

[27]   Ibid., pp. 71-72.

[28]   Ibid., pp. 71, 76-82.- Para una crítica a este enfoque cf. Jesús Avelino de la Pienda, Multiculturalidad y multiculturalismo. Relatividad cultural y relativismo, en: REVISTA DE FILOSOFÍA (Maracaibo), Nº 61, enero-abril de 2009, pp. 89-115.

[29]   Sobre esta temática weberiana cf. el excelente ensayo de Wolfgang Mommsen, Universalgeschichtliches und politisches Denken (Pensamiento histórico universal y político), en: Wolfgang Mommsen, Max Weber. Gesellschaft, Politik und Geschichte (Max Weber. Sociedad, política e historia), Frankfurt: Suhrkamp 1974, pp. 97-143.

[30]   Cf. por ejemplo el interesante estudio de Isaiah Berlin, Giambattista Vico und die Kulturgeschichte (Giambattista Vico y la historia de la cultura), en: Isaiah Berlin, Das krumme Holz der Humanität. Kapitel der Ideengeschichte (El árbol torcido de la humanidad. Capítulos de la historia de las ideas), Frankfurt: Fischer 1992, pp. 72-96, especialmente p. 74.

[31]   Desde la perspectiva asiática cf. Claudia Derichs, Geschichte von gestern Geschichte von heute: asiatische Perspektiven (Historia de ayer ─ historia de hoy: perspectivas asiáticas), en: Peter Birle et al. (comps.), Globalisierung und Regionalismus. Bewährungsproben für Staat und Demokratie in Asien und Lateinamerika (Globalización y regionalismo. Pruebas para el Estado y la democracia en Asia y América Latina), Opladen: Leske + Budrich 2002, pp. 21-38.

[32]   Cf. dos visiones diferentes sobre esta temática: Steven Levitsky / Kenneth Roberts (comps.), The Resurgence of the Latin American Left, Baltimore: Johns Hopkins U. P. 2011; Enrique Desmond Arias / Daniel M. Goldstein (comps.), Violent Democracies in Latin America, Durham / Londres: Duke U. P. 2010.

[33]   Gerd Koenen, Utopie der Säuberung. Was war der Kommunismus? (Utopía de la depuración. ¿Qué era el comunismo?), Frankfurt: Fischer 2000, pp. 26-28, 404-409.

[34]   Para conocer varias opiniones diferentes cf. Kurt Weyland / Raúl L. Madrid / Wendy Hunter (comps.), Leftist Governments in Latin America: Successes and Shortcomings, Cambridge: Cambridge U. P. 2010.

[35]   Cf. los excelentes trabajos de Nelly Arenas, La Venezuela de Hugo Chávez: rentismo, populismo y democracia, en: NUEVA SOCIEDAD (Buenos Aires), Nº 229, septiembre-octubre de 2010, pp. 76-93, especialmente p. 79; Nelly Arenas, Las transformaciones de la política y la «revolución» chavista ¿nadando contra la corriente?, en: Alfredo Ramos Jiménez (comp.), La revolución bolivariana. El pasado de una ilusión, Mérida: La Hoja del Norte / CIPCOM 2011, pp. 55-95, especialmente pp. 61, 73-74; Margarita López Maya, Venezuela entre incertidumbres y sorpresas, en: NUEVA SOCIEDAD, Nº 235, septiembre-octubre de 2011, pp. 4-16.

[36]   Nelly Arenas / Luis Gómez Calcaño, Populismo autoritario: Venezuela 1999-2005, Caracas: CENDES 2006.

[37]   Luis Ricardo Dávila, Dictadura y democracia en Venezuela. Discurso y mito del «gendarme necesario», en: Alfredo Ramos Jiménez (comp.), op. cit. (nota 35), pp. 19-54.

[38]   Franco Gamboa Rocabado, op. cit. (nota 11), p. 39.

[39]   Ibid., p. 43.

[40]   Frédérique Langue, Reinvención del Libertador e historia oficial en Venezuela, en: ARAUCARIA. REVISTA IBEROAMERICANA DE FILOFÍA, POLÍTICA Y HUMANIDADES (Sevilla), vol. 13, Nº 25, enero-junio de 2011, pp. 26-45, especialmente p. 36.

[41]   Teodoro Petkoff, Dos izquierdas, Caracas: Alfadil 2005, pp. 37-38; cf. el importante volumen de Alfredo Ramos Jiménez, El experimento bolivariano. Liderazgo, partidos y elecciones, Mérida: CIPCOM 2009.

[42]   Franco Gamboa Rocabado, op. cit. (nota 11), p. 83.

[43]   Ibid., p. 87.

[44]   Sobre esta temática cf. la obra muy rica en testimonios históricos y documentales: Manuel Sarkisyanz, Kollasuyo: indianische Geschichte der Republik Bolivien. Propheten des indianischen Aufbruchs (Kollasuyo: historia india de la República de Bolivia. Los profetas del levantamiento indio), Idstein: Schulz-Kirchner 1993, passim.

[45]   Sobre las connotaciones políticas de esta constelación cf. Fernando Molina, Crítica de las ideas políticas de la nueva izquierda boliviana, La Paz: Eureka 2003, pp. 39-40, 76, 103.

[46]   Moira Zuazo, ¿Cómo nació el MAS? La ruralización de la política en Bolivia, La Paz: Fundación Friedrich Ebert 2009, passim.

[47]   Rafael Loayza Bueno, Eje del MAS. Ideología, representación social y mediación en Evo Morales Ayma, La Paz: Fundación Konrad Adenauer 2011, p. 93, 99, 155, 161, 163, 246.

[48]   Ibid., p. 83, 87.

[49]   Ibid., p. 87, 96.

[50]   En lo referente a formas «novedosas» de justicia rural-comunitaria, contrapuestas a la justicia racionalista de la tradición europeo-occidental cf. Edwin Cocarico Lucas, El etnocentrismo político-jurídico y el Estado multinacional: nuevos desafíos para la democracia en Bolivia, en: AMÉRICA LATINA HOY. REVISTA DE CIENCIAS SOCIALES (Salamanca), Nº 43, agosto de 2006, pp. 131-152. Cf. también: Mark Goodale, Dilemmas of Modernity: Bolivian Encounters with Law and Liberalism, Stanford: Stanford U. P. 2009.

[51]   Cf. el informativo texto de Hervé Do Alto, Un partido campesino en el poder. Una mirada sociológica del MAS boliviano, en: NUEVA SOCIEDAD, Nº 234, julio-agosto de 2011, pp. 95-111, especialmente pp. 99, 102, 104-106.- Para una visión distinta cf. María Teresa Zegada et al., La democracia desde los márgenes: transformaciones en el campo político boliviano, La Paz: CLACSO / Muela del diablo 2011, pp. 141-198.

[52]   Iván Arias Durán, El estado de las empresas del Estado, La Paz: Milenio 2011 (serie «Coloquios económicos» Nº 23), p. 60.

[53]   Helmut Dubiel, Das Gespenst des Populismus (El espectro del populismo), en: Helmut Dubiel (comp.), op. cit. (nota 21), pp. 33-50, especialmente p. 49.

[54]   Cf. el ensayo clásico: Hans-Jürgen Puhle, Was ist Populismus? (¿Qué es el populismo?), en: Helmut Dubiel (comp.), op. cit. (nota 21), pp. 12-32.

[55]   Steven Levitsky / Luncan A. Way, Competitive Authoritarianism. Hybrid Regimes after the Cold War, Cambridge: Cambridge U. P. 2010, passim.

[56]   Chantal Mouffe, Über das Politische. Wider die kosmopolitische Illusion (Sobre lo político. Contra la ilusión cosmopolita), Frankfurt: Suhrkamp 2007, pp. 7-9, 17, 164-165.

[57]   Cf. Richard McGregor, The Party: The Secret World of China’s Communist Rulers, Camberwell: Penguin 2010; Zheng Yongnian, The Chinese Communist Party as Organizational Emperor: Culture, Reproduction and Transformation, Londres: Routledge 2010.

[58]   Herbert Marcuse, Industrialisierung und Kapitalismus im Werk Max Webers (Industrialización y capitalismo en la obra de Max Weber), en: Herbert Marcuse, Kultur und Gesellschaft (Cultura y sociedad), Frankfurt: Suhrkamp 1965, vol. II, pp. 107-129.

[59]   Dieter Senghaas, Zivilisierung wider Willen. Der Konflikt der Kulturen mit sich selbst (Civilización contra la propia voluntad. El conflicto de las culturas consigo mismas), Frankfurt: Suhrkamp 1998, pp. 33-46.

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