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La costurera

Irma Verolín

Las telas dicen mucho de lo que va a ser después la ropa. Cuando llega la tela yo dejo que mis dedos la vayan probando, los dejo hacer, permito que la voluntad de mis manos vaya moldeando lo suyo. Entonces con la seda resbaladiza ya imagino lo que será el vestido y hasta me figuro cómo entrará el cuerpo de la mujer en él. La seda tiene la cualidad de deshacerse entre los dedos, de ir y venir, de no quedarse quieta. Con la seda solo se pueden hacer vestidos de noche para bailar, acariciar o desnudarse. Con los paños de lana no, son esa clase de tela que busca proteger a la gente de los males del mundo, como por ejemplo el frío del invierno. La mano queda medio atascada cuando recorre la superficie áspera, un poco ruda. La mano que recorre sabe con anticipación qué sentirá una persona vestida con la ropa hecha con una tela así. Otra cosa muy distinta pasa con el algodón, el algodón tiene un tacto esencial, se nota enseguida, por eso sirve para hacer ropa de la vida: guardapolvos, camisas para ir al trabajo, delantales de cocina. Y no hablemos del tul, la mano de cualquiera siente que  en el tul hay  cierto detalle inabarcable, fresco e intangible. ¿Para qué otra cosa más que para un traje de novia puede servir el tul? Por eso cuando trajeron la tela nueva yo supe que algo también nuevo me esperaba para hacer. Era una tela un poco frágil pero consistente a la vez, una tela flexible, adaptable a cualquier forma. Me pregunté para qué sería, noté que habían traído grandes piezas de sólo dos colores. Seguí con mi  trabajo, le di a la máquina de coser hasta que, como siempre, me dolió la espalda. Cosí cincuenta overoles con  tela de jean que sirve para doblegar cualquier empresa, pero de tanto en tanto los ojos se me iban hacia las piezas apoyadas sobre la tabla de planchar, aquella tela que mis dedos probaron sin haberlo podido olvidar.

Tres días después me enteré de que con la tela nueva teníamos que confeccionar camisetas para los jugadores de fútbol. Yo a esos colores no los había visto nunca ni en la televisión ni en el club deportivo del pueblo. La capataza me explicó que era un equipo que se acababa de inventar o algo así. Se le notaba el tono de orgullo a la capataza por la  manera en que me lo dijo. No era para menos, un equipo que representara futbolísticamente a nuestro pueblo y nosotras seríamos las primeras en coser las camisetas, qué honor. Estábamos lo que se dice en el centro del centro del acontecimiento, como le gusta decir a mi mamá.

El  día  en que la capataza trajo las telas cortadas para que yo cosiera las camisetas me dolió mucho la espalda, pero no me quejé ni me levanté más de la cuenta para ir al baño, después de todo el taller es mejor que lavar pisos como hice antes, fregar deja otra clase de cansancio en el cuerpo, un cansancio que tiene mal olor, que hace doler todo, desde los huesos. El cansancio de la costura está en un  solo lugar, es un cansancio más refinado, más fácil de sobrellevar. Para colmo mi patrona anterior tenía la manía de que todo brillara, me hacía lustrar hasta  lo que nadie podía sacarle brillo. Como tenía el alma opaca mi patrona, me hacía trajinar sobre la casa hasta que me veía deslomada y deslomada y así y todo, saltaba con: Qué bueno sería que tal cosa tuviera no sé qué adornito y que tal otra mejorara su apariencia, muchacha y que patatín y patatán. Prefiero la máquina de coser, no tiene tantos caprichos.  Prefiero a la capataza, que no se da aires de estar oliendo mierda ni anda pretendiendo que mis manos hagan prodigios con la parquedad del mundo. Las telas se dejan doblar, deshacer, recortar, son blandas, me gustan más que los pisos y los platos sucios. Qué jorobar. Además a veces tengo la suerte de terminar cosiendo algo de importancia como un traje de madrina de casamiento o de bautismo, no siempre estoy cosiendo overoles o guardapolvos en serie. Claro que me dejan coser partes menos delicadas, yo reconozco que no soy de las más hábiles aquí, pero por algo se empieza.  Así que cuando la capataza vino con toda la parva de las camisetas hasta mi máquina sentí que era un reconocimiento a mi capacidad y mi aguante con esto de darle y darle a la máquina.

Apenas empecé a coser las camisetas igual que  las veces  anteriores con otras telas, me imaginé los cuerpos de los jugadores dentro de lo que yo estaba armando con mi costura,  porque al coser le damos forma a lo que vino  liso y lo preparamos para que cubra  el  cuerpo humano. No es un trabajo insignificante, para nada. Yo lo sé. Aunque esta vez mi cabeza iba más rápido que mis manos ya que, pongamos por caso, cuando he hecho la costura de los overoles, nunca me imaginé a una persona concreta. Con los guardapolvos, me pasó lo mismo. Pero  ahora se trataba de once jugadores, solo once, todos jóvenes, seguramente serían famosos en nuestro pueblo y también en pueblos cercanos. Once cuerpos de hombres en su plenitud, estilizados, musculosos, ágiles. Fue tan raro lo que empecé a sentir que no quería terminar de coser las camisetas, mis dedos recorrían la tela como la primera vez y buscaba palabras para expresar lo que sentía. La capataza me rondaba y yo notaba su urgencia para que terminara el trabajo. Y no, mi cabeza iba hacia un lado y mis manos hacia otro. Lo más emocionante ocurrió después cuando con bastante pena terminé de coser las camisetas: vino la capataza con once números y me indicó que los cosiera en la espalda. Yo estaba tan emocionada, que no podía  ni  siquiera hilvanar la aguja con hilo de otro color.  Aproveché  el momento en que la capataza se fue y los puse los puse uno al lado de otro sobre la tabla de planchar. Yo nunca antes había cosido números y menos que menos de ese tamaño.  Supe coser escudos, florcitas, guardas, pero números, nunca. Y estos no eran números así nomás, eran números de   deportistas que yo ya me estaba imaginando. Esos números iban a ser fotografiados y filmados cuando los cuerpos de los hombres fueran y vinieran con las camisetas por la cancha. No había nada que hacerle, yo estaba en el centro del centro del acontecimiento. Pegué todos los números pero en el último la máquina se me atascó,  no pude creer que mi máquina estuviera funcionando mal. Le puse aceite, le revisé  cada una de las partes. Pero nada. Me faltaba el número seis. Como las camisetas tenían que estar terminadas  para la mañana siguiente, me enfurecí, justo el último, no podía ser posible. No me gusta coser en otra máquina que no sea la mía, pero tuve que ceder. Terminé el trabajo muy tarde aquella noche.

    No bien llegué al taller al otro día, la parva de camisetas ya había sido despachada para el club social.

    -¿Ya está listo el trabajo?-  me preguntó la capataza mirándome fijo.

    -Sí, anoche cosí las camisetas.

    Ella hizo un gesto que me pareció entre admiración y orgullo.   Sabíamos que a la tarde de aquel sábado se inauguraba una salita nueva en el club social y que se celebraba con la presentación del flamante equipo de fútbol. Y claro, el primer partido  se televisaría  por el canal local. Sabíamos también que en las calles del pueblo no iba a volar una mosca porque todos estarían metidos en sus casas o en el bar del centro mirando el partido. Mamá y yo nos preparamos anticipadamente para tener las cosas necesarias a la hora en que comenzara la transmisión por teve: mate, biscochitos de grasa, las pantuflas y el ventilador encendido.   Primero mostraron la plaza, el edificio de la municipalidad, el club social y el recreativo, no sé para qué, si  tenemos esas imágenes aprendidas de memoria y la transmisión era solo para nuestro pueblo. En fin, así somos, el orgullo pueblerino nos sale por los cuatro costados. Entonces sucedió un prodigio. Los vi, vi a los jugadores con las camisetas que yo misma había confeccionado uno al lado del otro, con los ojos brillantes, el gesto vivaz. Me salió del alma y a los gritos:

   -¡Mirá, mamá, yo cosí esas camisetas!

   A mi mamá le dio risa, ella ya lo sabía. Pero me juego a que en su pensamiento dijo: mi hija está en el centro del centro del acontecimiento. Muy bien, muy bien, me dijo. Y empezó el partido. Lo relataba el Emilio, el mismo que anuncia los productos agrícolas por la radio, mucho de fútbol no sabe el Emilio, pero no había nadie mejor. Después, lo de siempre en estos casos, la cámara enfocando las patadas, las piernas que corrían de un lado a otro siguiendo la pelota. Se me ocurrió que el Emilio debía tener escrito los nombres de los jugadores porque no se equivocaba. García se la pasa a Furletti, Furletti a Gamboa.  Los  conocíamos bien, eran de nuestro pueblo, a los otros no, eran de Villa Turson y a decir verdad llevaban unas camisetas bastante descoloridas. Yo me sentí orgullosísima. Todo iba bien hasta que cierta vacilación en la voz del Emilio empezó a producir malestar, se notaba en las gradas, en los gestos contenidos de los mismos jugadores de nuestro equipo. El número  6 dice el Emilio Arias, se la pasa al cinco y el número 6, Saira se la pasa a…

     -¿Pero cómo – dice mi madre asombrada- el número seis no era Arias?

     Cierto escozor empezó a recorrerme el interior, era como lo mismo que yo hacía siempre con mis dedos para reconocer la tela, palparla, catalogarla, pero ahora  lo hacía dentro de mí. ¿Dos números seis? La voz del Emilio farfullaba, se perdía. Siguió relatándonos el partido cada vez más abatatado. A mí se me atragantó el biscochito de grasa en medio del garguero y no hubo sorbida de mate que me lo hiciera bajar. Dos números seis, sí, en la cancha había dos números seis, pero faltaba el nueve. No necesité mucho para darme cuenta de que había cosido un número al revés. No sé si fue exactamente por eso, pero los jugadores escuchaban la voz del Emilio por los parlantes y se empezaron a confundir y a tropezar y al final perdimos el partido.

     Nadie me saludó a mí durante un mes entero en el pueblo. Nadie. Y la capataza me puso a coser overoles y ni un ruedo de vestido de madrina me tocó nunca más. Yo sigo pensando en que los números fueron mal inventados. Y lógicamente, los inventaron los hombres, hicieron uno igual al otro patas para arriba. ¿Quién no se va a equivocar si encima se te traba la máquina y hace calor y ya es muy tarde y la tela se te vuelve laxa  entre los dedos? A veces cuando estoy muy triste le echo la culpa a esta costumbre que tengo de imaginarme los cuerpos que entrarán en la ropa que coso,  por culpa de mi imaginación  me pasó lo que pasó y también porque los números fueron mal inventados.

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