Andrés Canedo
−Soy Cutimbuy, uno de los últimos habitantes de esta maravillosa ciudad que va muriendo poco a poco, o que tal vez ya está muerta y sólo sigue respirando en mi obstinación. Sé que yo también pronto voy a morir, aunque no soy viejo, pero tal vez soy sólo una parte de las ruinas que me rodean, aunque todo todavía esté de pie, pero la soledad y el abandono, la tristeza que respira en las calles, se han ido apoderando de mí. Por eso me he escapado hasta aquí, a las orillas del lago enorme y azul, para despedirme, aunque sea con el pensamiento, de los míos, y porque, aunque no sé por qué, hay un sueño que se me repite todas las noches desde hace algunos días y que, entiendo, debe tener algún propósito y significado. Tal vez las aguas sagradas, me ayuden a encontrarle un sentido.
−Soy Pedro Cutipa, arqueólogo boliviano, y trabajo desde hace 30 años en el Centro de Investigaciones sobre Tiahuanacu. Es mi trabajo, claro, y aunque el mismo, el estudio de la vieja ciudad y sus alrededores, como Puma Punku, ha ido dejando algunas verdades demostrables, la gran mayoría de todo ese andamiaje, sigue estando oculta en el misterio más profundo. Es que casi todo es un secreto hasta ahora desentrañable. He trabajado tanto sobre este tema, he compartido lo que ya sabemos y lo que hipotetizamos, con muchos expertos extranjeros a través de los años, pero todo, aunque parece mucho, finalmente es nada. El arcano siempre nos traga y allí, en medio de su majestuosidad silenciosa, siguen las ruinas, sin revelarnos casi nada o más bien, nada.
−Sé que yo y mi ciudad, estamos entrando en la noche de los tiempos. Y si todo esto, como dice la tradición de mi pueblo, fue creado en una sola noche por gigantes que vivieron un tiempo entre los hombres y que luego desaparecieron en un diluvio, si toda esta creación va desvaneciéndose en días y noches que me parecen infinitos, sé también que pronto todo tendrá su fin. La sequía de decenas de años, fue agotando las fuentes de alimentos, antes muy generosas y abundantes, y la gente de esta ciudad que albergó miles y miles de personas, fue poco a poco emigrando, mi mujer y mis hijos entre ellos, pero yo y algunos más, tal vez no seamos ya más de diez en total, decidimos permanecer aquí por amor a nuestra casa grande. Ahora sólo vemos su espectacularidad callada, y en los días y noches silentes, escuchamos el silbar del viento entre sus calles abandonadas, que nos repite con su incesante voz, que todo ha terminado.
−Sabemos algunas cosas de Tiahuanacu. Que fue un imperio teocrático, que se extendió por cuatro de los países actuales, que su expansión no se produjo por medio de la guerra, sino por la fe, que era un centro de peregrinación donde venían gentes de lejanos sitios a rendir reverencia a los dioses, tal vez deslumbrados al aproximarse, por la enorme irradiación de sus gigantescos muros cubiertos de bronce, como también sostienen hipótesis y leyendas. Prueba de ello, serían los 145 rostros esculpidos en las paredes del templete semisubterráneo, que representan los diversos pueblos de esta parte de nuestra América, y hasta hay algunos, que afirman que, entre ellos, se encuentran rostros de seres extraterrestes. Claro que yo, Pedro Cutipa, simplemente lo cuento, no digo creer en esa teoría. La ciudad de Tiahuanacu, era grande, se dice que entre 50 mil y hasta 400 mil personas, vivían en ella. Ahora se sabe también, que por debajo de lo que vemos, la ciudad es mucho mayor y que abarcaría 650 hectáreas. Mucha, mucha gente tuvo que partir, abandonar la ciudad de sueños, sentir el quebrantamiento de sus raíces y su fe, el desarraigo y la desesperación, cuando sobrevino la sequía que duró un siglo, hasta que todo terminó, más o menos por el año 1.150 de nuestra era.
−El hambre se apoderó de la gente y la hizo escapar. Tal vez, el hambre me va a matar a mí. Parece mentira que eso haya pasado, cuando siempre fuimos expertos en producir alimentos, no sólo abundantes, sino en excedentes para intercambiar con pueblos vecinos. Nuestros maestros agricultores, inventaron sistemas en los que los plantíos mantenían el calor aun en la fría noche del altiplano. Siempre dominamos el agua, éramos una cultura del agua, pero cuando dejó de llover por tanto tiempo, se fue haciendo la noche. Y en ella, en esa oscuridad ahora estoy yo. Pronto dejaré mi cuerpo, y mi espíritu partirá en busca de la otra vida, a la presencia de nuestro Dios supremo, Viracocha. Como pueblo hemos durado, 2.500 años, según nuestros calendarios que marcan 365 días para cada ciclo del padre Sol. Parece mucho, claro, pero los hombres individuales, solo vivimos una fracción de ese tiempo y, aunque sabemos que vamos a morir, ese tiempo es siempre escaso.
−El dominio de la agricultura, con conocimientos avanzados aun para nuestro tiempo, la domesticación de las llamas que permitieron el desarrollo de la ganadería y de un medio de transporte para los productos de la tierra, de la alfarería, de los textiles, de puntas de flecha de obsidiana, hicieron posible la acumulación y la riqueza. Pero Tiahuanaco y sus ciudades aledañas, tuvieron también una excelente astronomía, que permitió, entre otras cosas, crear un calendario de 365 días, no exactamente igual al que ahora usamos en el mundo occidental, pero que marcaba con precisión la traslación del sol y las estaciones. La medicina también, fue una ciencia que alcanzó grandes avances. Pero la gente de Tiahuanacu, fue sobre todo gente de Dios, gente de paz. La estructura era teocrática, claro; hubo clases sociales, claro; hubo ricos y pobres, claro, pero la religión, la paz y el arte, eran lo predominante. Así surgió una escultura monumental, con los grandes monolitos que vemos hasta hoy. Es cierto que, en el siglo XII, hubo una guerra civil, que algunas ciudades de la periferia se fueron sublevando, sin embargo, la guerra no era la vocación ni una de las habilidades del pueblo de Tiahuanacu. Las grandes ceremonias religiosas, a la que posiblemente acudían pueblos de todo el continente, sí lo eran. La gente venía en busca de la luz para el espíritu, y desde lejos, la enorme ciudad radiante con sus muros refulgiendo de bronce, deslumbraba sobre la pampa infinita del altiplano. Es cierto que esto todos lo saben, es cierto que yo, arqueólogo boliviano de origen indígena, lo sé y sé más, y que estos datos son apenas la parte casi anecdótica de mi ciencia y que los he repetido miles de veces. Y eso que podría ser rutina, ahora se me ha vuelto casi obsesión y un pensamiento mágico ha empezado a invadirme y, aunque me esfuerzo en rechazarlo pues finalmente soy un científico, eso me perturba y está cada vez más presente, porque he empezado a soñar que alguien, de un tiempo lejano, me sueña.
−Yo, Cutimbuy, hablo en este idioma que es el nuestro y que no necesita de nombre porque es el que hablamos desde hace 2.500 años y, para nosotros, es simplemente, el idioma. Algunos de los pueblos vecinos hablan otras lenguas, pero la nuestra es esta, y ahora, cuando todo parece acabar, temo que con nosotros también desaparezca. Es que hay cosas que no eran necesarias nombrar, sobre todo cuando pensábamos que transitaríamos en este mundo hasta la eternidad. Mientras pienso en Puma Punku, “la puerta del puma”, significa, tal vez recién ahora recapacito en su belleza gigantesca, en sus estructuras perfectas, en el peso enorme de las piedras, en la disposición mágica con que fue levantado. Y, a pesar de los gigantes, esto es también para mí, habitante de la ciudad de lo descomunal, un misterio. Es que cuando se acerca el final de las horas, las cosas se van volviendo misteriosas y nuevos misterios surgen en la noche y en los sueños. He estado soñando, durante estos últimos días, con un hombre de otro tiempo, con un hombre del futuro que está pensando en nosotros, que está sintiendo con nosotros, que está, allá, tan lejos, viviendo lo que yo vivo y lo que yo muero.
−Veamos Puma Punku, por ejemplo. Sus estructuras, algunas de más de 150 toneladas de peso, diseminadas en el espacio de su territorio, como si un cataclismo feroz hubiera producido esa dispersión. Rocas monumentales de elementos que no pertenecen al sitio, de superficie absolutamente lisa que el corte de cualquier cincel, y ni siquiera el rayo laser actual, hubieran podido producir tan perfectas, y que, desde luego, habrían sido imposibles de transportar, ni por el trabajo de decenas de miles de humanos, ni por recuas gigantescas de animales y menos aun, por la ausencia absoluta de árboles en la región, sobre los cuales se podría imaginar que pudieran haber hecho rodar esos megalitos. Pero lo más sorprendente son los “bloques H”. Hay decenas de ellos, todos idénticos, todos de una geometría perfecta, todos con sus cavidades cortadas en ángulos perfectos y repetidos, con sus orificios ubicados a distancias exactas, con sus perforaciones tubulares que nacen en uno de sus bordes y terminan en otro haciendo en el interior de la piedra un recorrido que dobla en círculo. Y cada uno de ellos, pesa varias toneladas. El hombre que aparece en mis sueños y que me sueña, es, me parece, de los días finales de Tiahuanacu. Se me introdujo de repente, en medio de las imágenes del dormir, con el mecanismo engañoso de los sueños, mientras yo soñaba que iba a un día de campo con mi familia. Me habla, sí, tal vez como si me pidiera auxilio, pero sus palabras, además de la deformación de lo onírico, son dichas en un idioma del cual sé muy poco y que posiblemente es el puquina, lengua que hoy atribuimos como posible para los habitantes de la ciudad de las dimensiones abismales. Pero hace días que me habla en los territorios confusos del descanso nocturno, y yo, a pesar de todo, sé que tengo que escucharlo y tratar de responderle. Puede parecer que estoy desvariando, pero no es así. Es el impulso de mi sangre el que me moviliza y eso, a veces, es más fuerte que todas las enciclopedias.
−Tal vez deba decir un poco sobre quién soy y qué hago. En nuestros pueblos no es importante el quién y sí su obra. Entonces, no soy nadie, soy apenas Cutimbuy, y mi obra es casi nada. Empecé, sí, a estudiar los cielos con uno de los sabios de la comunidad, y aprendí así a nombrar las estrellas, a diferenciar los planetas, a saber de ese río blanco de millones de astros del que formamos parte. Pero entonces se agravó la catástrofe, y hasta mi maestro, el sabio, debió irse. Yo pude también haberme ido, pero me quedé por amor a esta ciudad de maravillas, en un intento vano de preservarla, de rescatarla del desastre por si en el breve tiempo de mi vida, fuera posible que los que se fueron vuelvan. No obstante ahora sé, como lo fui aprendiendo al estudiar la noche, que el tiempo es eterno y que nosotros somos apenas una chispa de luz en la inmensidad del espacio inconmensurable. Entonces, soy nadie, soy nada. Pero en las construcciones disparatadas de los sueños, se me apareció ese hombre del mañana, que me habla en una lengua que no entiendo, pero sé, desde la loca racionalidad del soñar, que siente como yo y que también me piensa.
−Los últimos estudios del francés Davidovits, parecen explicar el origen de los megalitos en el complejo de Tiahuanacu. Son enormes estructuras de arenisca y de andesita volcánica. Él demuestra o muestra, que los indios originarios de la región, habrían tenido el conocimiento para ablandar las enormes piedras mediante sustancias de origen vegetal ricas en ácidos carboxílicos, para así moldearlas a voluntad y luego volver a endurecerlas, mediante compuestos presentes en el guano, traído desde la costa a mil kilómetros de distancia. La presencia de productos orgánicos en la estructura molecular de las piedras inmensas, demostraría, mediante complicadas reacciones químicas, la participación humana en la formación de estas rocas. Quedan, claro, la necesidad de explicar la complejidad y la perfección de los cortes, los ángulos precisos para que unas encajen en las otras. Es posible que este pueblo, mi pueblo, haya tenido una ingeniería realmente superior, inimaginable desde este tiempo intentando entender aquel pasado. El hombre que me habla en los sueños, ha ido definiendo sus formas y su rostro y, aunque no entienda sus palabras, sé que me habla a mí. También ese hombre, sé que no es capaz de revelarme los misterios de los que he venido hablando. Siento, desde la percepción fantástica del soñar, que en realidad busca consuelo para su soledad cósmica. Es posible que ese hombre, haya sido yo, en el pasado, mil años atrás.
−Los tiahuanacotas construimos una red enorme de caminos, que nos permitían comunicarnos con otras localidades de la tierra. Seguramente, los caminos y los monumentos elevados por nosotros permanecerán durante siglos, cuando ya no queden vestigios de mi pueblo. Es posible que otras gentes, traten de arrasar con lo construido por mi gente, pero no lo lograrán. La eternidad de la piedra es lo que nos identificará y sobrevivirá con el paso de los años incontables. Otros caminos se han abierto en mi mente, y al soñarlo sé que el hombre que aparece mientras duermo, aunque no me entienda, me siente. Él percibe que, al conversar, sólo trato de aplacar la soledad de estos días aciagos. La inminencia de la muerte nos habilita esa posibilidad. He logrado ver el rostro y la forma del hombre que sueño, y, de alguna manera, he podido conocer parte de su alma en la que encuentro consonancias con la mía. Yo, el que va a morir, te saludo compañero lejano, yo me saludo. Es que es posible que ese hombre sea yo mismo, en el futuro, quizá, diez cientos de años después de hoy.