Márcia Batista Ramos
“Hay quienes creen que el destino descansa en las rodillas de los dioses, pero la verdad es que trabaja, como un desafío candente, sobre las conciencias de los hombres”.
- Eduardo Galeano
En la tarde tibia, mientras las plantas se balancean ligeramente en el jardín, dentro de la casa vetusta los muebles que fueron de la bisabuela, reposan en el mismo sitio en que la bisabuela los acomodó un siglo antes, luego de su boda. Todo permanece igual, con rarísimas mudanzas como el televisor y algunos electrodomésticos que ganaron un espacio. La porcelana de diario, por ejemplo, parece más delgada y su dibujo de florecillas celestes da la impresión de estar más pálido por el uso.
La abuela madre, como siempre repite la bisnieta regordeta, parió a sus cuatro hijos en la casa, despidió a los tres varones para que vayan a la guerra y tuvo la dicha de ver uno a uno regresar y pasar por el umbral para abrazarla otra vez y devolverle el alma. Empero, la única hija mujer, se quedó para acompañarla en las noches húmedas de invierno y en los días soleados de verano, siempre fue una señorita ejemplar, muy católica que, por un milagro, como si se tratara de la Virgen María, un día alumbró a una niña, así de la nada, porque la señorita no salía sola, ni tenía amigos, peor, no tenia enamorados. En verdad, nunca tuvo un enamorado. De manera que la niña, su nieta Charito, fue una verdadera bendición en la casa que ya estaba silenciosa.
Charito era el nombre de la abuela madre, asimismo de su hija soltera y devota, también de la niña que nació por un milagro de Dios, como siempre decía la matriarca dueña de la casa. Fue en la misma casa que el bisabuelo murió y allí también velaron sus restos mortales. Porque en la casa transcurría la vida. Allí llegaban las visitas para tomar el té, los parientes para conmemorar un día festivo, los compadres llegaban del campo con regalos como sacos con manzanas, zapallos, papas y todo lo que producían, como muestra de cariño. En aquella casa creció bajo los cuidados de su madre y abuela, la pequeña Charito quien recibió una educación esmerada desde la más tierna infancia. Su boda fue en la casa y se quedó a vivir con el marido allí mismo para acompañar a su madre solterona y a su abuela viuda, ya que heredaría la casa con sus usos y costumbres.
En una especie de marea que trae y lleva la vida, Charito mantuvo el mismo orden de los muebles y enseres de la casa tal cuál su abuela había organizado. Asimismo, fue en aquella casa, que Charito parió y educó a sus hijas María del Rosario y Rosario de María.
Otras dos Charitos, que ya trajeron en su ADN la devoción por la bisabuela, por la abuela solterona, por su madre y por la casa con cada cosa en el lugar que la bisabuela colocó luego de su boda. Sin percatarse que las paredes las oprimían y que los muebles y otros objetos las esclavizaban.
Las dos niñas crecieron con un gran sentimiento de que eran mejores que otras personas porque vivían en la casa de la abuela madre. Ninguna quiso casarse en la juventud, después, de que cumplieron treinta años ya nadie pensó en casarse con una de ellas, excepto un bueno para nada, que no tenía donde caer muerto y un gitano que un día apareció en la puerta con la intención de vender peroles. Fueron rechazados de buenas a primeras y nunca más, nadie quiso cortejarlas. Ni por interés por la casa, por más saltimbanqui que fuera, nadie quiso casarse con una de ellas.
María Charito la mayor, fue adelgazando como si los muebles o las sábanas blancas con encaje le sacasen la belleza y la gracia, y le dejaban con la nariz más aguileña y los labios más delgados y apretados, bajo los cabellos blancos e hirsutos, recordando a un ave por su mirada astuta. Mientras que Charito de María, redoblaba de tamaño de tiempos en tiempos. Como si estuviera hinchada, cada vez más hinchada.
Los quehaceres de la casa se transformaron en rutinas perversas, que alargaban las mañanas sin piedad.
Por la tarde, María Charito la mayor, leía un libro impreso en papel, con peso y olor a libro. Mientras que su hermana menor Charito de María, recibía instrucciones para ser feliz del ordenador que había recibido de presente de un primo lejano: “expresa lo que sientes, di lo que sientes sin palabras. Usa stickers y GIF… Comparte momentos cotidianos o los recuerdos de tus muertos en el estado. Graba un mensaje de voz para saludar a alguien o contarle algo que te ocurrió y etcétera”.
Por las noches, después de cenar, siempre llegaban las otras Charitos para conversar y entretenerlas. Hasta que el sueño las vencía conversaban con la abuela madre o bisabuela que se llamaba Charito, platicaban con la abuela solterona que se llamaba Charito y con su madre que también se llamaba Charito. Entre muertas y vivas siempre concluían que el destino quiso que todo ocurriera así, lejos del mar, sin viajes, dentro la casa, con el mismo nombre y sin posibilidad de cambiar nada, ni de mover una silla de un lugar a otro…
El miércoles de carnaval, un primo medio lejano, pasó con su auto frente a la casa y decidió visitarlas. Tocó a la puerta y nadie le abrió, llamó la policía y al entrar encontraron las cinco Charitos momificadas, sentadas en la sala pequeña de diario, porque la otra sala, la grande, era sólo para las visitas.