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La Biblioteca de México

Sí, adoro visitar bibliotecas (y cafés). Cuando vivía en París, un amigo me comentó que había una ruta alternativa en el descubrimiento de la ciudad. Podías transitar múltiples salas llenas de libros y cómodos sillones con distintas historias, magnitudes e intenciones. Desde la monumental Biblioteca Nacional de Francia, hasta las pequeñas instalaciones de barrio a unas cuadras de casa.

En México contamos con preciosos espacios que albergan libros y documentos. Hace unas semanas visité la Biblioteca de México, ubicada en La Ciudadela. La construcción, que fuera originalmente una fábrica de tabaco, fue inaugurada en 1946. El primer director fue José Vasconcelos. El recinto fue intervenido por el brillante arquitecto Abraham Zabludovsky y reinaugurado en 1988.

La visita al edificio es una experiencia extraordinaria. El patio central está dedicado a “Octavio Paz”, donde se reproduce una imagen suya y pensamientos. A la derecha se encuentra el Fondo México que alberga títulos que se refieren al país. Son dos pisos con estantes repletos, escaleras en ambos muros que permiten el tránsito por los contornos, mientras que en el patio central esperan mesas para recibir a lectores.

Pero lo más exquisito se encuentra en las Bibliotecas Personales. A partir de la segunda década del nuevo siglo, se instalaron cinco espacios para que recibir las colecciones de notables intelectuales mexicanos: Antonio Castro Leal (1896-1981), 40.000 volúmenes de los cuales más de 8.000 son sobre Francia, además de textos autografiados por José Vasconcelos, Pablo Neruda, y otros; Alí Chumacero (1918-2010), 46.000 volúmenes, facsímiles de códices y folletería; José Luis Martínez (1918-2007), 75.000 materiales entre literatura, historia y arte; Jaime García Terrés (1924-1996), 19.000 volúmenes y correspondencia con personalidades como Benedetti, Borges o Buñuel; Carlos Monsiváis (1938-2010), 24.000 volúmenes, folletos y revistas de distinto tipo.

Cada recinto tiene un diseño original y, aunque todos poseen sus propias mesas de trabajo y sillones, confluyen en una amplia sala común de lectura. En mi recorrido, entro a todos los cuartos, pero me detengo en el de Carlos Monsiváis, con quien coincidí en algunos eventos públicos e incluso lo pude retratar con mi cámara fotográfica.

El funcionario responsable, conocedor del valor de las joyas que custodia, generosamente me cuenta detalles de la colección, la manera cómo reorganizaron los libros que Monsiváis tenía regados en su casa en la colonia Portales. Saca dos textos y me los muestra con cuidado, sosteniéndolos en sus manos como si fueran copas de cristal: un libro dedicado a Monsiváis por Octavio Paz, otro por Rulfo. De hecho, hay varios libros firmados por Paz, lo que me reafirma que, más allá de las discordias y el fuego cruzado entre ambos, se guardaban un aprecio y reverencia mutua.

Visitar la biblioteca me hizo pensar en el rol del libro como archivo transhistórico –lo que bien trabaja Irene Vallejo–, en el objeto autografiado que deviene en objeto de culto al imaginar que estuvo en las manos de un notable escritor que imprimió su sello, en el gozo que es tener un espacio especialmente diseñado para guardar y disfrutar los mundos que emergen de las letras. 

Sí, también recordé lo complejo que es acarrear una biblioteca personal cuando hay que moverse de una casa a otra o peor, de un país a otro, o las dificultades de su cuidado y almacenamiento en departamentos pequeños, o en la inutilidad de algunos documentos cuando pasa el tiempo, temas que reflexioné en otros textos. Pero esa es otra historia. Aquí quedé simplemente maravillado, y me dejé llevar.

Con atinada justeza decía Carlos Fuentes que el escritor mexicano tiene “el privilegio de la voz dentro de sociedades en las que es muy raro tener ese privilegio”. Cierto, ya se ha dicho que la grandeza de un pueblo se mide, entre otros, por el lugar que les da a sus intelectuales. No es casual que la biblioteca más imponente de México se llame José Vasconcelos; en otra entrega les cuento lo magnífico que es visitar ese lugar.

Hugo José Suárez, investigador de la UNAM, es miembro de la Academia Boliviana de la Lengua.

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