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La belleza como condena y destrucción

Harold Kurt

Hace unos días murió “Tadzio”, aquel adolescente que alguna vez fue llamado el niño más hermoso del mundo, una belleza que, paradójicamente, habría de convertirse en su condena. Su verdadero nombre era Björn Andrésen, y con su rostro dio vida en Muerte en Venecia a una de las representaciones más extrañas y puras de la belleza que se hayan visto en el cine.

La película de Luchino Visconti, que adapta el relato de Thomas Mann, va mucho más allá de una simple historia sobre la decadencia o el deseo. En realidad, es una reflexión sobre la imposibilidad de apoderarse de la belleza sin destruirla. En esa Venecia asfixiada por la peste y el anhelo, Gustav von Aschenbach (una semejanza con Mahler) contempla a Tadzio y no ve a un muchacho, sino una idea platónica: la belleza en estado puro, la imagen de lo absoluto. Pero la belleza, cuando es demasiado real, se vuelve insoportable

Baudelaire, tal vez el poeta que con mayor lucidez comprendió esa desgracia, escribe en el poema XXI de Las flores del mal:

¿Vienes del cielo profundo o surges del abismo,

Oh Belleza? Tu mirada, infernal y divina,

Vuelca confusamente el beneficio y el crimen,

Y por eso se te puede comparar con el vino.

Aschenbach no solo se corrompe al contemplar la belleza: se disuelve en ella. El artista que buscaba la pureza acaba devorado por su propio ideal.

En Muerte en Venecia, la historia gira en torno a profundas contradicciones. El artista, el creador, busca alcanzar la trascendencia a través de la forma y la disciplina. Aschenbach, riguroso, ha intentado dominar el arte mediante la razón y el control. Su encuentro con Tadzio lo arroja al abismo de lo sensual, de lo incontrolable: vislumbrar a Apolo lo precipita hacia lo dionisíaco.

El hermoso rostro del joven polaco se convierte en un espejo donde el artista ve reflejada su miseria. El arte, la verdad y la dignidad que buscaba por el camino del espíritu se le revelan ahora, de manera irresistible y mortal, a través de la perfección de lo sensible. La belleza encarnada en Tadzio actúa como un catalizador: un mediador platónico que, en lugar de conducir al alma hacia la luz, precipita al artista en una caída sin retorno.

Pero la tragedia de la ficción se proyectó sobre la vida de Björn Andrésen.La etiqueta de “el chico más hermoso del mundo”, que acuñó Visconti y que en principio fue un elogio, se convirtió en una maldición que lo persiguió durante años. Convertido en un ícono sexualizado a los quince años, la fama y el circo mediático lo dejaron atrapado en una imagen que nunca eligió. El documental El chico más bello del mundo (2021) revela con crudeza la condena real de Björn. Así, Muerte en Venecia puede leerse de dos maneras: por un lado, como la historia del artista que se destruye buscando lo perfecto, y por otro, como la historia de alguien aplastado por el peso de una belleza que nunca pidió poseer.

Mahler y el Adagietto: la respiración del alma

La música de Gustav Mahler, en particular el Adagietto de su Quinta Sinfonía, sostiene cada escena como si fuera el hilo invisible que lo une todo. No hay palabras, solo ese ascenso lento, casi imposible , hacia algo que parece inalcanzable. Mahler compuso ese movimiento como una carta de amor muda para Alma, su esposa, y se convierte en el aliento mismo de Muerte en Venecia: un lamento por la perfección y, al mismo tiempo, una canción sobre lo frágil que es el deseo humano. Según Willem Mengelberg, en su copia personal de la Quinta Sinfonía, el Adagietto fue la forma en que Gustav Mahler expresó su amor a Alma. En lugar de escribirle una carta, le envió la partitura manuscrita sin añadir ninguna palabra. Ella, entendiendo el mensaje, le contestó: “¡Debería usted venir!”. Mengelberg describió el Adagietto como “el amor, un amor que llega a su vida”.

La intención de Mahler era comunicar su amor a través de la música sin necesidad de palabras, convirtiendo el Adagietto en una de las expresiones más personales y conmovedoras de la música.

El Adagietto, reducido a cuerdas y arpa, posee una intimidad y una melancolía inusuales en la obra sinfónica de Mahler. La película también incorpora otros elementos de la obra de Mahler, como su liedIch bin der Welt abhanden gekommen (“He abandonado el mundo”), un poema de Friedrich Rückert al que Mahler dota de musicalidad. La primera estrofa dice:


Ich bin der Welt abhanden gekommen, — He abandonado el mundo,

Mit der ich sonst viele Zeit verdorben, — en el que malgasté tanto tiempo;

Sie hat so lange nichts von mir vernommen, — hace tanto que no se habla de mí,

Sie mag wohl glauben, ich sei gestorben! — bien puede creer que he muerto.

La pieza evoca la idea del retiro, de un estado de paz que solo se alcanza fuera del mundo terrenal. No acompaña la muerte: la anticipa con dulzura, como si la belleza (al fin comprendida) solo pudiera expresarse en el silencio posterior a la vida.

En sus melodías suspendidas, Mahler une Eros (el amor-deseo) con Tánatos (la pulsión de muerte), logrando una alquimia entre tragedia y éxtasis. Esa unión alcanza su punto más alto en la última escena de la película: Aschenbach, consumido por la fiebre y el deseo, contempla a Tadzio avanzar hacia el horizonte marino, donde el sol se disuelve en el agua. Que muerte más hermosa sería encontrar la muerte caminando como Tadzio hacia el encuentro del sol reflejado en el océano.

Venecia, símbolo de lo bello y espejo de la decadencia

Venecia es mucho más que un escenario: es un personaje que respira. La ciudad, cubierta por la peste, se convierte en un espejo de la corrupción interior de Aschenbach. Su belleza estancada, sus canales en descomposición, sus palacios que resplandecen y se pudren, son metáforas de la mente del artista, atrapada entre el ideal y la enfermedad.

La ciudad es el emblema de una belleza que ya no salva, sino que envenena. La peste que se oculta bajo sus aguas es la manifestación de una podredumbre moral y espiritual: el recordatorio de que la búsqueda de la perfección estética en un mundo perecedero es, en sí misma, una forma de agonía.

Por eso Muerte en Venecia no es solo una historia sobre el deseo, sino sobre la tragedia del espíritu que anhela lo eterno en un mundo efímero. En el rostro de Björn Andrésen, ya para siempre suspendido entre la gracia y la condena, la belleza se revela (en sentido nietzscheano) como el rostro hermoso del terror: allí donde la perfección apolínea (Tadzio) se enfrenta a la locura dionisíaca (Aschenbach).

El final es una promesa de eternidad que el tiempo no perdona, y que, en la vida real, convirtió a Andrésen en una víctima sacrificial del arte. Aschenbach muere contemplando la belleza; Björn vivió, en cierto modo, muriendo por ella.

Y así, sobre ese telón que une arte y destino, flota una pregunta que Visconti, Mahler y Mann dejan sin respuesta:

¿Es la belleza absoluta una forma de destrucción?

Tal vez la mejor manera de intentar responderla sea escuchando el Adagietto dirigido por Bruno Walter, que, desde mi punto de vista, es la interpretación más hermosa de esta obra.

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