“Se nos olvida que la cultura permanece, que es nuestra continuación en el tiempo, y que perpetúa la vida de cada cual en su universalizada entidad diversa”.
Toda la especie humana tiene que poner voluntad en ese cambio de actitudes, que han de ser más cooperantes sin duda, empezando por el cuidado de la casa común, y terminando por unas prácticas más solidarias entre nosotros mismos, pues si vital es que la humanidad avance, no menos importante es desarrollar sistemas alimentarios sostenibles que otorguen provisiones saludables y accesibles para todos, protegiendo la biodiversidad y reduciendo el desperdicio de víveres. Desde luego, en este mundo de ahora, hiperconectado como jamás, se requiere un nuevo corazón que ampare y no discrimine, que auxilie y no abandone, máxime en una época en la que prolifera una desigualdad excesiva, asociada con la marginalización de las gentes, la pasividad ciudadana y el desgaste de la familiaridad entre culturas. En ocasiones, se nos olvida que la cultura permanece, que es nuestra continuación en el tiempo, y que perpetúa la vida de cada cual en su universalizada entidad diversa, como razón de vida o ley suprema del verbo.
Convendría, pues, retomar ese innato culto humanitario, de la acción conjunta, para construir un mundo mejor para todos, poniendo las necesidades humanas en un primer plano. Esta debe ser la gran apuesta, una prioridad común, la de colaborar y la de donarse al análogo, que va en camino como nosotros, antes de que nos alcance la expiración. Precisamente, la mirada al sueño eterno que ayuda a vivir bien la vida es el mensaje que alguna vez el Papa de la Iglesia católica, Francisco, ha propuesto a sus fieles, con estas palabras, que no me resisto a reproducirlas: “La muerte es un hecho, una herencia y una memoria que nos recuerda que no somos dueños del tiempo, ni efímeros, ni eternos, y nos salva del riesgo de permanecer presos en el laberinto egoísta del momento presente”. En efecto, está bien que uno se ame a sí mismo, pero ese desinterés que a veces mostramos por el prójimo, es tan inhumano como cruel. De ahí la importancia de asistir, al mismo tiempo que de observar, un uso correcto y eficiente de los recursos que tenemos, y que han de ser patrimonio de toda la humanidad.
Un espíritu solidario fomenta siempre la acción conjunta, puesto que hace del bien común una ofrenda colectiva. El aislamiento del yo en los demás, tampoco tiene recorrido. Debemos trabajar sistemáticamente por universalizarnos en ese esfuerzo cotidiano de cada día, arropando nuestra atención hacia los más desvalidos, haciendo valer nuestra responsabilidad y estimulando, lo antes posible, la mediación activa y eficaz. Se me ocurre pensar en ese mundo rural, en ese buen uso de un enfoque de agricultura integrada, que no solo ayudará a los campesinos a aumentar el rendimiento de sus cultivos y, por lo tanto sus ganancias, sino que también puede mejorar la calidad de sus tierras agrícolas. Lo mismo sucede con ese otro paisaje urbano, en el que se separan por núcleos poblacionales, gentes descartadas, a las que se les silencia hasta la voz. Ojalá fuésemos a su encuentro y reconociéramos su semejanza, mezclándonos con ellos, acompañándoles y acompasando sus plegarias mudas. Esto sí que sería un gran progreso solidario.
La solidaridad, por sí misma, ya implica respeto y consideración hacia toda existencia humana. Cuando se ejerce globalmente se redescubren los valores comunes que nos unen y todo es más armónico. Por tanto, el mundo tiene que mantener su alma forjada en esa generosidad humanitaria del presente. Y aunque, en el tiempo actual, hay un consumo desenfrenado que está agotando gradualmente los recursos del planeta, tenemos que repensar en este sentimiento de injusticias que acrecienta las oposiciones en lugar de hermanarnos y ser piña, para llegar a puntos de encuentro, conciliando modos y maneras de vivir, buscando formas de convivencia mutuamente aceptables. Al parecer, la dignidad de algunos ciudadanos, prosigue en la indiferencia, y esto no es saludable para nadie. Por desgracia, nos quedamos en la palabra, en la indignación o en la pasividad, pero el desarrollo no llega porque el mismo crecimiento económico es excluyente por principio, pues no mira a la persona por lo que es, sino por lo que produce o interesa. Aún no hemos aprendido a hacer un buen uso de lo que soy como ser vivo y puedo llegar a ser humanamente. Quizás sea cuestión de probar otros andares y de tomar otras sendas. La falta de reflexión no es el camino. Busquemos tiempo y hagamos, responsablemente, propósito de renunciar a aceptar la inmoralidad como algo normal, cuando es horrible ejercida sobre todo contra un necesitado.