El descomunal gorila pudo destrozar al personaje interpretado por Fay Wray, pero descartó hacerle daño, asumiendo su protección.
Rafael Narbona
En Elegías de Duino, Rilke escribió: «La belleza no es nada / sino el principio de lo terrible, lo que somos apenas capaces / de soportar, lo que solo admiramos porque serenamente / desdeña destrozarnos. Todo ángel es terrible». Quizás el King Kong de Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack carezca de la belleza de un ángel, pero la ternura que el gigantesco gorila muestra por Fay Wray, una actriz que sí se ajusta al canon tradicional de belleza, diluye su fealdad, corroborando que lo terrible puede ser el umbral de la seducción más profunda y misteriosa.
Kong pudo destrozar a la frágil joven que le ofrendan los nativos de la Isla de la Calavera, pero descartó hacerle daño, asumiendo su protección y cuidándola con ternura. Cuenta la leyenda que King Kong nació de un sueño. Merian C. Cooper aseguraba que el descomunal gorila se le apareció en una pesadilla, trepando por los rascacielos de Nueva York. Esa fantasía onírica enseguida reveló una densidad simbólica que la situó a la altura de los mitos y los arquetipos.
En los años 30, Nueva York representaba el apogeo del progreso tecnológico e industrial, pero la arrogante metrópoli se revelará impotente cuando Kong, una fuerza de la naturaleza, asalta el Empire State Building, su cúspide más inaccesible, casi un delirio vertical que evoca la torre de Babel, levantada para desafiar a Dios. Sin embargo, Kong no es un dios vengativo que castiga a los hombres por violar sus leyes, sino una desdichada criatura que añora el paraíso donde reinaba tranquilamente.
Es cierto que los nativos le ofrecían sacrificios, pero todo indica que su principal apetito no era el anhelo de destrucción, sino el deseo de aplacar su soledad. Kong es un rey, no un ser divino, y el hecho de ser el único de su especie le mantiene atrapado en una mezcla de ira y frustración. Su violencia no es gratuita. Todo el que vive privado de afectos desemboca en la rabia nihilista. Al igual que los humanos, los gorilas son animales sociales y en la Isla de la Calavera solo hay hombres y dinosaurios.
Kong carece de un grupo que le permita desarrollar sus impulsos instintivos: aparearse –a veces, cara a cara, casi humanamente, tal como se ha observado en ocasiones-, ejercer el liderazgo, mediar en los conflictos, cuidar de los huérfanos -como hacen los machos de espada plateada que asumen la responsabilidad de proteger a los individuos más vulnerables de su clan, salvo que sean hijos de un macho dominante al que han desplazado-, aceptar los desafíos de los machos más jóvenes, organizar el desplazamiento a zonas con agua y alimentos.
El amor de Kong por Ann Darrow, una mujer blanca de cabellos rubios y rostro angelical, no es un sentimiento irracional o inexplicable, sino una reacción previsible. Solo vive quien ama, como advirtió Luis Cernuda, que escribió: «Solo vive quien mira […] Solo vive quien besa» («No es el amor quien muere…», Donde habite el olvido, 1934).
Algunos han interpretado ese idilio imposible y antinatural como una expresión velada de racismo. En 1933, Estados Unidos mantenía en sus leyes la segregación racial y muchos blancos contemplaban con espanto la posibilidad de que un afroamericano violara a una mujer blanca. Aunque procede de una isla desconocida del Pacífico, los primeros planos del rostro de Kong evocan los rasgos de uno de esos desdichados africanos reducidos a la esclavitud en las plantaciones del Sur y a los que deshumanizaban sus explotadores.
No obstante, caben otras explicaciones, muy alejadas de las tesis racistas. A fin de cuentas, la fecundidad del arte reside en su capacidad de trascender la intención de sus creadores o de añadir significados nuevos. La crueldad con que Kong es exhibido en un teatro de Nueva York puede interpretarse como una crítica al capitalismo, cuya ambición desmedida mercantiliza sin piedad cualquier forma de vida capaz de producir beneficios, sin reparar en las heridas físicas y psíquicas que causa con su insaciable avidez.
Kong no es perverso. Su violencia es instintiva, no racional ni deliberadamente cruel, como la de Hitler, que tanto disfrutaba con la película, pues veía en ella una metáfora de la lucha de la civilización blanca contra los pueblos inferiores. Kong no es una criatura maléfica, sino un ejemplo de inocencia profanada por la cultura occidental, incapaz de engendrar progreso sin originar simultáneamente sufrimiento y barbarie.
Kong no es un dios vengativo que castiga a los hombres por violar sus leyes, sino una desdichada criatura que añora el paraíso donde reinaba tranquilamente
King Kong no es una obra surgida en el ámbito de la alta cultura, sino un producto elaborado por la cultura popular. Ese origen no le resta un ápice de grandeza. Los mitos griegos no fueron alumbrados por físicos o filósofos, sino por poetas ambulantes, primitivos juglares que urdieron una constelación de historias, donde cobraban forma las grandes preguntas de su tiempo: ¿cuál es el origen del cosmos?, ¿cómo surgió la vida?, ¿podemos explicar el bien y la belleza?, ¿qué es el hombre? Siglos más tarde, seguimos interrogándonos sobre las mismas cuestiones.
Ahora bien, ¿qué preguntas nos plantea King Kong? ¿Por qué nos fascina 90 años después de su estreno? El mito del gorila gigante en la Isla de la Calavera nos habla del cosmos, la vida, el bien, la belleza y el ser humano. Imaginamos el cosmos como una secuencia lógica, pero lo cierto es que lo real y lo onírico conviven en nuestra mente, condicionando nuestra concepción de la vida.
¿Podemos asegurar que realmente la vida no es un sueño? ¿Acaso no se disipa todo al cabo del tiempo, como las imágenes y peripecias que teje nuestro inconsciente? ¿No podría ser la vida una simulación, como apunta Matrix, la famosa trilogía de ciencia ficción, o el sueño de algún demiurgo, como aventura Borges en «Las ruinas circulares»? ¿Es quizás King Kong un sueño? La biología, la física y la evolución nos dicen que es una criatura inviable, pero ¿acaso ya no forma parte de nuestra historia como especie? ¿Qué es más real: la efímera existencia individual o una ficción que sobrevive en la imaginación colectiva?
En cuanto al bien y la belleza, ¿quién obra de una forma más ética? ¿Qué mirada es más obscena? ¿La del público que contempla a King Kong encadenado o la del gorila que observa a la joven actriz, sin infligirle ningún tipo de humillación o maltrato? ¿No hay más belleza en ese insólito enamoramiento que en la curiosidad morbosa de los neoyorkinos, hambrientos de espectáculos degradantes?
El gorila no es una criatura maléfica, sino un ejemplo de inocencia profanada por la cultura occidental
La película de Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack nos muestra que el contraste entre naturaleza y civilización no es tan agudo como nos hizo pensar Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas (1902).
La naturaleza no es el edén perdido, pero tampoco esa impenetrable oscuridad donde el bien y la belleza se contaminan irremediablemente. De hecho, en el reino de Kong la belleza desactiva la pulsión de Tánatos. Ann Darrow desprende una intensa sensualidad, pero la imposibilidad de consumar el deseo no reactiva la violencia de Kong, que se conforma con admirar a su prisionera con un arrobo exento de concupiscencia. La civilización no muestra tanta generosidad con el rey de la Isla de la Calavera. Lo encadena con el pretexto de que es un monstruo, pero lo verdaderamente monstruoso está fuera.
Devastada por la Depresión del 29, Nueva York es una ciudad llena de vagabundos desnutridos y hostigados por la policía. El ficticio director de cine Carl Denham (Robert Armstrong) recorre las filas de los comedores públicos, buscando una cara bonita para rodar una película peligrosa. No se conmueve con el espectáculo de la pobreza y no le quita el sueño exponer a su futura actriz a riesgos descomunales.
La civilización es más despiadada y sombría que la naturaleza, donde la violencia siempre obedece a un objetivo práctico y no a un capricho. De hecho, la película está ambientada en los años 30, cuando el mundo se dirigía a una nueva guerra mundial, donde millones de seres humanos serían exterminados por un fanatismo ciego y gratuito. Kong mata para sobrevivir. Hitler, para materializar una distopía absurda y aberrante. Y lo hace con métodos modernos, industriales.
La civilización es más despiadada y sombría que la naturaleza, donde la violencia siempre obedece a un objetivo práctico y no a un capricho
Una vez más, el progreso aparece acompañado por la sombra de la barbarie, que no es un accidente, sino un aspecto esencial de su búsqueda inagotable de poder. ¿Qué es el hombre, pues? ¿Un ángel o una bestia? En tanto obra de arte, King Kong omite las respuestas explícitas, dejando que el espectador llegue a sus propias conclusiones. Conclusiones, me temo, inevitablemente lúgubres y poco esperanzadoras. King Kong es una síntesis de lo luminoso y lo telúrico, lo utópico y lo posible, lo apolíneo y lo dionisíaco. De ahí que nos inspire más cariño que terror.
A los 81 años, Fay Wray publicó su autobiografía (On the Other Hand: A Life Story, 1988) e incluyó una carta abierta a King Kong, donde destacaba dos momentos inolvidables: «[La primera vez que me viste] me tomaste en tu mano, como si despojaras de sus pétalos a una flor. [Y] en tus últimos momentos justo antes de caer del Empire State Building, me depositaste en una cornisa con mucho cuidado, como si quisieras ponerme a salvo. Sentías los disparos que habías recibido en tu pecho, sabiendo que estabas condenado. ¡Esa escena me pone un nudo en la garganta! […] Has acumulado tanto cariño a lo largo de todos estos años que nadie, absolutamente nadie, quiere matarte. ¡Lo que todo el mundo quiere es salvarte!».
King Kong amó mucho, como la mujer a la que Jesús perdona sus pecados en el Evangelio de Lucas, subrayando que «a quien poco se le perdona, poco ama».
Solo vive quien ama y por eso Kong está vivo. Ya no despierta espanto, sino ternura, pues su enorme fuerza no le salvó del letal hechizo de la belleza, ese fogonazo que primero nos deslumbra y, finalmente, nos hace arder, transformando la carne en una llama abocada a una abrupta extinción.