La movida estos días ha sido declamar encendidas y cinematográficas lecciones de valentía por la renuncia de Katia Uriona, expresidenta del Tribunal Supremo Electoral. La vaina (para mí) es que no he logrado dejarme adoctrinar –del todo, dada su persistencia– por esos pontificadores repasos del ideal de la servidora electoral inmaculada; todos dirigidos a crucificar la decisión de esa exautoridad, sospechosamente contagiados del tono implícito de: “Yo (subrayado), a diferencia de ella, hubiera sido una heroína”.
La dimisión de Uriona no es una quijotada, claro, pero está ubicada en lo que se espera de una persona común con dos dedos de frente. Simplemente no está dispuesta a inmolarse para intentar, con pocas opciones, pasar a la historia de la humanidad (además, en un cargo gris, no en la barricada o en la trinchera). Ha ejercido pues como mejor le canta su inalienable derecho a cuidar su paz y la de los suyos, sin para eso conducirse con vileza o servilmente como los adulones de turno.
Una funcionaria puede haber realizado una labor idónea aun si rehuyó el tormento, que no es el único estándar exigible. Los que aman personajes literarios o históricos de mayor cuño tienen abierta la vía de su gesta privada –y armada– en las montañas o, si no, siquiera poniendo sus propios cueros en remojo.
Uriona cumplió un papel honorable en el famoso 21F. Si nadie se lo agradece ya, pocas ganas le deben restar de hacer más méritos al huevo, sin que quepa reconvenirla por quedarse sin aliento. Por el 21F otros hinchan el pecho, pero no arriesgaron su delicado cutis en esa fecha (salvo por tostarse un cachito al sol, en la cola de votación, o quizás ni eso, si llevaban visera). Según se conoce, ella enfrentó tensiones en el Tribunal ese día, promovió la emisión de los resultados y, quién sabe, recibió más de una ominosa llamada de algún celular de número reservado, pagado por el Estado.
Por otra parte, es dudosa la tesis de que Uriona era indispensable para frenar los caprichos reeleccionistas de los engreídos del Gobierno. Los tesistas olvidan que éste aún tiene al Tribunal Constitucional, aunque su personal fuera remozado en las elecciones judiciales. No entiendo por qué la sentencia del año pasado no podría, sin mucho trámite, ser reforzada por otras que tiren por la borda o prevengan cualquier resolución distinta de la instancia electoral.
Con algo de flema y cálculo, la expresidenta tuvo incluso el chance de fincar su permanencia en la pega en que el Tribunal Constitucional la librase de cargar con el muerto. Si eso es cierto, en verdad sólo se pretendía que la expresidenta se jugase para desportillar más la candidatura reeleccionista, pues detenerla no estaba en sus manos.
Si acaso, hay dos críticas a Uriona menos grandilocuentes y que dan en el blanco. La primera, que pudo elegir una mejor oportunidad, previa, para renunciar. La segunda, que su carta, ya que fue un portazo, debió contener algún lujito explícito, en vez de que se leyera entre líneas y aun así con esfuerzo. Pero ser poco oportuna o irresoluta para redactar misivas no es igual a ser infame.
En el fondo es como si la porción más mecanicista y dura del Gobierno coincidiera con la más cardíaca y fatalista de la oposición. Ambas creen que los trucos legales le bastarán al MAS para extender su reinado perennemente. Una hojeada a un buen libro de historia nacional y a las maniobras similares del pasado debiera serenar a unos e inquietar a los otros.
Y puesto que no he conseguido extirparme esta impresión de las tripas por la reprochada renuncia de Katia Uriona, la escribo. Los volubles aplausos del público no son todavía lo más importante que ni ella ni nadie ha de anhelar. En lo que me toca, he visto apenas un par de veces en mi vida a la expresidenta como para sentir eso que la asepsia tecnocrática o abogadil llama conflicto de intereses. Más bien me induce una cierta debilidad por los reductos minoritarios de opinión, salpimentada con una vana rebeldía, celosa de no mendigar compañías.