Carlos A. Scolari
Rain, Steam, and Speed
El capitalismo industrial del siglo XIX, ese monstruo metálico que inhalaba vapor y vomitaba irrespirables nubes de dióxido carbono, no podía dejar de influir a los artistas que lo sufrieron en primera persona. Pasemos la palabra a Charles Dickens:
“Era una ciudad de máquinas y de altas chimeneas, de donde salían sin descanso interminables serpientes de humareda, que se deslizaban por la atmósfera sin desenroscarse nunca del todo. Tenían un canal obscuro y un arroyo que llevaba un agua enturbiada por un jugo fétido, y existían vastas construcciones, agujereadas por ventanas, que resonaban y retemblaban todo el santo día, mientras el pistón de las máquinas de vapor subía y bajaba monótonamente, como la cabeza de un elefante enfermo de melancolía.” (Tiempos difíciles, 1854)
Si tuviera que elegir a un pintor del capitalismo industrial, creo que me decantaría por J.M.W. Turner. El año pasado dedicaron una sugestiva exposición a sus acuarelas en el Museu Nacional d’Art Catalunya (MNAC), pero los dos óleos más representativos de la Revolución Industrial se quedaron en la National Art Gallery de Londres. Me refiero a The Fighting Temeraire tugged to her last berth to be broken up (1838) y Rain, Steam, and Speed – The Great Western Railway (1844). El primero condensa el fin de una época, la de los barcos que se movían gracias a la fuerza del viento. El pequeño remolcador alimentado a carbón que escupe fuego y arrastra al otrora «combativo Temeraire» para ser desguazado es quizás la mejor imagen de la Revolución Industrial.
Rain, Steam, and Speed – The Great Western Railway nos muestra la llegada de lo nuevo, la máquina infernal que se dirige a Londres para cambiar el mundo. Dice la Wikipedia que Turner «aplicaba los colores rascándolos hasta extraer esquemáticamente del fondo las formas figurativas. Con su particular técnica obtiene una textura inconfundible». Y yo le creo, no como a ese otro que miente a cada rato.
El ciclo iniciado por J.M.W. Turner se cierra con una película y una foto. La película se estrenó en enero de 1896 y nos muestra al mismo tren de Turner llegando a la estación pero contado a través de imágenes en movimiento. «It’s the cinema, stupid!» gritaban en francés los hermanos Lumière. Seguramente han visto este cortometraje infinidad de veces, pero nunca restaurado y en alta resolución (4K / 60 FPS):
Dicen que unos cuantos espectadores huyeron de la sala cuando vieron que el tren se les venía encima. ¿Podríamos considerarlo uno de los primeros casos de «pánico mediático» (media panic)? Seria para discutir… No debemos olvidar que el 22 de octubre del 1895, tres meses antes de la proyección de los hermanos Lumière, el Expreso Paris-Granville había descarrilado en la estación de París-Montparnasse. La Modernidad también podía salirse de sus rieles y causar desagradables daños colaterales. Como diría Umberto Eco, los «espectadores reales» tenían en su enciclopedia mental un recuerdo muy fresco de lo que significa un convoy ferroviario fuera de control. La «cooperación interpretativa» hizo el resto.
Podemos estar meses enteros leyendo libros o mirando fotos, pinturas y largometrajes dedicados a las miserias del capitalismo industrial, pero ahora vamos al tema que nos ocupa: las miserias del capitalismo de plataformas. O capitalismo de datos. O capitalismo de vigilancia. O capitalismo algorítmico (tachar los nombres que ya pasaron de moda).
El arte de las plataformas
Hace un mes estuve de paso en Florencia, donde alcancé a dar una vuelta por la exposición Reaching for the stars en el Palazzo Strozzi. Entre los artistas contemporáneos incluidos en la exposición, además de sospechosos habituales como Maurizio Cattelan, me llamaron la atención dos obras de Josh Kline, un estadounidense interesado en las secuelas sociales y culturales del capitalismo del siglo XXI. En esa ocasión, un par de personas declaradas prescindibles por el sistema aparecían envueltas en plástico y listas para ser descartadas junto a la basura.
Las dos esculturas, tituladas Wrapping Things Up, estaban expuestas en una habitación casi a oscuras y generaban un mal rollo que ni les cuento. Según el paratexto que las acompañaba, Kline imagina «un mundo distópico ambientado en la década de 2030 donde la automatización ha vuelto superfluas muchas profesiones y competencias». Esta obra es de 2016, o sea del año 7 a.Ch. (antes del ChatGPT). Según Kline, «lo que se gana en productividad con las innovaciones tecnológicas se pierde en solidaridad con el prójimo».
La suerte (los planetas, el horóscopo, los viajes) hicieron que la semana pasada estuviera en Nueva York. En el Whitney Museum había una exposición de … adivinaron: Josh Kline. Lo que había visto en Florencia de este artista era solo el aperitivo de una obra brutal que desmonta los imaginarios tecnológicos del siglo XXI. Si los cuadros de Turner olían a humo y hollín, las obras de Kline vomitan datos y apestan a algoritmos.
Sangre, sudor y datos
Según la información del Whitney Museum, Josh Kline: Project for a New American Century es la primera exposición retrospectiva de la obra del artista en un museo de los Estados Unidos.
«Kline a menudo utiliza las tecnologías, las prácticas y las formas con las que trabaja, como la digitalización, la recopilación de datos, la manipulación de imágenes, la impresión 3D, la publicidad comercial y política, así como sustancias que inducen mayor productividad, para devolverlas nuevamente hacia sí mismas. Algunos de sus videos más conocidos utilizan software deep-fake temprano para especular sobre el significado de la verdad en tiempos de propaganda post-verdad. En esencia, la práctica profética de Kline se centra en temas laborales y de clase, explorando cómo los problemas sociales y políticos más urgentes de la actualidad, como el cambio climático, la automatización, las enfermedades y el debilitamiento de la democracia, afectan a las personas que componen la fuerza laboral».
Veamos algunas de las obras expuestas, las cuales abarcan una década de producción artística. Inspirado en la crisis de 2008, en «Blue Collars» Kline entrevista a personas que perdieron el trabajo y construye pequeñas instalaciones, desde cajas de Fedex hasta carritos de supermercado, que incluyen partes de esos trabajadores fragmentados y descartados. Los carritos nos remiten al consumismo pero también a los homeless que deambulan por las calles de Estados Unidos como si fueran extras de The Walking Dead.
En «Personal Responsability» y «Adaptation» Josh Kline nos traslada al universo de películas como Inteligencia Artificial (Spielberg, 2001) o los libros apocalípticos de J.G. Ballard (La sequía, El mundo sumergido). Las voces de los sobrevivientes nos llegan a través de pantallas ubicadas en pequeñas tiendas de campaña similares a las que usan los refugiados. Los cambios climáticos han sido catastróficos y los pocos humanos que quedan relatan escenas que convierten a los huracanes Katrin y Sandy, o los incendios forestales en California, en simples ejercicios de precalentamiento global antes de la partida final.
El conjunto de obras reunidas bajo el título «Civil War» nos ilustra las consecuencias de la desocupación masiva de trabajadores debido a las nuevas formas de inteligencia artificial. Los objetos del deseo de las clases medias estadounidenses se han transformado en sólidos fósiles de hormigón rellenado con dispositivos electrónicos (que, diría Bourdieu, también les servían para «distinguirse» de otros estratos sociales).
Como no podía ser de otra manera, en la exposición del Whitney Museum también estaban mis viejos conocidos de Italia, esos empleados (¿imposibles de reciclar?) envueltos en bolsas y listos para que se los lleve el camión recolector. Junto a los cuerpos prescindibles vuelven a aparecer los carritos de supermercado, también cargados de objetos inservibles de plástico (pero en este caso reciclables).
Como siempre sucede, el arte se adelanta a lo que vendrá. En «Contagious Unemployment», una obra creada cuatro años de la pandemia de COVID19, Josh Kline nos advierte que el desempleo es viral y puede contagiar a cualquiera. Nadie está a salvo del virus capitalista. En esta instalación las clásicas cajas de despido que hemos visto en infinidad de películas, donde los empleados ponen sus enseres personales antes de abandonar la oficina para siempre, se muestran dentro de esferas plásticas con forma de coronavirus.
Cierrro este recorrido parcial por la exposición Project for a New American Century con un guiño a una de las tantas pesadillas anticipadas por la serie Black Mirror:
Malestar en la cibercultura
Como J.M.W. Turner hace dos siglos, los artistas contemporáneos captan vibraciones y frecuencias de onda que la gran mayoría no alcanza a percibir o solo lo hace de manera parcial y desfigurada. Josh Kline no está solo: hay cientos de artistas que, trabajando con pinceles, algoritmos o instalaciones, están pintando los contornos más problemáticos del nuevo mundo que emerge de las oscuras nubes de datos.
Decía Kline en una reciente entrevista: «estamos viviendo en una sociedad donde es imposible para los seres humanos tener una visión general. Se ha creado una sociedad que quizás solo sea comprensible para las máquinas. Es algo nuevo e inquietante». Si bien el malestar en la cibercultura se expresa en aburridos artículos científicos y a menudo adopta la forma de un best-seller de no ficción, las expresiones artísticas, como el remolcador que iba por delante del viejo Temeraire, suelen llevar varias millas náuticas de ventaja al conocimiento científico. A artistas como Josh Kline les corresponde abrir camino entre las nieblas digitales y anticipar/advertir/anunciar los posibles descarrilamientos.