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Javier Melloni: mística del siglo XXI

Rafael Narbona

Jesús de Nazaret comprendió que la única manera de crecer es postergar el yo, descender hasta lo más bajo e insignificante, alinearse con lo ínfimo y marginal.

El cogito cartesiano no pretendía reservar la noción de certeza a la razón empírica, pero la posteridad distorsionó su interpretación de la verdad, creando las condiciones para despojar de credibilidad a cualquier idea que no pudiera contrastarse mediante el método hipotético-deductivo. Desde el famoso “pienso, luego existo”, se impuso una visión de lo real que no dejaba ningún espacio a las intuiciones y deducciones no susceptibles de verificación empírica.

Paradójicamente, Descartes asoció el principio de certeza a un intuición y no a un comprobación objetiva. De hecho, nunca pretendió destruir o debilitar la fe, sino fortalecerla, como se aprecia claramente en las Meditaciones metafísicas, donde utiliza varios argumentos para demostrar la existencia de Dios. El materialismo imperante desde finales del XIX repudia los razonamientos cartesianos sobre la fe, pero no lo hace mediante la confrontación dialéctica, sino descartando a priori el diálogo con el pretexto de que no hay evidencias sobre las que discutir, sino meras especulaciones sin valor probatorio. Sin embargo, la idea de Dios se resiste a morir y adquiere otra dimensión cuando no se canaliza mediante dogmas infantiles.

El jesuita y ensayista Javier Melloni advierte que Dios no existe. Dios es, pero no ocupa un lugar en el espacio y el tiempo. No es un objeto del mundo, sino lo que posibilita la existencia del mundo. Es inmutable como origen y fuente de la vida, pero eso no significa que permanezca inalterable. Al objetivarse mediante figuras como Jesús de Nazaret, accede a la existencia, es decir, desarrolla una historia, se sumerge en el devenir. Como apunta Jürgen Moltmann, Dios no es el mismo después de la experiencia de la cruz. Podría decirse lo mismo del despertar de Siddharta Gautama o las revelaciones de Mahoma. Al entrar en contacto con la historia, ese misterio que llamamos indistintamente Infinito, Dios o Absoluto, se incorpora al movimiento de la vida. A partir de ese momento, ya no solo es lo más lejano y primero, sino también lo más próximo y lo último.

Javier Melloni publicó en 2010 un ensayo titulado El Cristo interior, que aborda la figura de Jesús de Nazaret desde una perspectiva muy alejada de las versiones tradicionales. Solo podemos comprender lo que representa la irrupción de Cristo en la historia mediante un riguroso ejercicio hermenéutico. Su peripecia anticipa nuestro destino último, nos revela para que hemos sido llamados a la existencia, nos muestra la plenitud que nos aguarda. Cristo no es un simple personaje histórico o un líder religioso, sino la realidad, la unificación de lo divino, lo humano y lo cósmico. El ser humano es un animal de “profundidades y de anhelos infinitos”. La respuesta a sus inquietudes no puede ser “una estructura religiosa neurotizante”, sino la comprensión de la realidad como un proceso que parte de una Fuente Originaria (Padre), se manifiesta como amigo del hombre (Hijo) y actúa como un Devenir ininterrumpido que posibilita las sucesivas formas de vida (Espíritu). “En Dios -escribe Melloni- está contenida la realidad toda. No hay realidad fuera de Dios. Dios es el nombre de lo Real en su estado pleno, frontal y final a la vez”. Entre la Fuente y la Plenitud Final, se hallan las criaturas, que progresivamente adquieren conciencia de que “en Dios somos, nos movemos y existimos”.

Jesús de Nazaret comprendió que la única manera de crecer es postergar el yo, descender hasta lo más bajo e insignificante, alinearse con lo ínfimo y marginal. Solo renunciando a la voluntad de poder, podremos lograr la comunión con Dios. En vez de arrebatar, usurpar y dominar, debemos ser mansos y humildes. Hay que disminuir el yo, encogerlo, silenciarlo, para que podamos abrirnos a lo otro y crear un espacio donde surjan otras criaturas y puedan expandirse sin miedo. El Amor de Dios se expresa como renuncia. De ahí que se introduzca en la historia como impotencia. Si Dios no fuera ausencia, sería una evidencia abrumadora que nos impediría ser con libertad. La puerta estrecha a la que alude al Evangelio no debe interpretarse como una invitación a mortificarse, sino como una llamada a la entrega. Desprenderse del ego, no complacer sus fantasías de dominación, es el mayor don que podemos ofrecer a los demás. Es el único modo de contribuir a que otras vidas despunten, crezcan y alcancen la madurez.

La oración nos ayuda a distanciarnos del ego y a aproximarnos al fondo desde el que emanan las cosas. Es un ejercicio de introspección que nos revela la Presencia de aquel que convencionalmente situamos en el cielo. Ese cielo no es el firmamento que contemplamos al alzar los ojos, sino la altura que nos rescata de la pura inmediatez para mostrarnos la plenitud del Ser. La unión mística con Dios, aclara Melloni, no se opone al “ser-para-los-demás”, sino que acentúa el vínculo con nuestros semejantes, pues evidencia que todos formamos parte de la misma totalidad y, por consiguiente, somos responsables del equilibrio y bienestar del conjunto. El cuidado de los otros se realiza mediante la escucha. “Jesús se acercaba a las personas -escribe Melloni- y no temía ser salpicado por sus angustias o sus incoherencias, ni temía ser contagiado por sus enfermedades ni se escandalizaba por sus comportamientos. Tan solo se acercaba y escuchaba. Escuchaba sin cansarse ni juzgar, solo tratando de entenderlas. Cuanto más escuchaba más entendía y cuanto más entendía más se podía acercar de un modo sanador y revelador para ellas”.

Jesús se opuso al poder imperial y religioso porque el poder no escucha. Solo impone. El poder basa su fuerza en el tener. Por el contrario, Dios funda su autoridad en el acto de dar, de despojarse. La pobreza es el signo de Reino anunciado por Jesús. En ese espacio, no hay lugar para el abuso, la desigualdad, la avidez o la competitividad. Mística y política se encuentran en la Buena Noticia de un mañana sin humillaciones, ofensas ni discriminaciones. No se trata de una profecía exclusivamente cristiana, sino de una utopía interreligiosa: la utopía de la paz, del Gran Shalom, donde todo recuperará su inocencia primigenia. Un estado de comunión con la humanidad y la Naturaleza que pondrán fin a la escisión y fragmentación entre el individuo y la totalidad. La ambición de poder será sustituida por la fraternidad; el afán de tener por la urgencia de dar; el deseo de apropiación y dominación por la solidaridad.

Dios es apertura infinita. Se revela a cada instante, pero solo lo perciben los pobres, los niños y los que abrigan un corazón sencillo. “Todo es revelación”, nos recuerda María Zambrano. Los inocentes, los que no han sucumbido a la voluntad de poder, siempre están abiertos a la escucha. Su mirada no está lastrada por los prejuicios o el orgullo. No ofrecen resistencia a lo otro y no escatiman el asombro. Esa disposición les permite comprender que no somos fruto del azar y la necesidad, sino de una “Fuente indecible de amor, permanente y continua, que Jesús experimentó manando de una profundidad que llamó Abba”. Ser pobre de espíritu no significa ser sumiso, sino estar dispuesto a renunciar a la existencia individual, acotada por límites, para conocer la libertad sin límites que solo se obtiene viviendo en Dios. El fin de nuestra individualidad no implica el término de la vida, sino el comienzo de una vida plena.

Cristo destruye la imagen mítica de Dios como Poder. Para encontrar al Abba que invoca Jesús “hay que buscar por abajo, hay que decrecer, abajarse a lo ínfimo. Entonces lo hallamos a nuestros pies. Quisiéramos postrarnos ante él, pero ha sido él quien se ha postrado ante nosotros. Esto es lo que fascinó a Carlos de Foucauld: ‘Jesús ocupó el último lugar y nadie podrá arrebatárselo’. Este abajamiento ha atraído a todos los seres inocentes de este mundo como el único lugar posible donde pueden restaurarse las relaciones entre los humanos”. La omnipotencia divina consiste en destruir los límites, no en someter y castigar. Destruir los límites significa acabar con la hegemonía del Yo para que el Tú pueda manifestarse con absoluta libertad. Jesús se vació de su individualidad para enseñarnos que todos somos uno. Solo la humildad puede rehumanizar un mundo deshumanizado por la voluntad de poder.

La sed de Dios siempre es “sed de Otredad”. Casi todos los actos de violencia del ser humano responden al deseo de erradicar la alteridad. Por el contrario, Dios se echa a un lado para impulsar el despliegue de lo otro. El mal nace de la exacerbación de un yo que pretende aniquilar cualquier forma de resistencia. En cambio, el amor de Dios “lo excusa todo, lo aguanta todo, lo soporta todo, lo espera todo” (1Cor 13,7). Dios responde a los agravios del mundo con el perdón. “Y el perdón de Dios al mundo -puntualiza Melloni- es la resurrección de Jesús. Per-donando, Dios nos asume en Jesús. Jesús es el perdón del Padre, es Dios mismo dándose en él una y otra vez para que podamos retornar a través de él”.

Jesús murió excusando a sus verdugos, sin rencor, abandonándose del todo. Según Melloni, esa actitud es la única que puede librarnos del miedo a la muerte. En la cruz confluyen dos vaciamientos: “lo divino en lo humano y lo humano en la divino. Tal confluencia abre las puertas a la vida […] Las tradiciones religiosas acompañan al ser humano en la oscuridad de la pérdida y conducen a la apertura infinita que se abre tras ella”. Melloni afirma que Cristo está dentro de nosotros, esperando resucitar, como la semilla que fructifica como árbol. “Continuidad en la casi absoluta discontinuidad”. Sin la interrupción del existir individual, no se crearía el vacío necesario para que surgiera de nuevo la vida. El vacío no es mero no-ser, sino un vientre fértil. Todo renace en una dimensión más diáfana. El sepulcro de Cristo es “cuna de vida nueva, de humanidad inaugurada por una Presencia naciente. Todo está grávido de resurrección”. Nuestro lenguaje apenas puede expresar este misterio.

Cualquier expresión que designe a Dios siempre es insuficiente e imperfecta. Invocar a Dios como Padre o Madre “es solo uno de los modos posibles para evocar el Fondo último de la realidad”. Son dos imágenes antropomórficas inspiradas por nuestra experiencia como seres biológicos, pero hay otros modos de referirse a la Ultimidad que lo crea todo. ¿Cuál es la aportación específica del cristianismo a la comprensión del origen y la finalidad de la vida? “Aquello que desvela el acontecimiento pascual: que la vida vivida como donación atraviesa la muerte inaugurando una nueva forma de existencia”. El devenir histórico “es la continua encarnación, gestación y maduración de lo divino en la materia. Jesús de Nazaret es el Rostro concreto de este darse de Dios al mundo, en espera de que el mundo se reconozca en Dios”. ¿Qué no espera después de la muerte? “Ver a Dios tal cual es”, descubrir que ver a Dios es vernos a nosotros mismos y comprender que Dios se ve a sí mismo cuando nos mira, “sin separación ni dualidad”. Dicho de otro modo: contemplar “la totalidad de lo Real de la que formamos parte en un éxtasis de mismidad”.

Melloni aclara que “a Cristo no vamos, sino que venimos. Venimos a él porque regresamos a casa. Es nuestro lugar primordial, nuestro hogar original donde somos plenamente nosotros mismos, imagen hecha semejanza de Dios”. Cada individuo es “una célula del Cristo total llamada a alcanzar la plenitud”. Hay que vivir como él vivió, dejar que se encarne en nosotros. De ese modo, se gestará el Cristo interior y podremos decir que “vamos hacia El-que-viene”.

La insistencia de Melloni en la renuncia al yo para adentrarse en Dios quizás habría desilusionado a Miguel de Unamuno, que fantaseaba con una inmortalidad que preservara hasta los más pequeños aspectos de su identidad individual, pero lo cierto es que la idea del Cristo interior no conlleva la extinción de lo que somos, sino su expansión. Participar de la vida de Dios no significa disolverse, sino conectarse con el todo, superar definitivamente la escisión que nos confina en los límites de la conciencia. Al morir, no perderemos nada. Al revés, nos fundiremos con esa totalidad donde ya no hay distinciones temporales ni trágicas separaciones. Viviremos en permanente comunión con la Vida, sumidos en la perspectiva de la eternidad. Nuestra mirada ya no será el punto de vista sesgado del instante, sino un encuentro ininterrumpido con la infinita diversidad del ser.

El Cristo interior de Javier Melloni nos proporciona una comprensión de la realidad más profunda que cualquier teoría científica. No pretende desvelar el misterio de la vida, sino mostrar que la vida es necesariamente un misterio. La luz solo adquiere su máximo esplendor cuando está bañada por la oscuridad. La razón nunca podrá entender esa paradoja. “El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona”, escribió Hölderlin en Hiperion. Nuestra época ha olvidado esa enseñanza y por eso chapotea entre el desencanto, el escepticismo y la desesperanza.

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