En una comunidad libre, Jaime Paz tiene derecho a no ir a La Haya, sin ser proscrito. Y hay que reconocer su independencia y coraje al decirlo (y su gambeta de político con kilometraje, alerta a los cambios de opinión de su grey).
No obstante, la pelan quienes instigan a otros a hacer lo mismo, aunque sus diferencias con el MAS sean de fondo. Es reincidir en los errores de nuestra historia. Su fruto han sido la división y el rencor, con la esterilidad como legado. Evo es el primero en sembrar esas actitudes, pero eso no libera a los demás de un deber mayor.
Nunca habrá, además, una circunstancia ideal para intentar resolver los problemas que preocupan al país por generaciones, en lo que tienen de racional y de irracional (que, ya deberíamos saber, también importa).
Por ejemplo, las negociaciones de Charaña, dirigidas por una dictadura, fueron sin embargo el punto más cercano de Bolivia al Pacífico en el siglo XX. Ahí Banzer también jugó sus naipes, como el MAS ahora. Esos naipes que famosa o apócrifamente hicieron decir al expresidente Walter Guevara que “Banzer se quedaría 20 años”, si era exitoso.
Charaña tuvo interés nacional genuino, pese a esos cálculos cortos. Pero nos enteramos tarde: Banzer no se quedó 20 años -tampoco podía- y nada logramos con Chile. Igual pasó con los tratados celebrados por el presidente Baptista en 1895, rechazados por la oposición liberal. La misma que estuvo presta a firmar un tratado más oneroso en 1904. Y qué decir del MNR o de Franz Tamayo, torpedeando las notas intercambiadas en 1950 con Chile, por obra del embajador Alberto Ostria, que sirven de base en La Haya.
Esa parte de la oposición a la que Jaime Paz expresa legítimamente hace hincapié en la indignidad de acomodarse con el poder, pero pasa por alto una docilidad más sutil. La de quienes solo buscan afirmar su imagen de fieros opositores, sin arriesgar. La de quienes le hablan a su audiencia en el lenguaje que quiere oír, para certificar su imagen y cosechar aplauso. Es fácil coincidir siempre con las propias huestes.
Sucede igual en el oficialismo, en esa docilidad que, para sumar puntos con el jefe, impide siquiera susurrar que el Presidente Morales se equivoca. Por ejemplo cuando reclama unidad, pero no asume lo que demanda, privilegiando su perenne campaña o sus ganas irrefrenables de desahogarse a diario.
Actuar para recibir aplausos es tan peligroso como amoldarse por temor o interés. En el fondo, es ceder al confort de lo que Nietzsche llamaba, con sus dotes de psicólogo, “el calor del establo”. Allí donde no se cuestiona a la manada; al contrario, se cumplen las formas obedientes que espera de uno.
Jaime Paz tiene el mérito de arriesgar y tornarse en líder de un sector. En cambio, los que sólo afirman su imagen para hacerse los gallos y mostrar temple, no asumen riesgo, una vez que se han asignado a uno de los bloques de nuestro espectro político. A partir de esa decisión inicial, es como si todo estuviera resuelto; no hace falta dudar más. Basta seguir y atizar la opinión más o menos numerosa del equipo al que uno se ha adscrito, opositor o gobiernista. Más respeto me infunden quienes piensan que La Haya no servirá o que el mar no es tema, y expresan su posición en escasa compañía, sin cámaras.
La izquierda y el liberalismo señalan con sorna la sumisión en el mundo tradicional o la de los fieles en las Iglesias, pero observan poco esa obsecuencia secular con la opinión prevaleciente, con el qué dirán; en este caso con el Manual de Carreño de buenas maneras de la oposición o del oficialismo.
Suena menos heroico, pero prefiero a quienes asumen que los bienes y buenos valores a menudo no coinciden todos al mismo tiempo, y miran el destino incompleto que este mundo ofrece; en este caso, para ver cómo sacarle partido a esa realidad imperfecta en La Haya. Esos que se animan a no repetir las faltas de generaciones previas. Los que no se recuestan orondamente en la paja del establo, a gozar del calorcito, sumisos y felices de que los suyos los quieran así.