Aunque así parezca, no pretendo hablar ahora sobre la demanda marítima recientemente perdida por nuestro país, pero sí incidir sobre una de sus enseñanzas más importantes, quizás menos mediática, pero central para repensar nuestro sistema jurídico y la forma en la que nuestra sociedad y nuestra academia sienten y entienden el derecho y la justicia, exhortándonos a analizar críticamente ciertas modas que, de la mano de propuestas y planteamientos ideológico-políticos de corte progresista, ingresaron a nuestro sistema hace poco más de una década, estableciéndose primero en la práctica procesal desplegada principalmente en algunas de nuestros más altos tribunales, para luego abrirse paso –y este es el riesgo central–, en nuestras aulas. Hablo de lo que se ha venido a denominar como “neoconstitucionalismo” en sus diferentes vertientes, especialmente la latinoamericana.
Y digo modas porque en el fondo se trata de un planteamiento teórico jurídico si bien respetable, carente de una “definición clara, de rigor analítico y de empeño fundamentador” (García Amado, 2008), y que es precisamente lo que hace de él un dispositivo atractivo para promover cambios acelerados, un “Derecho dúctil” (Zagrebelsky) fácilmente instrumentalizable con fines diversos, no necesariamente jurídicos. Carbonell resume sus ejes centrales en: a) Constituciones escritas, especialmente las surgidas luego de la segunda guerra mundial, generalmente con un catálogo más amplio de derechos; b) Un papel más activo de los jueces en la vida social y política a partir de sus fallos, cuyos efectos se expanden a todos los aspectos de la vida social mediante la vinculatoriedad de su jurisprudencia; y c) Nuevos desarrollos teóricos, de entre los cuales, para efectos de esta columna, me concentraré solo en uno, el de la inclusión del método ponderativo como un sustituto de la tradicional subsunción en la decisión judicial, mecanismo que permite al juez, generalmente constitucional, extraer directamente de los principios constitucionales, un cierto tipo de normas de aplicación inmediata y preferente sobre el resto de las que conforman el ordenamiento jurídico.
Se configura así un aparato de innegable poder pero también de una fragilidad manifiesta, compuesto por una Constitución principista que es interpretada por unos jueces con facultad de emitir fallos vinculantes a partir de ejercicios de ponderación que les permiten, en determinados casos, superponerse al legislador ordinario mediante actos de legislación negativa, hasta aquí todo parece estar dirigido a materializar el Estado de derecho, sometiendo el poder político a la Constitución y las leyes, excepto por un detalle, la inexistencia de un Juez Hércules, infalible e invulnerable, que lleve adelante semejante empresa, quedando al final todo en manos de unos jueces humanos que no son por supuesto infalibles y que están muy lejos de ser siquiera independientes ante presiones externas de todo tipo. En conclusión, bajo esa mirada, quien domine a los jueces (vía nombramiento, prebenda o amenaza), se hará de un aparato de poder indispensable para la reproducción del poder.
En este contexto, y lo lanzo solo como una hipótesis, el error en la demanda presentada en La Haya fue de enfoque, actuando bajo la idea de que la corte razonaría en el orden arriba descrito, es decir, como un tribunal progresista o neoconstitucionalista, pretendiendo que, primero, valore ciertos actos unilaterales efectuados por Chile y colija a partir de ello, subjetivamente, la existencia de una obligación concreta para negociar una salida “soberana” al mar para nuestro país, tesis contraria a la idea de la objetividad que por regla general caracteriza a la actividad probatoria en juicio, “ponderando” además cuestiones extra jurídicas, valores y principios a fin de alejarse del procesalismo y el razonamiento judicial aún prevaleciente en el contexto internacional, para lograr de esta forma lo que todos creemos sería un fallo en justicia. Colijo aquello de las múltiples declaraciones justificatorias que tildaron la sentencia de conservadora o formalista, típicas críticas a la actividad judicial que nacen precisamente desde esta vertiente, confirmada además por las declaraciones del exvocero de la causa marítima y ahora candidato, que sostuvo antes y después de la lectura de la sentencia que la demanda se sustentó en un planteamiento “de avanzada”, léase, como una propuesta de ruptura con una cierta tesis ya bastante arraigada dentro del tribunal.
Pero la corte optó por el método clásico de la subsunción, que en términos sencillos no implica mucho más que verificar si objetivamente unos determinados elementos de hecho (premisa fáctica, brillantemente expuesta como un conjunto de hechos históricos) se acomodan razonablemente a un determinado instituto jurídico (actos de promesa unilateral con la fuerza suficiente para generar obligaciones concretas). En este marco, la demanda desnudó sus debilidades, ya que si bien la corte quedó convencida de los contundentes argumentos históricos narrados –de ahí exhortación al diálogo sobre un tema asumido como pendiente–, no encontró argumentos suficientes para que dichos elementos fácticos sean ajustados la figura normativa planteada (actos de promesa unilateral), concluyendo en la inexistencia de obligación alguna imputable al demandado. Razonamiento judicial que no admite mayor debate, salvo las críticas desde la vertiente progresista mencionada, como se tiene dicho. Era esperar mucho de unos argumentos jurídicos débiles, más allá de nuestra excelente defensa en lo histórico.
Esto nos recuerda que el mundo no gira alrededor nuestro y la forma del Derecho que nos fue vendida como la versión más acabada de la ciencia jurídica puede no serlo en otros países de larga tradición académica, de hecho, puede no serlo en la mayor parte del planeta, razón por la que estamos obligados a analizar críticamente el discurso jurídico neoconstitucionalista que durante estos últimos años monopolizó los debates en los altos tribunales y en las aulas de postgrado. Es urgente hacerlo por el bien de nuestra disciplina.