Me presto el título de Fiodor Dostoyevski para describir una inédita situación que se vive en Bolivia, donde todos los papeles parecen trucados y se confunden los roles de victimarios y víctimas. “Humillados y ofendidos”, así parecería que desea ver el Movimiento Al Socialismo (MAS) a los militares y a los policías bolivianos, seguramente con el plan de Evo Morales para reemplazarlos por “milicias armadas”.
Esa es la estrategia aprendida por Daniel Ortega y por Hugo Chávez/Nicolás Maduro para impedir el ejercicio pleno de las libertades democráticas y controlar violentamente las protestas sociales. El uso de mercenarios también fue aprovechado por grandes potencias en diferentes guerras, como en Irak y Siria.
Los milicianos armados no responden a ninguna legalidad, se esconden en el anonimato, en la masa. No tienen que rendir cuentas a tribunales, parlamentos, comisiones internacionales. ¿O, acaso alguien pregunta por esos hombres y mujeres armados que aparecen en fotografías y redes sociales en los bloqueos del MAS?
Probablemente no es una convicción del presidente Luis Arce ni de David Choquehuanca, pero sí de los dirigentes de diferentes organizaciones que protagonizaron los violentos hechos en octubre y noviembre de 2019 y repitieron su vandalismo en agosto de 2020 para evitar que llegue el oxígeno a los recién nacidos y a los afectados por la emergencia sanitaria.
¿Acaso son hechos tan lejanos para olvidar cómo, en 2015, el expresidente Morales obligó a su guardaespaldas a atarle los cordones de los zapatos, de rodillas? No existe registro de otro presidente o presidenta humillando de esa forma a un policía boliviano. Un botón de una actitud perversa que se reflejó en varios otros momentos.
El mandatario indígena despreció a los uniformados nacionales para entregar la seguridad del Estado a agentes extranjeros, uniformados o de servicios de inteligencia, que reemplazaron a militares y policías en sus tareas constitucionales.
Durante 14 años de mandato, la Policía Boliviana fue usada únicamente para fines políticos y represivos, sin mejorar su presupuesto ni sus condiciones de trabajo. El Gobierno se limitaba a entregar vehículos comprados a un socio amigo, sin cuidar a la institución compuesta en su mayoría por personas de origen aimara y quechua.
¿Cómo no iban a rebelarse? Compartí el indecente rancho que reciben los agentes de Tránsito, vi las condiciones miserables de los guardias en las cárceles, comprobé la permanente discriminación. Operadores del MAS pintan con cruces las viviendas de humildes policías para asustarlos, queman sus oficinas, destrozan sus vehículos.
A los militares los obligaron a corear una consigna ajena a Bolivia, el “patria o muerte” foráneo. Juan Ramón Quintana se encargó de borrar promociones, de saltar estatutos, de humillar a los mejores alumnos. Los incidentes son múltiples.
Un ejemplo por demás cruel fue someter al general del Ejército boliviano Gary Prado a un larguísimo proceso. No era solamente la acusación jamás probada, sino el maltrato en los tribunales, sin considerar su edad, su invalidez. Ni San Román se atrevió a tanto con el héroe del Chaco Bernardino Bilbao Rioja. ¿Venganza?
Los excesos en Senkata y Sacaba se deben investigar imparcialmente, de lado a lado, así como se debe retroceder al delito mayor de la candidatura inconstitucional. ¿Quién o quiénes arrojaron la primera piedra? ¿Por qué tuvo que pasar lo que pasó?.