No habían terminado de cagarme las gallinas cuando la muy buena y comprensiva de Gladis me despertó arrojándome agua de sapos de un viejo balde recubierto de óxido abandonado en el canchón. Se le había hecho una sana costumbre en los últimos tiempos.
Una deslumbrante mañana llena de optimismo veraniego despuntaba en el paraíso chaqueño llamado Villamontes. El sol candente anunciaba que ardería absolutamente todo en la faz de la tierra, primero a fuego lento pero luego a llama alta, principalmente al mediodía, justo cuando me tocara freír los sábalos en la parrilla de la acera para nuestro restauran[1]te de clientela tan diversa: matacos, chiriguanos, weenhayeks, chapacos y tobas extraviados. Si despachábamos un buen olor, nos llegaba algún arrogante descendiente de los fundadores del pueblo. Si catequizaban por ahí a la hora indicada, los simpatiquísimos suecos de la Pentecostal, atontados como moscas verdes por el calor sofocante.
Las mariposas amarillas revoloteaban alrededor de la humedad. Las mariposas blancas llegarían con su habitual retraso.
—Han matado a tu cuñado, cholero, y dicen que tú eres el sospecho[1]so principal. Vas a tener que ponerte a investigar si todavía te queda seso.
No atendí sus palabras porque nunca lo hacía mientras me duraba la resaca, pero pronto me senté en el piso firme de la corteza terrestre y sacudí la cabeza como los perros. A tiempo de levantarme alcé el machete y con cierto alivio me persigné y le estampé un beso en el estupendo mango de quebracho. Antes de caminar a la vivienda me miré los brazos: cicatrices viejas, nada más. De peleas viejas. Ni una nueva. Tampoco observé sangre en la hoja acerada y menos materia alguna en la punta ligeramente mellada.
Estábamos a salvo de toda sospecha.
Me despedí de los canarios del Chaco con reverencia sincera.
Ingresé a la oscura vivienda y curiosamente no escuché el llanto de Tiago. Tampoco me di de bruces con la cabeza curiosa de Soraya, su difícil madre. Transité el pasillo desde la puerta posterior cruzando algunas mesas y sillas, me detuve firme ante la gruesa manguera colgante del tanque de un viejísimo inodoro de pie empotrado en la pared de piedra y jalé la cadena. Vacié una botella y media de cerveza amarga directo a mi barriga. Sacudí nuevamente la cabeza por apenas un momento y crucé bajo el rollo grueso de la puerta metálica y cerca de la parrilla todavía arrinconada, a observar la realidad refulgente y electrificada de la acera y la calzada.
El mundo comenzaba a hervir anunciando el fin de los tiempos.
Manchas gruesas de grasa de sábalo y algún ocasional dorado. Sarna nutrida de cemento debido a las patas de la parrilla. Colillas aplastadas de cigarro. Saldos secos de yuca. Regueros secos de gaseosas y de cerveza.
Un brote de hierba tozuda entre las baldosas por ahí. Una columna de hormigas débiles. Un macizo par de lustrados botines negros y cabezones de la punta. Unos pantalones con caída y planchados con raya. Un ancho cinturón negro circunvalando un mundo casi redondo con una hebilla plateada conteniendo apenas un brioso potro de crines doradas. Una camisa del mismo color cola de cebolla del pantalón oscurecida desde las axilas a las costillas flotantes. Un simpático rostro mestizo, redondo como un sol moreno, de bigote sucio de comida, y un par de ojos negrísimos y grandes muy propio de los cuchis del monte mismo. Una gorra de capitán de la policía boliviana coronando la testa sumamente burbujeante entre los cabellos parados.
Una sonrisa de paz y amor. Le faltaba un faso de marihuana. Saturado por tanta belleza no tuve ánimo para mirar el color del cielo ni los rayos del sol.
—Carlitos Aguilar –lo saludé contento.
Gladis había comenzado a barrer la acera desde el meticuloso límite con los vecinos viejos, guiándose por el cambio alarmante de colores de las fachadas, muy cuidadosa de no asentar ni un pelo de su fatigada escoba en la baldosa ajena.
—Estamos en líos, Blanquito. Han degollado a uno de los Leches.
—Van dos –dije.
—Ya se lo he dicho en el canchón y no ha querido escucharme
–opinó Gladis.
—Pero éste estaba farreando contigo anoche en el putero, dicen.
—En otra mesa.
—¡Una vergüenza! ¡Y a tu edad! ¡Si ni siquiera te alcanza tu hombría para el gasto de la casa! –denunció Gladis.
El capitán contuvo la risa, pero no el temblor de su barriga.
—El gran fiscal Delfín Moreno quiere comparar tu ridícula condición humana con el maravilloso reino vegetal en el lugar de los hechos.
Suspiré profundamente. Gladis había logrado diferenciar nítidamente nuestra parte de la acera de la parte de los vecinos. Claro que los vecinos ni siquiera tenían un metro porque estaban en pleno ochave de la esquina, y su puerta principal, e inclusive sus dos ventanas con reja, daban a la calle con nombre de un héroe importante de la guerra del 32: Capitán Víctor Ustariz. En esos pocos centímetros se quedó la tierra arrastrada por el viento de la tarde anterior. La de nuestra acera iba a depositarla en una bolsa de tocuyo, como cada día. No le importaba que se lo criticáramos en familia. Apenas se alzaba de hombros y fruncía la nariz.
—Guardas mi machete –ordené–. Cargas el tanque y le cuelgas la barra de hielo como te he enseñado. Ya vuelvo.
Comencé a caminar junto a la autoridad policial.
—Machito. Gordo hediondo.
Una bandada de loros chocleros y charlatanes se anunció bullicioso y amenazante en el horizonte de matorrales espinosos y trenzados, y algunos pocos tucanes optaron por las de Villadiego. De inmediato se posaron en el follaje tupido y vibrante de los gigantes churquis que nos proveían sombra y siguieron su conversa apasionada sobre el parlamento condicionándonos a alzar toda la voz posible para escucharnos.
Dorado por un sol bíblico de los primeros tiempos y aprisionado, se diría amorosamente, por la vigorosa enredadera crecida en horas gracias al poderosísimo rocío (de fino tallo verde lechuga y flores violetas con boca grande y hambrienta de nítido paladar rojo), el cadáver cuasi descabezado de Omar Ferrarino parecía retornando del urinario a la mesa de la víspera, un poco tambaleante por el mucho trago.
Hacía menos de cinco horas que parloteaba casi a mi lado.
Si bien tenía el cuerpo trenzado por la planta, y la planta se aferraba al tronco de un árbol añoso y recubierto de musgo, la pierna adelantada nos mostraba su intento de salir corriendo de aquella mortal situación.
También las manos desesperadas con los diez dedos abiertos y tensos.
Pero la cabeza ladeada sobre el hombro derecho, debido al profundo tajo de machete en la base del cuello, sugería resignación y cansancio.
Sueño profundo. La falta de zapato y calcetín en el pie izquierdo develaba resistencia tenaz y larga a los aprestos asesinos.
Bueno, se podía practicar otras lecturas del cuadro.
Los ojos menudos y del color de las hormigas del fiscal barrieron con meticulosidad toda el área y se distrajeron con las mariposas amarillas que aleteaban excitadas en el orificio sanguinolento del cuello de Ferrarino.
—Las mariposas blancas se arremolinan ante una gota de agua –dijo–. Las amarillas van por la sangre. Usted es colla. ¿Sabía eso? Puede leerlo en cualquier tratado sobre la guerra del Chaco. La sed era desesperante. Todos peleaban por el agua. Pero la orina también servía. Y la sangre. Me refiero a hombres y animales.
Me asombré moviendo la cabeza un milímetro.
El fiscal se sonrió un tanto arrogante. Caminó dos pasos lentos hacia el cadáver y se puso de cuclillas. Pareció estudiar el pie desnudo.
Recorrió el largo de la pierna y del cuerpo. Se detuvo en las manos con el propósito y esperanza de hallar algo. Cualquier insignificancia.
Sacudió la cabeza y se puso de pie con cierta dificultad. Atisbó el tajo del cuello, espantando a las sedientas mariposas, como quien se asoma a un precipicio profundo.
—Propio de un toba enojado –dijo–. O de un mataco borracho.
Claro que cualquiera lo haría a cambio de algo de oro. Dígame: ¿usted no estuvo compartiendo con él anoche?
—En otra mesa.
El capitán Carlos Aguilar dio un pequeño giro de perro en el lugar un tanto incómodo, y su cuerpo me pareció un planeta en rotación.
También mordió un yuyo.
El fiscal husmeó en el piso de tierra roja de alrededor. Caminó con la espalda doblada y flexionando las rodillas. Parecía un baile de lequeleques del altiplano. Se irguió un poco, después, cuando las espinas desmesuradas de una caraguata le salieron sorpresivamente al encuentro.
Chorreaba de sudor a mares.
—La gente me dice que Ferrarino no lo quería en su familia –dijo.
Más de un diente pareció pelarse de labios con su sonrisa a medias–.
Supongo que no estaba ninguna señorita en cuestión.
—Supone bien. Estábamos en el prostíbulo. Borrachos y putas.
—Pero también supongo que primero se miraron como media botella de ron con el occiso y luego ya riñeron. ¿Se amenazaron de muerte?
Me miró fijamente. Parado a lado de Ferrarino parecía un pescador exitoso mostrando su dorado. La tapa lustrosa de Caza y Pesca.
—Nos amenazamos –reconocí.
—Pero ni siquiera llegaron a las manos –dijo él y me pareció que daba por terminado ese primer capítulo. Giró el cuerpo y observó el cadáver con curiosidad de biólogo–. Es sorprendente: ha comenzado a crecerle un alga y musgo en el cuello. El reino vegetal es superior al reino animal. Continuará aquí cuando nosotros ya no estemos más.
El capitán Aguilar pareció desconcertarse. Escupió apurado el yuyo y se limpió la boca con el dorso de la mano. Su camisa íntegramente, y parte del pantalón, habían mudado de color: del reglamentario verde propio de la cola de cebolla al verde petróleo. Sucio. Seguramente tenía los calzones y los calcetines listos para exprimirse a dos manos. Dos gruesos hilos turbios de traspiración espesa bajaban veloces desde sus patillas hasta el primer anillo de su abdomen.
—¿Después qué pasó? –preguntó el fiscal Delfín Moreno–. No me diga que hizo pieza con alguna… ¿Dónde la continuó?
Me perturbé. El fiscal me observó sonriéndose paciente y yo intenté percibir si estaba anoticiado de mi último y fallido tramo de la larga noche. Una vergüenza. Consideré si valía la pena intentar engañarlo o decirle, más bien, la verdad. Y opté por decírsela, pero no sin antes reclamar de su parte la mayor confidencialidad. De hombre, quiero decir.
—Prométame no mencionarlo en su informe de no hacer falta.
El fiscal suspendió las cejas y las mantuvo paseando en su cabellera.
A los segundos se sonrió. Luego, para mi sorpresa, ordenó a Carlitos que se alejara del lugar.
—Vaya detrás de aquel quebracho, capitán, a escuchar cómo trinan los canarios. Si tiene suerte le tocarán La Marsellesa.
El capitán asintió con la cabeza y caminó como treinta pasos. Hurgó en su bragueta un buen rato y se puso a mear mientras silbaba una tonada.
—Bueno, ya está. ¿Dónde la continuó?
—Visité a Carola Escudero. Como estaba bastante borracho, ella abrió apenas la puerta y me dijo que me fuera. Pretextó que su hermano pasaría por ahí. Y podía ser cierto por razones obvias, así que caminé hacia mi casa y me arrojé en el canchón.
El fiscal volvió a suspender las cejas, pero apenas un instante porque luego más bien frunció el ceño y las juntó sobre su nariz.
—¿No se entra al canchón por la puerta que da a la calle posterior?
—Así es.
—¿Usted tiene la llave?
Negué con la cabeza.
—Trepé la puerta.
El fiscal me siguió la explicación balanceando su cabeza en el cuello.
—¿Tiene una cama allí? –me preguntó muy interesado, pero burlón.
—No. Me tiré en el gallinero y me dormí.
El fiscal asintió. Volvió a mirar el cadáver como a una pieza de valor deportivo y se palpó todos los bolsillos. Al no hallar lo que buscaba gritó al capitán Aguilar que lo ayudara.
—Las llaves de mi oficina –dijo mirando a su alrededor–. Antes de que se las trague el reino vegetal.
Se pusieron a buscarlas arando en la hierba con los dedos.
A mí todavía me dijo algo más: –No tiene testigos, entonces.
Completamente empapado de traspiración llegué al mercado. Caminé a pleno sol de media mañana mientras añoraba el alivio de una gran lluvia.
Caminé por la calle evitando a los comerciantes y carteristas atiborrados en las aceras. De todas formas, las aceras no tenían ni árboles ni aleros para regalar sombra. Pero en la calle había que esquivar a numerosos ciclistas y motociclistas, como también al octogenario cura armado de inmensa cruz de tres metros de grueso quebracho y coronado con es[1]pinas de caraguata.
Apenas me reconoció se me paró al frente. Espumó de la boca.
Creo que me insultó en latín. Giró el cuerpo con agilidad insospechada buscando noquearme con la cola de su arma. Trastabilló, pero se recompuso pronto, y se aprestó a intentarlo de nuevo. Pensé en un escorpión de madera.
Los muchos curiosos se rieron a carcajadas desde los costados.
Me sorprendió con su velocidad cuando se me vino con la punta del madero con intenciones de golpearme el pecho. Quise correrme veloz hacia mi costado derecho, pero me resbalé y caí. De todas formas esquivé todo el golpe y el viejo loco tropezó en mi barriga y cadera. Cayó como un saltador de garrocha descoordinado, dando un volteo grotesco en el aire, y la pesada cruz se le fue encima. Lo aplastó. Le quitó el poco aire que tenía.
La gente se alarmó y dejó escapar un murmullo. Algunos corrieron en su ayuda. Retiraron la pesada cruz de su espalda y lograron sentarlo para que recuperara el aliento perdido.
La cabellera blanca y hasta los hombros. Los ojos menudos y débiles en apariencia. El rostro flaco surcado de arrugas enmarcando la boca de pez fuera del agua. El cuerpo esmirriado de carne y amenazado por tanto hueso desde los hombros hasta los pies calzados de ojotas. Un camisón percudido sobre un calzón abolsado hasta las rodillas.
Un eterno penitente sin redención posible.
El hombre de la tienda de abarrotes se me aproximó muy amable.
—El padre Arenales vigila La Perla. Seguramente sabe que usted es un cliente. No se olvide que él es un santo. Ese antro lo horroriza y él combate desde su fundación. ¿Por qué no reflexiona al respecto? No se puede perder la vida eterna por placeres que duran apenas unos segundos.
—Imposible. Soy socio. Aporto con algunas putas.
Se sorprendió con mi respuesta y retrocedió un paso para mirarme lo mejor posible. No se sonrió. Me saludó moviendo la cabeza y retornó como desairado a su trono en medio de quintales de arroz, harina y azúcar. Desde esa atalaya sombreada me miró con desprecio.
Caminé lo que faltaba al mercado e ingresé al baño de hombres para mojarme la cara y sacudir mi camisa. Salvo las muchas manchas de cagada de gallinas, la basura restante se desprendió por los suelos.
De todas formas me senté en la mesa bastante oculta del gran comedor popular, distante de los restantes comensales.
Saqué de mi bolsillo un llavero y lo arrojé al basurero de cáscaras y frutas podridas.
—Tenemos mondongo, ají de panza, habas pejtu y fideos uchu, casero. Mi hermana está vendiendo saise chapaco y quipe. Mi mamá tiene
chorizos chuquisaqueños en pan. ¿Quieres aloja o prefieres cerveza?
—Cerveza. De tu olla dame fideos uchu con cordero. Ponme todos los chorizos del sándwich de tu mamá en la cumbre.
La cerveza llegó de inmediato. Una mano izquierda de gorila la posó en mi mesa con un golpe seco pero firme. La mano derecha la destapó con delicadeza y apenas la rajó del cuello. Esa misma mano me sirvió el vaso y no se detuvo hasta rebalsarlo vaciando la botella. Un charco espumoso de color oro se formó en la mesa y a mis pies.
—Servido –dijo el dueño de las manos, y se quedó tieso a mi espalda.
—Muy amable –contesté.
Manrique Martínez hizo su aparición en ese instante. Tenía el cabello peinado hacia atrás con ayuda de un fijador. Una camisa con cuello ancho y tieso ocultaba los anillos de grasa de su propio cuello y las mangas cortas y coquetas exhibían los filamentos de sus brazos. Pantalón oscuro.
El mismo rostro ladino de cuando era coronel, pero con los tantos años había ganado una mirada lasciva y perdido el arbusto de su bigote. Era un rostro moreno, lampiño, sin gracia, pero hasta los dientes estaban forrados en oro. Había que tomarlo en cuenta.
Jaló una silla y se sentó frente a mí.
—¿Qué se dice? –me preguntó arrogante.
No dije nada. Me alcé de hombros y tomé del vaso de cerveza.
Se sonrió burlón.
—A Ferrarino se lo han cargado los pilas –me explicó–. Ese magnífico degüello ya lo tenían practicado desde la guerra. Ellos sabrán por qué. A mí no me líen. No quiero que nadie se meta con mi mujer o mis hijos. El fiscal es capaz de provocar la tercera guerra mundial por andar mirando plantas. A ti te encargo que se los digas. Si inician hostilidades, yo la emprendo con vos. Después de todo, me sigues debiendo la expulsión de mi institución.
Yo no controlé un eructo.
La mano derecha del gorila me apretó de la clavícula hasta ponerme de rodillas sobre el charco.
Comencé a traspirar de la cabeza y tuve que asentir.
Manrique Martínez se dio por satisfecho. Se puso de pie. Hurgó en el bolsillo derecho y trasero de su pantalón y sacó un billete de diez.
Apuntó a la botella de cerveza y lo dejó sobre la mesa. Eso era todo, seguramente.
Se fue por donde vino y el gorila lo acompañó dando de brincos.
Me duché largo con agua fría y silbando una chacarera. A mi tía July le gustaba que silbara cuando yo era niño y vivía con ella en Punata. Pero a Gladis la intranquilizaba porque comenzaba a murmurar sobre mí.
Pensaba que estaba o muy contento o muy aburrido. Dependía de las circunstancias. Pero desconfiaba. A mí, en cambio, se me daba por silbar simplemente con naturalidad. Mientras me duchaba. Mientras pensaba.
Mientras miraba el ojo frío del sábalo y lo psicoanalizaba.
Ya teníamos dispuestas las siete mesas en el ambiente semi oscuro y las tres bajo la sombrilla grande montada en la acera. La parrilla había sido arrastrada por las mujeres al borde de la misma acera y se beneficiaba de la sombra alta de algún segundo piso debido a la caprichosa curva[1]tura del sol del verano al mediodía. Soraya llevaba una y otra vez baldes cargados de cinco sábalos sacados de las barras de hielo del frigorífico y raspados antes, y con mano experta, por la buena de Gladis. Yo los asentaba delicadamente en la parrilla hirviente, abiertos en mariposa, y los salaba con muchísimo amor un par de veces. Los escuchaba crujir pronto de las escamas. También les chorreaba limón si algún cliente así lo solicitaba. Los cocinaba unos minutos de un lado y los mismos minutos del otro, cuidaba del carbón y su intensidad pasando la mano a veinte centímetros del fuego cada tanto.
Las yucas las freía una chola simpática en la cocina. Era mi paisana y se llamaba Guillermina.
La ensalada de lechugas y tomate se preparaba en el mesón también de la cocina. Con la misma cocinera.
A la tercera camada caminaba a la pared del fondo, me colgaba de la manguera del tanque y jalaba la cadena. Me soplaba el equivalente a una y media botella de cerveza helada. Como ya estaba con nosotros Ovidio, él se encargaba de cargar el aparato y trozar la barra de hielo. Creo que algunas personas advertían que se trataba de un ex inodoro de pie y se mofaban de mis afanes. No me importaba. Luego se los cobrábamos en efectivo a todos ellos.
“EL PARAÍSO DE GLADIS” era un buen negocio familiar.
—Esa puta ya ha dado cinco vueltas por aquí –me dijo Gladis alzando un dedo en dirección a una flamante vagoneta de vidrios oscuros que giraba la esquina–. Le voy a tirar con carbón rojo, dile eso.
—Me voy a anotar. Ya tengo muchos encargos.
—Te has vuelto un sinvergüenza. A pesar de que siempre lo has sido.
—Mamá, no discutan en público –dijo, por lo bajo, Ovidio.
Su esposa Soraya también se unió al grupo traspirando de la frente.
—Los suecos dicen que eres el mejor sabalero del Chaco. Te quieren becar a Estocolmo, pero te tienes que catequizar primero.
—¿Será buena su cerveza?
—Ya has tomado dos tanques –me recriminó Gladis–, fuera de todo lo de anoche. Y no has comido nada. ¿No tienes hambre? ¿De qué nomás es tu panza?
—Mi hambre es de sed.
—Estúpido.
Gladis se metió ágil entre las mesas para recoger los platos sucios y Soraya fue por detrás para atender los pedidos de cervezas y gaseosas.
—El mataco de la mesa ocho está a punto de caerse de la silla. Yo creo que ya no debemos servirle más cerveza –opinó Ovidio–. A ver si podemos cobrarle el consumo.
Me alcé de hombros. No lo conocía. Tenía los cabellos parados como espinas, muy sucios, la camisa desabotonada hasta el ombligo exhibiendo un pecho moreno y lampiño, pantalones arremangados hasta las rodillas, ojotas ordinarias, y un machete de mango y hoja viejos apoyado en su silla.
El hombre cabeceó y se durmió sobre la mesa. Comenzó a babear.
Dejé la parrilla con una nueva camada de sábalos y caminé hacia él.
Le asenté con firmeza el índice en el hombro fibroso. Lo sacudí bastante de ambos brazos. Le hablé al oído como un enamorado.
Ovidio me sugirió que lo lleváramos a la sombra del canchón.
Eso hicimos. Pasamos por el pasillo semi oscuro de la vivienda, pero sin despertar al crío, abrimos la puerta posterior y lo dejamos recostado a sus anchas a la sombra del árbol.
La clientela nos vio hacer murmurando.
—Ojalá no se nos escape brincando el muro –dijo Ovidio.
El machete viejísimo quedó requisado en la cocina. Yo lo observé un buen momento: la hoja parecía dentada. El mango estaba tan sobado que se resbalaba de la mano. Sin embargo, tenía apariencia firme.
Volví corriendo a la parrilla sin detenerme en el tanque.
Los chiriguanos de todas las mesas comían metiendo bulla debido a su masticación con la boca abierta. Los matacos se carcajeaban de todo y se ponían de pie para hablar como si fueran a discursear. Los tobas en silencio y sin mirar a nadie. Los weenhayek compraban el plato y comían sentados en la acera, sin cubiertos. Los suecos juntaban mesas y se integraban entre los de la Misión Sueca Libre y los catequizadores pentecostales y luteranos. A los descendientes de los fundadores los sentábamos amablemente en la mejor de las mesas y les servíamos en otros platos, con cubiertos brillantes, y les dábamos servilletas de tela bordada y no de papel de sábana cortado en triángulos.
Les estábamos agradecidos de que nos visitaran en la periferia de la ciudad.
La radio despachaba música chaqueña. Con violines veloces.
Un hombre inmenso se paró delante de mi parrilla tapándome la luz del sol. Tenía ambos pies en la calzada, pero podía sonarse la narizota en la sombrilla instalada en la acera si así lo deseaba. Ya no le quedaba cabello ni en los parietales, pero su frente demarcaba su espacio con tres arrugas de profundidad considerable. Se trataba de un calvo con frente.
Le decían Colilla, y su nombre completo era Fabián Matheus. Jugaba de arquero en la selección local.
Desde esa altura de pájaros grandes me habló con sorprendente voz de ujier de cancillería.
—Don Santi: la señorita Carola lo espera a la vuelta de la esquina.
Sea usted amable.
Se ayudó con una mano extendida, la palma hacia arriba, repleta del todo de las rayas de su vida, para indicarme el camino.
La amenaza velaba su sonrisa amable.
Dejé a un sorprendido Ovidio en mi lugar y caminé hacia el ochave, luego unos metros a la calle Víctor Ustariz. La vagoneta se había montado en la acera de los vecinos viejitos.
La ventanilla derecha bajó automáticamente y quedé frente a Carola Escudero.
Colilla abrió la puerta por mí y me empujó con el índice izquierdo en mi columna vertebral al interior. De inmediato el vehículo arrancó frotando sus cuatro llantas.
—Mi madre quiere verte –dijo ella.
Había perdido color en las mejillas. La nariz se le había afilado. Sus ojos lucían hundidos y varios pliegues marchitos alrededor demarcaban una decrepitud súbita. Un velo de encaje negro cubría su cabeza y sus hombros. Y sus manos no dejaban de pellizcarse entre sí. Tenía las rodillas pálidas y juntas, pero algo de sus muslos se alcanzaba a disfrutar de refilón.
—Ya van dos en seis meses –dijo antes de suspirar entrecortado.
—¿Razones probables?
Se llevó un dedo a la boca.
A los quince minutos ingresamos por una puerta lateral de La Perla y caminamos juntos hacia el recibidor de la vivienda de los propieta[1]rios por un sendero de cascajo en medio de grandes plantas verdes y flores menudas de monte. Colilla se adelantó apresurado en el último tramo y nos invitó a pasar abriendo la puerta como un mayordomo bien amaestrado.
Recorrimos brevemente un pasillo bastante oscuro pero fresco por el piso de mármol. Nos recibió el rostro ancho y severo de don Pedro Jáuregui sin muestras de alegrarse ni siquiera un poco. Pese al calor, el pintor había visto por conveniente vestirlo con camisa de cuello duro, corbata y saco de paño. También le había aplicado tinta china en el grueso bigote.
En ese mismo lugar, y seguramente en el mismo clavo, la gente decía que lucieron su estampa los anteriores cuatro maridos de la señora.
Me senté intencionalmente en el sofá individual frente al doble.
Con un poco de suerte tendría a las dos mujeres ante mis ojos. Carola caminó un tanto a la ventana cubierta de cortinas pesadas, pero luego también se sentó donde yo esperaba.
Colilla se quedó cuidando la puerta con las manos enganchadas ante su bragueta.
Además de los cuatro sofás se tenía una mesa cuadrada con vidrio y patas cortas. Si alguien reposaba una taza de café allí luego tenía que estirar la espalda para cogerla de nuevo. Si se trataba de alcanzar el cenicero, creo hasta ahora que lo mejor era tirar la ceniza al piso. En una esquina se tenía un florero de latón dorado, de pie, con la boca abierta y sin flores. Como si no hubiera más espacio en la casa, un mueble grande de madera y cristales se mostraba apretado de hombros entre un equipo de música y una sencilla puerta pequeña, de depósito, con el picaporte oculto a sus espaldas.
De todas formas ingresó por allí Lila Echegaray. El picaporte crujió y Colilla brincó al mueble, pero la puerta chocó contra la venesta trasera.
A continuación, se escuchó una imprecación calibre .45. Colilla recorrió parte del mueble hacia el interior y la señora hizo su aparición bufando.
Debido a su furia se raspó en el marco y una esquina de la chapa se prendió sin más a su fino vestido negro y lo desgarró desde las costillas hasta el muslo. En el hueso de la cadera descansaba el tiro delgado de su tanga blanca.
Me sonreí muy contento. Lila Echegaray se llevó una mano a la boca y no a sus partes descubiertas. No dejó de caminar hasta sentarse al lado de su hija, frente a mí, siempre con la boca cubierta por sus manos.
Carola tardó en reaccionar.
—Si quieres te esperamos –dijo–. Puedes ir a cambiarte de vestido.
—¡Qué va! Me imagino que el señor ha visto varias veces el cuerpo de una mujer desnuda.
Yo asentí. No había problema por mi parte. A Santiago Blanco no lo perturbaba que una señora entre los sesenta y cinco y setenta tuviera todo el perfil izquierdo expuesto a sus ojos. Para nada importaba que fuera, además y ante todo, un cuerpo bello, firme y pálido, y que se quebrara en la cintura en un pliegue sencillamente encantador. La reunión podía comenzar en paz.
Me ayudé positivamente con las manos.
—Huelo a humo –dijo Lila y frunció su pequeña nariz.
—Lo sacamos de su trabajo –aclaró Carola–. Estaba friendo sábalos.
La señora Lila Echegaray reventó en una sonora carcajada. Colilla se permitió observarla y sonrojarse. Carola se avergonzó.
Yo me alcé de hombros.
La señora carcajeó largos minutos. Cruzó una pierna sobre la otra y dejó balanceando un zapato negro bastante fino. Lo sostuvo con los dedos y lo terminó perdiendo. Su hermoso pie quedó al descubierto con las uñas tan rojas como rosada la planta.
Me sorprendí traspirando de la espalda.
Hasta que por fin se contuvo. Miró a Colilla enojada y chasqueó los dedos indicando una ronda de algo. Ella se anotó por un whisky. Carola un vaso de agua y yo una cerveza.
—Discúlpeme –me dijo–. Son los nervios, aunque usted no lo crea.