Enzo Ed, Fernández Ciotola (Perú)
Hay fechas que uno no celebra. Fechas que se atraviesan como cuchillos envueltos en papel de regalo. El Día del Padre es uno esos para mí: una ficción luminosa que se sostiene con cintas, globos y comerciales, mientras por dentro muchas historias -como la mía- tiemblan bajo el peso de lo no dicho.
Con mi padre nunca hubo un puente.
Solo gritos esporádicos, silencios más largos que el respeto, y una forma de convivencia donde lo emocional era un campo minado.
Hubo palabras que debieron decirse y no se dijeron.
Y otras que jamás debieron salir de la boca de un padre a un hijo.
Un día, hace más de cinco años, como quien corta una cuerda que ya no sirve, dejamos de hablarnos.
A veces me pregunto si eso también fue una forma de heredarme algo.
Los hombres no sabemos llorar a nuestros padres.
Nos entrenan para resistir, para callar, para no mirar hacia atrás porque “eso no cambia nada”. Pero Jung decía que lo que no se hace consciente se convierte en destino. Y yo he visto ese destino repetir sus pasos en mí como un eco viejo, como un murmullo genético. La violencia, el abandono, la culpa: son cosas que se heredan, sí.
Pero también se pueden romper.
Y en mi caso, la fractura tuvo un bálsamo.
Mi tío Eduardo.
No llevaba el título de padre, pero lo encarnaba con una naturalidad que aún me conmueve. Con él los domingos eran distintos: salíamos a desayunar como si cada café compartido fuera una ceremonia silenciosa de reconstrucción.
Un buen restaurante, risas suaves, conversaciones que no buscaban corregirme, sino acompañarme. (a su manera y estilo)
Él me enseñó que ser hombre no es endurecerse, sino sostener.
Y que un padre no es el que exige amor, sino el que lo ofrece incluso cuando el otro está roto.
Cuando el cáncer se lo llevó hace tres años, sentí que el mundo se deshabitaba un poco más.
Pero estaba Gabriel.
Mi hijo. Diez años.
Una presencia que me desarma y me reconfigura cada día.
Él no sabe del miedo que arrastro, de las heridas que me siguen, ni del ruido que dejo afuera para poder abrazarlo en calma.
Él solo me llama “papá”.
Y ese título, tan simple, pesa más que cualquier herencia de sangre.
A veces me siento impostor.
Me esfuerzo, sí.
Pero cargo con demasiadas sombras como para no temer fallar.
Y, sin embargo, me quedo. Estoy.
No porque tenga certezas, sino porque quiero que su historia no comience con un padre ausente o hiriente.
Quiero que su recuerdo de mí esté más cerca de los desayunos con mi tío que de las peleas con mi padre.
No celebro el Día del Padre por costumbre.
Lo celebro por elección.
Porque cada año que Gabriel me mira con confianza, me da la oportunidad de ser diferente.
De no repetir la maldición.
De no esconder el dolor detrás de frases hechas.
Hoy, me detengo frente al espejo del tiempo.
Veo tres hombres:
El que me rompió.
El que me sostuvo.
Y el que intento ser.
No busco redención.
Solo presencia.
No busco olvidar.
Solo construir algo que tenga sentido.
Algo que no se caiga cuando Gabriel, algún día, mire hacia atrás y se pregunte qué clase de hombre fue su padre.
Y si alguna vez me toca irme -como se fue Eduardo, como se van todos-
Espero que en el aire quede algo mío, aunque sea leve, como el aroma del pan tostado en una cocina al amanecer.
Enzo Eduardo Fernández Ciotola (Perú) Estudió Comunicación y Marketing. Asesora empresas para ganarse la vida y escribe cuentos para no perderse. Aprendió a amar en la penumbra y a invocar dioses que el tiempo sepultó. Sus relatos están poblados por seres que lo abandonaron, pero aún susurran en sus sombras. Escribe para recordar lo que el alma no se atreve a olvidar