De: Pablo Cerezal / Inmediaciones
Te sorprendió que yo comentase que David Bowie era el único hombre por el que me sentía atraído. No te sorprendió porque Bowie fuese el único, sino porque me atrajese uno, entiendo. En la noche, al albur de maullidos urbanos y basuras de todo lugar, entré en ti con la terquedad del ludópata que se resiste a abandonar su última partida. Tú te atreviste a decirme algo así como que lo mismo preferías a Bowie. Qué torpe, de verdad, qué torpe. No te lo dije, pero el orgasmo postrer casi que me lo dispuse yo solito. Y no, no pensaba en ti. Que en el amor se comparte o se combate, y a mí no me van las batallas. Eramos jóvenes e imbéciles, pero quizás mi único rasgo de inteligencia, entonces, era estar enamorado de Bowie. Han pasado los años. Muchos. Tal vez demasiados. Anoche eras otra, afortunadamente. Una otra que me conoce y respeta y, tal vez, ojalá, me ama. Una otra que dispuso el mantel de su vientre sólo para recojer sobre él las migajas de mis besos más desordenados. Dormí profundo. Momentos antes había estado escuchando Blackstar, la última genialidad de Bowie. Reconozco que cierta pesadumbre acompañaba cada compás, y tu amor supuso bálsamo de algo oscuro que se inquietaba en mis adentros.
El café de la mañana, por un instante, se ha disfrazado de arsénico al descubrirme leyendo que David Bowie había muerto. He acudido a la prensa y no he encontrado noticia. El móvil se ha colapsado con mensajes de condolencia de amigos y conocidos. En las redes sociales alguien aseguraba que era bulo. He decidido creer a quienes se equivocaban (algo muy mío, por otra parte). Cuando muere un ser querido la negación de los hechos es nuestra primera arma de defensa. Luego descubres la pólvora mojada, y un arma que no sirve para disparar, mucho menos para defenderte de la realidad. La noticia era cierta… Bowie ha muerto mientras yo pensaba en que, llegada la noche, volvería a naufragar en los resquicios, requiebros y desquicies de su última obra maestra, ese Blackstar que venía consumiendo sin control desde hace un par de días. Bowie ha muerto y yo, en casa, asimilado ya lo inevitable, he comenzado a acariciar todos los CD’s en que habita su música, como jugando a una ruleta rusa en que cualquier canción que elija contendrá el proyectil letal. Así que he decidido no escuchar ninguna, no escuchar hoy su música, vivir hoy sin tu voz…
Pero tu voz me acompaña desde hace ya demasiados años, tu música ya hizo nido en mi pecho como pájaro primigenio, mis músculos ya ejercitan sus acordes para mantenerme en pie, obligándome a caminar los senderos intolerables de esta vida.
Ahora sólo me apetece llorar. Porque ha muerto una parte imprescindible de mi vida. Se ha ido un amigo culpable, en gran medida, de que yo, hoy, sea lo que soy… por poco que eso signifique. Un amigo de los que a muchos lleva una vida encontrar, y muchos otros jamás tienen la suerte de conocer. Lloro por eso. Lloro por mí -tremendo egoísta-, no lo hago por él.
Pero por un momento me siento menos egoísta al comprender que mi llanto, también, es por todos los que están condenados a vivir en un mundo sin David Bowie, que ni escucharán su voz ni siquiera llegarán a conocer su nombre, que jamás tendrán su amistad y pasarán por la vida preguntándose si hay vida en Marte… o si el nuevo iPhone viene con detección de personas afines, que al fin es lo mismo.
Así que el hombre de las estrellas ha continuado travesía. A los terrícolas nos queda la responsabilidad de mantener su nombre vivo y permitir que otros sepan que hubo un día un alienígena que vino a salvarnos del tedio y la mediocridad con su voz, su música, su elegancia, y su manera de estar en el mundo: sublime, como pocos llegaron a hacerlo. A quienes aquí quedamos, después de haberte conocido, nos queda la obligación de enseñar a esos que vivirán en un mundo sin ti que tu sexualidad es sólo tuya, que la única moda existente es la que tú decidas marcar, no la que te dicten, que las convenciones sólo están hechas para los convencionales, que si tienes algo valioso deberías compartirlo, que la generosidad no es de débiles ni cobardes, que la creatividad es alimento para el alma, que héroes no son los que juegan al fútbol ni aniquilan ejércitos, sino los que deciden defender sus convicciones contra el imperio de los uniformes, que lo negro es bello y lo indefinido seductor, que la curiosidad no mató al gato sino que le afiló las uñas de arañar estereotipos, que estarse quieto no ha de suponer sentirse cómodo, que se puede ser feliz sabiéndose diferente, que el atrevimiento siempre es positivo, que la provocación ha de ser arte y no exabrupto, que ninguna norma se hizo por justicia sino por ansia de someter, y que es justo y necesario saber destrozarlas a dentelladas con los labios pintados de carmín, que lo extraño es bello si nos cambiamos las gafas de mirar de lejos, que en el animal habita la elegancia, que un hombre puede bailar con más armonía que todo un ballet de femeninas féminas, y que la música (como todo arte que de tal se precie) no es cuestión de estilos sino de estilo.
No sé cómo lo haremos, a partir de ahora. Pero fuera de impúdicas condolencias públicas (como esta), sólo nos queda la labor de recordar, a quienes vivirán en un mundo sin ti, que al fin y al cabo, quienes te conocimos y amamos, no somos tan mala gente, y que algo de culpa tendría tu música y el grandilocuente y lindo envoltorio en que nos la decidiste regalar.
Cielo de lluvia sonrojada y cobarde esta noche. Y, como novedad, desde hoy, una estrella negra desordenando el orden celeste. Y es más bella que las otras… es distinta, ya empezaba a causar hastío la dictadura refulgente de los astros, al menos a mí, que nunca me han importado mucho, que nunca me he preguntado si hay vida en Marte, que he preferido cuestionarme acerca de las miserias de este planeta que has decidido abandonar, amigo.
Por mi parte, para empezar, intentaré mañana la heroicidad de volver a escuchar tu voz sin regalar una nueva lágrima al suelo. Y tal vez pueda ser héroe… aunque sólo sea por un día.