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Hablemos de depresión, de esas penas mudas

Quería una rasuradora de barba, pero no le crecía barba. Quería una raqueta de tenis, pero no jugaba al tenis. Quería volver a ser niño, pero el tiempo le dijo que no. Estos ejemplos -hiperbólicos o, como en el último caso, de añoranza- simbolizan la desazón, que, dependiendo de quién la padezca, podrá ser grande o pequeña. Ahora hablemos de algo más grave, de aquello que puede ayudarnos a salvar vidas.

Quería con todas sus ansias ir a Dubai, pero no podía costearse el viaje más caro del mundo. Para muchos esto no pasa de un simple capricho, pero para otros, créanme, es un desánimo del tamaño de un inmensa bola de nieve que como en pesadilla persigue sin tregua, un pensamiento recurrente que se vuelve autoboicot, un estado mental destructivo que bloquea: el querer exactamente lo que no se puede tener y que eso signifique -esta vez sin exageraciones- como la muerte misma.

Qué poco hablamos del suicidio y cuánta necesidad existe de abordar este tema sin vendas en los ojos, porque estas de todos modos no alcanzan a tapar la realidad de que, cada año, más de 700.000 personas deciden matarse. Según estadísticas mundiales, el suicidio es la cuarta causa de muerte en el grupo etario de 15 a 29 años.

“Unos lloran con lágrimas, otros con pensamientos”, escribió Octavio Paz.

No todos saben que la melancolía (cuya prima cercana es la nostalgia) está definida como un tipo severo de depresión. Por eso será que se la romantiza como si todos los taciturnos se zambulleran felices en un trance espasmódico similar al de Les Poètes maudits del siglo XIX. ¡Qué sabemos de estos y de aquellos! ¡Qué sabemos de los que, en su soledad, en su desaliento, están o se sienten al borde de la locura!

El 13 de enero pasado se recordó el Día Mundial de la Lucha contra la Depresión.

Lo leí:

El suicidio no es un acto de libertad.

Lo leí:

La depresión anula la voluntad.

Lo leí:

El suicidio no es de cobardes.

No es, efectivamente, de cobardes porque es una cuestión de salud mental. El corolario más trágico de una enfermedad de alguien que durante días completos estuvo ahogando en silencio los gritos más desesperados que uno pueda imaginar: “¡¡¡Auxilio!!!”.

Tristeza. Dolor insoportable. Depresión. No es que deseen la paz con su propia muerte: no la tienen por falta de ayuda.

Lo leí de Rafael Narbona, escritor y crítico literario: “Este es mi hermano Juan Luis. Sufrió una depresión y no pudo superarla. Se suicidó al cumplir 40 años. Nunca pidió ayuda. Se negó a acudir a un médico por miedo al estigma social. El suicidio nunca es un acto libre. La depresión te mata, anulando tu capacidad de decidir”.

Rafael, que en su cuenta de Twitter expresa su lucha contra la depresión en libertad, lejos de los miedos y de los tabúes necios en pleno siglo XXI: “Se huye del dolor, no de la vida”.

¡Qué sabemos de esto! Algunos, apenas alcanzamos a sospechar que hay tristezas y depresiones, que hay miedos y pánicos, que hay dolores y dolores…

Rafael siempre se preocupó por “sacar a la luz estas cosas para que otras personas no sigan el mismo camino”. Es un convencido de que “el afecto es la mejor terapia”.

Indagando en este tema tan apasionante como amargo, aprendí que las personas que sufren de depresión tienen la mente ocupada siempre con pensamientos negativos -depresivos- y que estos son para ellas tan fuertes que a veces no pueden controlarlos. Así, sencillamente, terminan incapacitándose, anulándose.

No hay nada peor que no poder con uno mismo.

Sé que hay dolores de angustia insoportables que destrozan vidas, pero también sé que las mentes más atormentadas solo están ahí, sufriendo, a la espera de que uno de nosotros acuda a rescatarlas de su soledad. Son como la Alfonsina vestida de mar, como la Storni que no tuvo esa suerte -aunque la canción dulcifique su muerte cual manta hermosa cubriendo las penas mudas de la mujer fuerte, invencible.

A veces, detrás de la apariencia segura de un hombre o de una mujer, de un casi niño queriendo de nuevo el abrazo de su mamá o de su papá, porque realmente lo necesita, hay oscuridades imperceptibles que tenemos que reconocer… por amor. Todos en algún momento nos sentimos frágiles ante la rotundidad de la vida, pero el depresivo es un ser agonizante que precisa una mano -tu mano- para salir del pozo.

Oscar Diaz Arnau es periodista y escritor

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