¿Cómo es posible entrar en casa?
Grigor Beledian
Yo no sé “cómo” escribir sobre la guerra. Estoy, lo más probable, de un “qué” escribir, pero sería un acto casi imposible este “cómo” escribir, sobre todo para un escritor de facultades medianas, que tiene la costumbre, aprovechándose de su pluma en las grietas del tiempo, de escribir cuentos, novelas y ensayos. Entonces la elección de palabras, su sentido original e intervenciones, los intentos de dialogar, comunicar algo al mundo desde las posiciones inestables de la verdad común parecen viejos pecados. Cuando estallan bombas todo tiene la costumbre de perder su fuerza, en particular las palabras, a las que prestas oído atento o fugaz, lees, mirás, ponderás, pero ya ni en el fondo ni en la superficie no encontrás no solo algún sentido esencial, sino cualquier sentido mínimo, ni siquiera el vacío. Las palabras también tienen su límite, incluso al continuar su existencia.
¿Cómo deben los chicos, mujeres, ancianos amparados en los refugios en Stepanakért o Shushí durante los bombardeos más violentos, por entre horror y angustia elegir pronombres personales, encontrar palabras y manera de discurso para describir sus emociones, para hacer llegar su protesta y rabia a la parte neutra llamada mundo civilizado, para que no tarden la ayuda y la obligación de establecer la justicia por parte de los políticos de los trajes costosos que cada día hablan de los derechos humanos fundamentales? No me atrevería ser la voz de la población pacifica del Artsaj sometida a exterminación, porque la guerra que está presente en la vida de nosotros, los armenios, durante ya casi 30 años, ya hace un buen rato que me ha privado de ser mi propia voz, de tener la facultad de escucharla y reconocerla.
Para repensar y conocer de nuevo la realidad de la guerra, mi cuerpo y pensamientos parecen estar en el remolino de orden y desorden, en el foco de lo formulado por el más importante maestro mío, el filósofo Paul Valéry.
Él dijo: “Dos peligros amenazan constantemente al mundo: el orden y el desorden”. Hace años que el orden demandante y claro de aquellas líneas no me deja en paz, ya que ese orden, real hasta el caos, refleja caos de la realidad, que prácticamente casi siempre se presenta en la ropa impecable del que otorga órdenes, hoy en día ya frente de la población pacifica de Artsáj, que lucha por su única y frágil vida; una población que está al borde del exterminio bajo los cohetes asesinos que fueron creados por ésta ley y por la demanda de la seguridad “coherente”. Entonces, en este momento no es que yo me permita ser banal, romántico, sentimental, patético, heroico, emotivo, ciego, enfurecido o desprolijo, sino lo soy, a causa de la guerra, a la que tranquilamente se puede atribuir todos mis disturbios enumerados. Tratar razonablemente el siglo XXI con sus guerras y matanzas razonables sería la locura más espantosa. Yo lo digo para legitimar aquí mi derecho de juzgar la guerra de la manera razonable, entusiasmarse, ser mi propio soporte para el día cuando llegue la hora de protegerse de las flechas de las conclusiones y opiniones críticas y profundas de ustedes, de la gente de formación académica fundamental.
Hasta el 27 de septiembre, hasta el comienzo de operaciones militares sanguinarios con la participación explícita y directa de Turquía a lo largo de toda la frontera entre Artsaj y Azerbaiyán, estaban todos: estaba “el mundo civilizado”, la ONU, la UNESCO; estaban presentes, cuando transmisiones en vivo mostraban como destruían el Medio Oriente, devastaban Siria, cuando los “liberadores” en nombre de pueblo suprimían a los dictadores, cuando en la monte Sinyar exterminaban a yezidies. Las organizaciones humanitarias internacionales estaban y todavía están, mientras Turquía terrorista por las aspiraciones imperialistas de su hitlerista Erdogán explícitamente atentaba en contra de derecho de existencia de los pueblos y países vecinos, y ahora continúa haciéndolo por operaciones militares. En esas transmisiones en vivo, negocios de armas, exporte de “valores democráticos” y en el hecho de la distribución de capital estaba presente “el mundo civilizado”. Tanto en aquellos momentos como hoy ese “mundo civilizado” es consumidor de su propia trasmisión en vivo. Durante siglos los colonizadores e invasores nos habían obligado tantas cosas y nos habían convencido de tanta cosa, que los habíamos confundido con “el mundo civilizado”. Esta confusión de a poco desaparece cuando te das cuenta de la pobreza de tus esperanzas y aspiraciones. Sin tener la posibilidad de protegerse los armenios esperaban al “mundo civilizado” en el 1915 y fueron exterminados en sus casas y ciudades, quedándose a solos y con manos vacías con esa esperanza. Pasados cien años Turquía inició un nuevo intento de genocidio, usando para implementación de sus planes la atmósfera de odio hacia armenios cultivada al nivel de estado en Azerbayán.
Acá me paro y tomo el camino “delictivo” de personalización de la guerra, deliberadamente rechazando la tesis que sostiene el fenómeno colectivo de la guerra, de que la guerra implica a todos. No soy partidario del individualismo, ni del colectivismo, y probablemente no voy a servir como un razonable centrista.
Yo era una existencia que en ningún momento esperaba al mundo civilizado. Simplemente esperaba a mi papá.
Yo estaba seguro que él sí o sí curaría a los heridos en Hadrut y Stepanakert y volvería a casa. Era durante la guerra de los años 90 . Yo lo esperé durante siete años. Algunas veces vi a cierto hombre, que en esos años aparecía en nuestra casa, saludaba como mi papá, sacaba la ropa limpia del armario de mi papá, tomaba café a sorbos gentiles, pensativos igual a mi papá, completaba cajas de medicamentos como mi papá, entraba en el dormitorio, se acostaba en la cama exactamente en lugar donde solía acostarse mi papá y desaparecía por la noche, como era la costumbre de mi papá. Me habían dicho, que esa persona conocida que aparecía en nuestra casa era él, mi padre, heredero de los habitantes de Erzrum que se quedaron sin hogar, el cirujano Hakob Tamamian, al que tenía que conocer, al fin y al cabo, era su hijo, ¿no?, uno de los miles de los chicos armenios y azeríes, un chico que de la guerra tan solo esperaba la vuelta de su papá. De vez en cuando esa persona, la foto de quien me habían mostrado diciendo “¿No lo reconociste? Es tu padre”, nos recordaba su existencia: nos mandaba las balas extraídos de los cuerpos humanos, los cascos de la metralla, arbolito navideño hecho de cartuchos, cucharita de aluminio con la frase rasguñada con aguja “Tsaved tanem , 1991”.
Para el periodo de rehabilitación y descanso mi padre enviaba a sus pacientes a Ereván, a nuestra casa. Ellos vivían con nosotros, compartían el día magro, la luz pálida de la lámpara a nafta, el café de cebada preparado sobre el Sterno , el pan matnakásh , el calor frio de la estufa. Los pacientes de papá venían silenciosos, se acostaban silenciosamente, se reponían en silencio, se iban en silencio y en silencio caían en el frente. Los odiaba, no quería que vinieran. Los odiaba, porque si venían significaba que van a irse. Los odiaba, porque si vivían significaba que van a morir. Odiaba, porque si ellos existían significaba que existen también las balas y minas que los mataban. ¿Por qué papa les enviaba, por qué hacía que me encariñara con ellos, de corazón y alma amara a sus pacientes, a los más muertos entre los vivos, por qué hacía que una y otra vez sufriera mi condena al amor de esa gente? Si yo no los odiaba.
Lo esperaba a mi papá siempre, incluso después de escuchar la noticia de su muerte. Decían que había quedado debajo de los escombros del hospital bombardeado de Stepanakért . Lo esperaba igual cuando habían desmentido la noticia de su muerte. Yo esperaba a mi papá cuando de nuevo anunciaron y de nuevo desmintieron la noticia de su muerte. Qué fácil se moría y qué fácil resucitaba. Le ganó al Lázaro bíblico, mi papá. Si no me equivoco, Lázaro volvió del mundo de los muertos solo una vez. Mi papá era el doble Lázaro, morir y resucitar era su ocupación preferida, pero yo todavía lo esperaba. Una vez por semana yo, mi mamá y mi hermana siempre a la misma hora, prendíamos la radio y siempre la misma voz, con la misma entonación anunciaba: “El doctor Hakób Tamamián está vivo”.
A mí que me importaba si mi padre estaba vivo o muerto. Si, yo lo esperaba, ¿qué sentido para mi tenían las palabras “vivo”, o “muerto”, si, total, ellos no tenían la fuerza de llamar al orden, herramienta para interrumpir, no tenían la posibilidad de liberarme de mi esper. El frenesí de mi falsa ilusión de encontrar la lógica de la guerra y mi expectativa del rechazo de la voluntad del mundo entero era incurable. Después me decían, que ese hombre, que practicó intervenciones quirúrgicas en los hospitales militares y del campo, que, se acuerdan, era mi padre, volvió a casa. Yo no comprendía quien era el que volvía, por más que insistieran que era él, lo miraba esperándolo al otro.
En aquella casa él vivió todas las etapas de su ruina y existencia infernal, vivió su compasión, su vergüenza, su costumbre de tomar para aliviar el dolor adquirido en el frente y para depender de la muerte, vivió su virtud y su pecado. En aquella casa él, pala por pala, enterró a sus hijos, a su mujer, les enterró sin apuro y dolorosamente, sin desearlo. De veras él no quería que fuera así, pero no había remedio. El padre, que simplemente era su padre, el medico curador, el mejor hombre del mundo en los ojos del chico de nueve años que lo esperaba, simplemente el mejor, porque antes de ir al frente le había “sobornado” con algo, una cosa pequeña, le había enseñado el mundo de libros, la lectura, el hechizo de las conversaciones de las tardes y la atracción de la bondad, ahora le mataba a su hijo con la tierra de la muerte cuchara por cuchara, con el cuidado tan sorprendente y atención tan delirante para que no se perdiera ni un grano de tierra. Ya sé, él no quería que fuera así, pero no había remedio.
De la guerra nadie vuelve. Los soldados caídos en el frente no vuelven. Los habitantes pacíficos asesinados en la ciudad de Hadrut, la madre e hijo, asesinados en su propia casa , no irán a ningún lado, quedarán en su casa, incorpóreos. Los que sobreviven a la guerra y vuelven a casa, no sobreviven y no vuelven. De la guerra jamás vuelven. Mi papá falleció en el 2017, en el hospital donde había trabajado casi 40 años. En la sala de reanimación en su último aliento me pidió que lo llevara a casa.
El hombre fallecido me resultaba muy familiar, se parecía a aquel hombre que había visto en nuestra casa en los años 90, que no volvió de la guerra. Este hombre no era ni el “mundo civilizado” europeo lucrativo y falso, ni el comercio de la dictadura de armas rusa, simplemente era el padre de un niño, uno de tantos que fue a la guerra y no volvió. Y el niño todavía lo espera con ese claro entendimiento, que el padre nunca volvería. Pero igual lo espera. Hay que esperar solo al que jamás vuelve.
Aram Pachyan.
Ereván, 20 de octubre de 2020
Traducción: Alice Ter-Ghevondián
Revisión de estilo: Homero Carvalho Oliva
Biografía:
Arám Pachyán, el aclamado escritor de nueva generación, fue galardonado con varios premios, entre ellos el prestigioso Premio Presidencial de Literatura.
Pachyan es autor de dos colecciones de cuentos cortos “Robinsón” y “Océano”. “Robinsón”, que también fue publicado en Inglaterra y Ucrania, fue recibido muy bien por los lectores ucranianos y elogiado por los críticos y prensa. “Océano” incluye cuentos y ensayos sobre música, arte, memoria y lectura.
Su primera novela, “Pronto nos vemos, pajarito”, se convirtió en “best seller” nacional en 2012 y hasta hoy encabeza las listas de venta de la literatura armenia. La novela fue traducida al inglés, francés y búlgaro. Art Concept International Association en Munish, Alemania, está produciendo la ópera y Baghinyan Art Video producción está desarrollando el proyecto de la película bajo el mismo título; recientemente en Armenia montaron el espectáculo “Soy vegetariano” basado en esta novela.
El último libro de Pachyan, la novela “F/P” fue publicada en 2020. La obra está centrada en la búsqueda de nuevo lenguaje y expresiones para la ficción a través de “story telling” fragmentado.
Pachyán participó en los proyectos de residencia para los escritores International Writing Program de la Universidad de Iowa, EE.UU. en 2018 y en Villa Waldberta, Munich, Alemania en 2019.