Hace mucho que los golpes no son militares. Ahora los reciben, de manera figurada pero con dolorosa picardía, algunas democracias intestinamente. El último no llegó desde la izquierda, como da la sensación de que estarían predispuestos muchos en Bolivia y otros países, sino desde la derecha y en Brasil. Y fue, una vez más, consentido, con todas las de la ley, mediante elecciones que, así las cosas, desempeñan el papel de mecanismo para la legitimación del “golpe” (del golpe a la democracia).
Es posible que esto sea algo subjetivo. Yo creo que la presidencia de Bolsonaro representa, en efecto, un golpe a la democracia (como entidad), pero 55 millones de brasileños al parecer no: ellos confiaron en el exmilitar y sus propuestas que podrían resultar descabelladas en cualquier otra parte del mundo. Supongo que, descartando las exageradas comparaciones con Hitler, concienzudamente debieron considerar que Bolsonaro no entraña riesgo alguno para, por ejemplo, sus derechos humanos.
He notado cómo a ciertas personas les molesta que se señalen defectos de la democracia, como si esta fuera intocable o, más aún, como si al cuestionarla uno pretendiese la instauración de su contraparte: la autocracia. En lo primero, veo ahí un conformismo mediocre con la democracia imperfecta que, por lo demás, se extiende a otros ámbitos de la vida en sociedad. Y en lo segundo, por supuesto, un absurdo.
A la luz de lo ocurrido en Brasil e incluso en Estados Unidos donde Trump, pese a perder de nuevo en la votación popular, confirmó un amplio respaldo de los norteamericanos, se puede inferir que la gente, en un sentido general, está tendiendo a depositar su fe en personajes decididos a contravenir el manejo tradicional del poder en democracia. Bolsonaro es un político “incorrecto” en tanto no tiene ningún problema en exteriorizar sus pensamientos infaustos, lo mismo que Trump cuando se aferra a posturas nacionalistas y se siente con la fuerza suficiente como para levantar un muro o cerrar la puerta de EEUU a la inmigración ilegal con todo el rigor de sus decretos; hasta para decirle sin empacho a un periodista que no debería trabajar en una empresa como CNN por sus preguntas, según su dudoso criterio, fuera de lugar.
Este tipo de actitudes se extienden como plagas por izquierda y por derecha en Latinoamérica, traduciéndose en un paulatino debilitamiento de las democracias. En Bolivia, a medida que se acerca el año de las elecciones, cunde la desesperación y aumenta la tentación de avasallar la independencia de poderes… se acaba el margen para la corrección política y también democrática.
La primera lectura que dejan tanto los recientes como los no tan nuevos gobiernos de estas democracias maltrechas es que obtuvieron el favor de ciudadanías hastiadas del manejo irresponsable del poder, tanto así que esos electores no vieron ninguna inconveniencia en votar por ellos, unos perfectos “incorrectos”. Al menos en Latinoamérica se advierte que la gente confía cada vez menos en los partidos y, en general, en las instituciones regidas por políticos —añadamos— tradicionales o formalmente “correctos”. Los candidatos que tienen grandes posibilidades de ser elegidos son aquellos que con pragmatismo acomodan sus discursos a las urgencias de cada lugar, haciendo hincapié en el desastre legado por administraciones fraudulentas y no mucho más. Entonces, un día llegan los golpes a la democracia alentados —yo creo que inconscientemente, y aunque pueda sonar extraño— por la misma ciudadanía democrática.
Otra curiosidad del fenómeno de los golpes intestinos a la democracia es que se pueden evitar. La imposición, en estos casos, no es tal, sino que hay una autoimposición por la vía del voto: millones de personas, al preferir el “mal menor”, votan en contra de fundamentos democráticos esenciales. Estos golpes se pueden evitar, pero hay mayorías que no quieren.