-cuento corto-
Guillermo Almada
Ahí estaba. Tirado sobre un catre mugriento, desangrándose, sin que a nadie le importe. Tres días llevaba. Sin comer, sin que lo vea un médico, sin que nadie le alcance un vaso de agua.
Cuando llegó al pueblo no se le acercaban ni las moscas. Fue a ocupar la casa de la Olga, que había muerto con la epidemia y estaba usurpada por los piolines, una familia que pretendía liderar todos los negocios del barrio, pero a los que nadie les tenía confianza.
La tarde que llegó fue directo a la casa, se paró en la puerta y ni preguntó quienes vivían, les dijo con tono firme: esta casa es mía, me la dejó mi tía, la Olga, no vine antes porque estaba en la cárcel, así que les voy a pedir que para el lunes me la dejen vacía. Y se fue.
El lunes, cuando volvió, ya tenía el lugar desocupado. Hizo una llamada con el celular y a la hora, hora y media, llegó una camioneta con cinco muebles locos.
Yo no estaba, todavía no había llegado al barrio. A mí todo esto me lo contó el Brian, que se había hecho amigo.
Me dijo que empezó a caminar por el barrio y hablar con la gente. De qué vivía, a qué se dedicaba, qué le andaba faltando, y eso. Y la gente le contaba. Y así fue que se fue contactando. Les conseguía remedios a unos, le hacía traer ladrillos a otros. Una vez para el Martín le hizo llegar una camionada de arena, para la casa. Los juntó a les tres o cuatro que eran los más pillos y les dijo, yo llego a ver que falta un balde de esta arena, y ustedes y yo vamos a hablar de otra manera. El hombre no era malo, pero era recto. Y lo que era grandote, los otros le tenían respeto. A Doña Elsa, una vez que estaba con un ataque, no sé, en brazos la sacó de la casa y se la llevó hasta la salida del barrio, y ahí lo esperaba un remís y se la llevó al hospital. Que si no fuera por él, capaz no la contaban más a la vieja, y ella siempre fue robusta.
Según el Brian, el problema empezó cuando aparecieron los cosos. Porque ellos manejaban el barrio a atrás, el de las tres esquinas, que es medio villa, medio así. Pero cuando cambió el gobierno, cambiaron al jefe de policía y al ministro de seguridad. Ahí fue cuando le pidieron a los cosos que ampliaran. Porque ya eran tres y había que vender más.
Al principio se fueron para el lado de las vías, el barrio de Las Guindillas. Ese es más villa, pero es chiquito. Poca gente, muchos viejos y nada de pibes, así que no era rendidor. Hay un jardín y una escuela primaria. Igual hicieron estrago. A los pibes de quinto en adelante, los metieron a todos.
Una tarde aparecieron por acá un par de soldaditos como haciendo inteligencia. Eran de los cosos. Este los habló y les dijo “por acá no hay nada que a ustedes les pueda interesar”. Metieron violín en bolsa y se fueron.
Como tres días después aparecieron como seis. Este los volvió a parar y les dijo “acá somos gente de trabajo y no queremos joda, hagan sus negocios en otro lado, no acá”, y uno de ellos, que le decían ocho, no sé por qué, dijo que tenían gente conocida que querían visitar. “Más vale que sea así” les dijo este, y los dejó pasar. Y ahí estuvo el error. Porque se fueron a visitar a los piolines, que habían usurpado otra casa, cerca de la canchita.
Una semana después, los piolines armaron un bunquer en la casa. Doña Elsa fue la primera en llamar a la policía. Por los nietos ¿viste? Pero se hicieron los pelotudos y dijeron que estaba todo en orden y no había por qué preocuparse.
El que llamó después fue el cura, porque él usaba la canchita y estos pibes iban, no a ver el partido, sino a organizar venta. Y al cura se le reían en la cara.
Un día llegó un tío de los piolines. Hermano de la madre. Queriendo hacerse el conciliador. Habló con alguna gente y les ofreció paz, pan y trabajo. Si ellos le ayudaban con cierta correspondencia que él quería distribuir, entre barrios, estaba dispuesto pagar por el servicio y mantener pacificado el lugar. Y ahí se armó el revuelo, porque aparecieron los que estaban dispuestos y los que no querían saber nada. Ahí no había intermedios, y primaban las necesidades y la ambición.
Enseguida se organizó un grupo de vecinos respaldados por el cura, que pretendían erradicar a los piolines y prohibirles la entrada a los cosos. Como de costumbre, Doña Elsa llevaba la voz cantante en todas las reuniones y no tenía miedo de nada, así que los arengó a los demás para hacer un petitorio y llevárselo al jefe de la policía. Ahí se dieron cuenta lo solos que estaban.
El jefe sacó del cajón del escritorio una carpeta y comenzó a leer y mencionar a los nietos de Doña Elsa, las hijas de Celso, los mellizos del Damiansito Pizarro, y los hijos de otro, y los sobrinos de aquel, y se nombró a todos los parientes de los que estaban presentes. El único que safó fue el cura. “Si quieren, empezamos por estos, dijo el jefe, que ya los tengo identificados. O hacemos de la vista gorda, y todos felices y contentos”.
Cuando el hombre se anotició de la amenaza y el chantaje, su silencio fue aterrador. Todos esperaban alguna reacción colérica, un arrebato intempestivo, pero solo se escuchó el sonido de su respiración. Lo que nadie supo advertir fue lo que transcurría en el fondo de sus ojos azules, un brillo solo comparable al del fuego. Y se fue de la reunión.
Estaba claro que se había intentado avanzar con las herramientas institucionales, que estaban cargadas de pus por donde se las tocara, pero que aún así, el daño debía detenerse, porque las víctimas no estaban al tanto de que lo eran.
Por una semana la casa de la Olga permaneció cerrada, nadie parecía habitarla. Pero esa noche, a la madrugad, se oyó un auto detenerse, y antes de que el sol asomara, un estruendo en la casa de los piolines. Tiros, golpes, fuego de metralla, el cielo se iluminaba por esas ráfagas. Por la calle del cementerio avanzaron una decena de motos con jinetes armados disparando a discreción. Todo era una verdadera masacre. Hasta que llegó la policía. Tres móviles con cuatro hombres cada uno, fuertemente pertrechados, que comenzaron a disparar a todo lo que se movía, hasta que el caos se pacificó.
El jefe de policía le permitió a cada banda llevarse sus muertos y le advirtió a la gente del pueblo: aquí no ha pasado nada, aquí no hay vencedores ni vencidos, aquí somos gente de bien y no protegemos a ex convictos. Y se fue dejando un móvil de consigna frente a la casa de la Olga, por si aparecía alguien a quien culpar. –