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Érase una vez la Ucrania de Isaak Bábel

Olga Amarís Duarte 

«¡No me dejaron terminar!» es el lamento que se escuchó en el interior de una datscha de la villa de escritores de Peredelkino cercana a Moscú el 15 de mayo de 1939. «La madrugada ya había comenzado a parpadear con sus ojos somnolientos» y tampoco a ella le dejaron finalizar el ritual silencioso de todos los días.

Un hombre de mínima presencia, de respiración asmática y de lentes enjaulando dos pupilas a punto de estallar, contempla desesperado cómo desaparecen bajo la voracidad de las manos torpes y enemigas de los agentes de la NKVD sus manuscritos inacabados y secretos de los cuales sólo podrán rescatarse para la posteridad: «Despertar», «Historia de mi palomar», «Primer amor», «En el sótano», «El fin del asilo», «Di Grasso» y «Guy de Maupassant».

«¡No me han dejado terminar!» es el grito desesperado de Isaak Bábel, recién despertado de ese sueño que sólo conocen los escritores que trabajan en un cuento interminable hasta altas horas de la madrugada bajo los auspicios de la luna. Bábel es un escritor lunático que asciende por una escalera ingrávida al cielo de la noche para contemplar, desde allí, el salto mortal de un rayo plateado. Sin patria fija, como su aliada celeste, la mirada de Bábel vacila sobre la ciudad en busca de pensamientos seminales y canciones ya olvidadas que un profético bardo entona en su crepitante bandura:

La ciudad incendiada, con sus columnas partidas y sus escombros profundamente enterrados, parecía flotar en el aire, ingrávida e irreal como un sueño. La desnuda luz lunar caía sobre ella a raudales inagotables, y yo esperaba, impaciente, que apareciese entre las nubes un Romeo, un Romeo vestido de raso que cantase de amor mientras, entre bastidores, un maquinista aburrido abría la llave de la luz de la luna.

Bábel, pese a la seducción de la utopía, sabe a la perfección que todos los Romeos moscovitas languidecen en los infiernos de los Urales, que Shakespeare ya no se lee en la Unión Soviética y que los príncipes de las Rus troyana han ido cayendo uno a uno, víctimas de la paranoia de Stalin contra la intelligentsia de su tiempo. También, por experiencia, conoce la prisa en el amor. La urgencia del que sabe que será el próximo en rodar en esa maquinaria que se ensaña con las fibras delicadas de los que, al igual que él, son incapaces del sometimiento. Pero a Bábel, como en los cuentos, todavía le queda la luna, esa doncella «que se agarra con las manos azules su oronda, brillante y despreocupada cabeza» mientras vagabundea tras la ventana y le incita a él, tan pusilánime, a que juegue con «el aparato distribuidor de la muerte». Bábel obedece, porque el peligro es siempre materia de un buen relato, y entabla amistad con los milicianos de la Cheka, habla el francés sin pudor con André Malraux, se deja ver en las casas de extranjeros, considerados espías potenciales, y se enamora de una fatal Yevgenia Solomonova, quien, como Salomé, entregará su cabeza y precipitará el arresto, tortura y su ejecución por la policía secreta de Stalin en 1940.

En una de sus confesiones a la escritora Nadezhda Mandelshtam, esposa del poeta Ósip Mandelshtam, otro potencial morador del averno, Bábel habla de su fascinación por el funcionamiento irracional de la violencia, esa «pasión negra» que inspira el acto cruel: «No meteré los dedos, pero aspiraré el aire para ver a qué huele». Con la destreza de un psicólogo, Bábel indaga en el hecho despiadado en busca de un origen que, si bien no lo justifica, lo vuelve aún más inquietante. El honor, la defensa de los ideales de la revolución, el desprecio a quien se considera inferior y la pura necesidad son algunas de las causas recónditas de la violencia que Bábel rescata en sus escritos, como en aquel cuento inolvidable, «La sal», en donde un cosaco dispara a una mujer por la espalda en un intento por acabar con toda la ignominia que recorre Rusia:

Y cuando yo vi aquella mujer impertérrita y miré alrededor a Rusia, y los campos aldeanos sin espigas, y a las muchachas deshonradas, y a los camaradas, de los cuales tantos van al frente y tan pocos vuelven, quise saltar del tren y terminar con ella o conmigo.

El mayor éxito literario de Babel, La caballería roja, publicado en libro en 1926emana ese olor acre y animal que en la pluma sinestésica y estilizada de Bábel pierde su exaltación guerrera para convertirse en un paisaje iridiscente que arde tras los destellos de una gota de sangre:

El sol naranja rueda por el cielo como una cabeza cortada, una luz delicada se enciende en los desfiladeros de las nubes, los estandartes del ocaso ondean sobre nuestras cabezas. El olor de la sangre de ayer y de los caballos muertos gotea sobre el fresco del atardecer.

En La caballería roja, el personaje central, Liutov, que en ruso significa «feroz», se pregunta cómo es posible que un judío asmático y miope «de los mansos confines del Sur» haya sido admitido entre los cosacos de la caballería de Budionny. En esa misma perplejidad, entremezclando ficción y realidad, Bábel-Liutov escribe en su diario sus vivencias con los cosacos en la campaña contra Polonia, algunos artículos como corresponsal y, a intermitencias, va gestando los cuentos que irán apareciendo en la revista Lef y que le proporcionarán fama internacional.

Bábel, en su naturaleza lunar, es un ser de las mil caras a quien le gusta sorprender y que le sorprendan. Nadezhda Mandelshtam lo define de la siguiente manera:

Su forma de girar la cabeza, la boca, la barbilla y, sobre todo, los ojos de Bábel expresaban siempre curiosidad. Era una mirada poco frecuente en los adultos, llena de sincera curiosidad. Tuve la impresión de que la fuerza motriz básica de Babel era la insaciable curiosidad con que observaba la vida y a los seres humanos.

Si la curiosidad es privilegio de la niñez, Bábel vuelve en sus cuentos a la Ucrania de la infancia con una mirada descarada y daltónica que remolonea entre los campos amarillos de amapolas, entre el centeno que se torna púrpura, sobre el trigo sarraceno ondeándose azul al son de un dorado Dniéper para, finalmente, corretear «hacia la niebla perlada de los bosques de abedules».

El escritor de «otoño en el alma», que arma escándalos en su escritorio y tartamudea frente a la gente, nació en 1894 en la ciudad ucraniana de Odessa, en el barrio de la Moldavanka. Según figura en su breve autobiografía, fue hijo de un comerciante judío quien, hasta los dieciséis años, le exigió estudiar hebreo, la Biblia y el Talmud. Pese al numerus clausus que restringía la cantidad de niños judíos en la escuela, Bábel logró ingresar en el Liceo Comercial en donde se produjo el fundamental encuentro con el profesor de francés, monsieur Vadon, quien se encargaría de inflamar en el alumno, ya para siempre, el delirio literario a través de los versos de Maupassant y de Flaubert. De nuevo, por su condición de judío, no logró acceder a la Universidad de Odessa y, en 1915, se trasladó a San Petersburgo. En 1916, tras varios intentos fallidos de publicar sus escritos, se ganó la confianza de Maxim Gorki y sus primeros cuentos salieron a la luz en la revista Letopis.

La euforia inicial con la que Bábel abraza la revolución bolchevique tiene como base la creencia de estar participando en la conformación de una nueva era que liberará al ciudadano de las opresiones del tiempo de los zares. El idioma ruso constituye, también, ese puente que debía unir, ya para siempre, las diadas irresolubles de su identidad como judío ucraniano. En la miopía compartida, Bábel no supo intuir que el antisemitismo en la Unión Soviética, aunque camuflado, seguía vivo y que, en la época de Stalin, adquiriría un cariz muy similar al del nacionalsocialismo alemán.

Jorge Luis Borges, gran admirador de Bábel, afirma refiriéndose al escritor ucraniano: «El clima habitual de su vida ha sido la catástrofe». El Palermo bonarense de Borges está hermanado con la mítica Moldavanka de Bábel en donde conviven hampones, mujeres de generoso trato y poetas languideciendo en el muelle del puerto. En aquellas calles laberínticas y con agujeros de bala en las paredes, se reúnen el Grajo Froim, Benia Krik y el Rey a tomar vino barato de Besarabia en la taberna de la cosaca Liubka mientras pasan a su lado, sin inmutarse, los shamashim hacia la sinagoga, los vendedores de aves kosher, las honorables lecheras de Bugaiovka envueltas en chales anaranjados y los tártaros de sudor de bronce con sus túnicas de tela a rayas. La Ucrania de Bábel está ardiendo y ya no están ni la luna verde ni los bandidos de pocas palabras y maneras letales de Bábel para defenderla.

Queda, eso sí, el silencio que tanto encrespó a Stalin en el Primer Congreso de Escritores Soviéticos en 1934 en la tan famosa declaración del escritor ucraniano acerca de las razones de su escaso trabajo literario: «El género del silencio. Soy el maestro del género del silencio». El silencio elocuente de Bábel, tan parecido al que preconiza Wittgenstein en su Tractatus, no está ligado, sin embargo, a la pérdida de la imaginación o a una parálisis de las facultades de escritor. Es el resultado de una atenta labor de contemplación de la realidad tormentosa y revolucionaria que le tocó vivir y a la que quiso acercarse de la forma más honesta, sin los influjos del odio o de la admiración, interesándose en el cómo y en el porqué de las cosas, escribiendo quince versiones de un mismo cuento, si era necesario, y recalando en todos los puntos, porque «ningún acero puede atravesar el corazón humano con un frío tan cortante como un punto puesto a tiempo».

Se escucha el silencio en el último grito de Bábel: «¡No me dejaron terminar!». La ausencia del cuento inacabado en el que se contaría todo aquello que debía saberse. No le dejaron, no. Lo enmudecieron como a tantos otros testimonios que nos fueron arrebatados y, sin los cuales, la historia está condenada a retornar una y otra vez en su máscara más atroz y absurda.

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