Ya a pocos nos cabe duda de que la ruptura entre los dos líderes del MAS, Morales por un lado y Arce Catacora por el otro, es ideológicamente definitiva, lo que no quiere decir que no puedan aliarse para tapar sus trapos sucios. En todo caso, lo que hoy vemos nos deja claro que se trata de un conflicto al interior del MAS que pone de manifiesto dos versiones masistas: la de la vieja izquierda marxista y la otra, marcada por una visión indigenista, que se presenta como la izquierda progresista por no caer en el peligroso grupo de las concepciones racistas de la historia. Está claro que hacerse el de izquierda no le quita a Evo su marcado filón fascista, tanto como está claro para Arce Catacora que hacerse el conciliador no le quita su clara tendencia populista.
La batalla entre ambos, empero, no se libra en el campo de la democracia; ambas son expresión de las fuerzas latinoamericanas más autoritarias y despóticas, de manera que sería ilusorio esperar una resolución en el marco de la democracia. La vía normal para este tipo de organizaciones políticas es el aniquilamiento de uno por la sobrevivencia del otro, “caiga quien caiga”. Sin embargo, ha cruzado tanta agua bajo el puente entre el exjefe y el exministro, que parece tratarse de una oportunidad óptima para saldar cuentas y quemar recibos pendientes. Todo esto nada tiene que ver con el país, envuelto en una crisis a todo nivel. Lo cierto es que la nación marcha por una ruta y ellos, junto al MAS, por otra.
¿Cómo fue posible todo esto? ¿Qué tienen estos dramáticos dictadores que, ellos solos, pueden poner en vilo una democracia? No parece tener mucho sentido que una disputa entre cómplices ponga de cabeza a una nación entera. Yo creo firmemente que, hoy por hoy, otras fuerzas se mueven en la historia. Me explico.
Hasta no hace mucho se sostenía que la crónica inestabilidad política y social boliviana obedecía a fuerzas centrífugas, lo que explicaba cómo las oligarquías nonagenarias vivían más en el horizonte extranjero que en el nacional. Hoy, con un empresariado poderoso y una visión nacional mucho más clara y definida, parece razonable pensar que la inestabilidad obedece a fuerzas entrópicas más que centrífugas.
La entropía se define como “la medida del desorden”, y los especialistas sostienen que todo movimiento entrópico tiende a su propia destrucción. La disputa entre masistas, que alcanzó el fin de semana su nivel máximo, parece obedecer a este tipo de fuerzas, en la medida en que, al paso que vamos, lo más probable es que el MAS termine reducido a una “juntucha” de aprovechados y pierda (en este banal conflicto) todo el poder y la legitimidad hegemónica que lo acompañó durante al menos 16 años. El problema no es que terminen aniquilándose mutuamente; el problema es que arrastrarán a toda la nación. Precisamente por eso, me da la impresión de que la entropía masista nos aproxima peligrosamente a un final que nadie puede prever.
Después del Estado del 52, y ante la ausencia de una solución histórica de continuidad a partir de las fuerzas democráticas de oposición, el país parece arrastrado por fuerzas entrópicas nacidas de las entrañas mismas del MAS, sin más futuro que sufrir las consecuencias de la disputa epocal entre un ególatra y un demagogo.
Vivimos, pues, una época de incertidumbres crecientes que requiere de hombres de talla. Esas tallas no están en el MAS, y en la oposición demoran demasiado. Esperemos que estas oscuras fuerzas que jalonean el futuro de la nación no terminen haciéndola pedazos