La política boliviana contemporánea puede ser comprendida con notable precisión si se la analiza a través de tres conceptos clave que alguna vez traté en este mismo medio de difusión: entropía, fuerzas centrífugas y fuerzas centrípetas. Estas nociones, originalmente formuladas en el ámbito de la física termodinámica, han sido apropiadas por las ciencias sociales modernas para describir procesos sociales y políticos con gran capacidad explicativa, especialmente en contextos de inestabilidad institucional y crisis social aguda.
La entropía, en este marco conceptual, alude a la tendencia natural hacia el desorden, la fragmentación y la pérdida de coherencia en los sistemas complejos. Aplicada a la coyuntura boliviana actual, se manifiesta de manera palpable en la creciente polarización política y social, así como en el progresivo deterioro de las instituciones, particularmente en el ámbito de la institucionalidad democrática. A ello se suma la profunda crisis del sistema judicial, minado por la corrupción, la cooptación política y la pérdida de legitimidad del actual gobierno.
El proceso de desinstitucionalización, que ya suma más de dos décadas, ha contribuido no solo al debilitamiento del Estado de derecho, sino también a la generación de una aguda incertidumbre colectiva y desconfianza generalizada en el futuro inmediato. El resultado es un clima social en que el tejido social es cada vez más laxo y débil, los valores sociales, morales y éticos han hecho crisis y se han apoderado de los ciudadanos altos niveles de frustración en un entorno marcado por la crisis económica, la creciente inflación y una sistemática incapacidad gubernamental.
En el campo opositor, las fuerzas centrífugas –aquellas que tienden a la dispersión– son manifiestas y determinantes. Las marcadas diferencias de orden individual, los liderazgos fragmentados, las ambiciones personales y la ausencia de un proyecto político común impiden la conformación de una alternativa sólida al Movimiento al Socialismo (MAS). Con escasas excepciones, cada facción opositora prioriza sus propios intereses, lo que dificulta la articulación de un frente cohesionado capaz de disputarle el poder al MAS en las próximas elecciones generales. Además, la pugna por el protagonismo y la exposición mediática agrava la fragmentación interna y confunde al electorado.
Sin embargo, no todo está perdido: existen fuerzas centrípetas que podrían, en ciertas circunstancias, propiciar la unidad opositora. La necesidad de frenar la deriva autoritaria, defender los valores democráticos y enfrentar colectivamente los graves problemas económicos actuales podrían constituirse en puntos de convergencia. No obstante, hasta ahora, estas potencialidades no parecen ocupar un lugar prioritario en la agenda de los partidos ni en la estrategia de sus líderes, especialmente en un contexto electoral como el actual, donde predomina el cálculo inmediato por encima del horizonte estratégico común, lo que, de alguna manera, nos habla de un recorrido entrópico, entendiendo que todo fenómeno de ese tipo termina en el caos.
En el oficialismo, por su parte, las tensiones internas también se han vuelto evidentes y, en algunos casos, insostenibles. Las fracturas dentro del MAS, las luchas intestinas por el control del aparato estatal y la ausencia de una renovación del liderazgo, tanto como el reconocimiento del fracaso del modelo que impusieron a partir de 2006, han generado densas fuerzas centrífugas que erosionan la cohesión del bloque masista. A esto se suma el evidente agotamiento de su propuesta política, que ha dejado de ofrecer respuestas eficaces a los desafíos del presente.
Sin embargo, en su interior emergen también fuerzas centrípetas, impulsadas por la necesidad de conservar el poder, blindarse ante posibles responsabilidades judiciales y mantener los privilegios acumulados durante dos décadas de administración estatal. La búsqueda de unidad entre facciones enfrentadas dentro del MAS parece sustentarse menos en una visión compartida de país y más en una estrategia de supervivencia política. En este sentido, cualquier posible alianza al interior del oficialismo dependerá más del cálculo pragmático y del temor a las consecuencias del ocaso político que vive actualmente que de la convicción o la lealtad ideológica.
Visto desde esta perspectiva, la coyuntura política boliviana se configura como un espacio atravesado por una constante tensión entre dinámicas de dispersión y de cohesión. Tanto en la oposición como en el oficialismo, estas fuerzas se entrecruzan, se contrarrestan y, a veces, se anulan mutuamente. La capacidad de los actores políticos para gestionar estas tensiones, construir consensos y articular proyectos políticos incluyentes y democráticos será determinante para el futuro inmediato del país.
El panorama actual, lamentablemente, no ofrece señales claras de superación de la fragmentación ni de construcción de liderazgos capaces de afrontar los desafíos de este nuevo ciclo estatal nacional. Todo parece indicar que una lógica entrópica se ha instalado en el núcleo mismo del sistema político nacional, configurando una fase de alta inestabilidad, incertidumbre y riesgo democrático.