Blog Post

News > Etcétera > Encuentros y desencuentros

Encuentros y desencuentros

Andrés Canedo

La verdad es que Juan no era muy expresivo. Era sí, altamente sensible, pero se guardaba para él muchas de las palabras (no los gestos) que pudieran expresar esas sus emociones. Cuando se encontró con Juliana, tan poco comunicativa en vocablos como él, se podría haber dicho que lo hizo con su reflejo femenino. Es cierto que ella, por aquellos días, andaba con Pedro y que los había conocido a ambos que eran una pareja extraña, pero las circunstancias juntaron a Juliana y Juan en varias oportunidades, y así, en silencio, sin decirse te quiero ni menos te amo, habían terminado en la cama. Y ese día y los que siguieron, incluso durante un par de meses se fueron a vivir juntos, se amaron intensamente pero sin declaraciones orales. Hacían el amor, se sentían hondamente, se decían cosas profundas desde los cuerpos que lograban abrir el misterio de sus almas y comunicarse algunos arcanos importantes, pero no todos, claro. Eran unas posesiones no explosivas ni ruidosas, enmarcadas en una discresión mutua, pero que llegaban lejos en el camino de sus espíritus. Juan, no sabía de ella, casi nada más que su nombre y apellido. No sabía de dónde venía, su hablar no denotaba su origen. Estaba seguro sí, que ella era boliviana, como él. Sabía sí, que le gustaba la poesía, que leía infatigablemente los poemas de Borges, sabía de algunos de sus gustos en el comer. Pero nada más, y no le preguntó sobre ella porque no lo creía pertinente. Ella tampoco sabía mucho de él. Había aprendido que era de una ciudad del interior, que estudiaba, aunque muy poco, agronomía, que se sustentaba con algunos trabajos esporádicos y breves. Es que ella no quería preguntar: sabía que el saber es una forma de atarse y eso no quería hacerlo; le bastaba con amarrarse al transitorio cuerpo de Juan y desde allí descubrir las verdades de ese otro ser tan reservado como ella.

Es verdad también que Juan supo desde el principio, que ese ser libre que le entregaba algunos de sus enigmas y el esplendor de su figura maravillosa, el ebullir controlado de sus 21 años espléndidos,  nunca sería totalmente suyo. Es cierto, asimismo, que Juan sospechó durante algunas de las salidas de ella en el transcurso esos dos meses, que Juliana se había acostado con algún otro, pero no se sintió con derecho a reclamos, pues sabía que no era su dueño y así lo aceptaba. Claro que eso le producía bastante dolor porque él sentía que la amaba de verdad, que en sus sueños más secretos, iba imaginando, a pesar de las advertencias de la razón, una vida con ella. Por eso cuando ella desapareció sin despedirse, sin dejarle siquiera una nota, no se asombró, pero se sumió en la pena de la constatación de que lo que había soñado no se realizaría jamás. Igualmente, en esos momentos, tuvo la certidumbre de que aunque otras mujeres pasarían por su vida, ninguna llenaría los espacios de su alma como, con su aparente mezquindad y reticencia, lo había hecho Juliana.

Por supuesto, que contradiciendo su decisión, la rastreó casi sin tener ninguna pista. Algunos amigos que alguna vez habían tomado un café con ellos, la internet en las que había al menos diez mujeres con ese nombre y apellido, pero que ninguna se correspondía con lo poco que sabía de ella. Incluso, tomando coraje, trató de ubicar al desaparecido ya hacía tiempo, Pedro, pero este también se había hecho humo. Así, tan extrañamente como había aparecido, Juliana se fue esfumando en la nada, pero no llegó a ocupar las negruras de su olvido.

Pasaron doce años, él llegó a terminar la carrera, se casó y se divorció al poco tiempo, tuvo varias compañeras ocasionales de lecho y aprendió, en homenaje a ella, a leer a Borges y otros poetas a través de cuyos versos la buscaba en lo insondable de la noche. Pero la noche siempre era oscura y en esa penumbra no encontraba, ni con toda la luz de su espíritu, ningún rastro de la amada desaparecida. Sólo permanecía en él, ese tenue resplandor del recuerdo, la sensación de algún descubrimiento durante alguna lejana cópula callada, algo que se había alojado en su espíritu durante los días de su vigencia y que todavía brillaba como un sutil fuego fatuo.

Juan había hecho, claro, algunos amigos que lo invitaban a agasajos a los que él, generalmente, se negaba a asistir, pero unos pocos le eran imposibles de rechazar. El cumpleaños de José, casado y con hijos como casi todos sus pocos amigos, fue una de esas circunstancias. Los amigos, aunque Juan era siempre callado y poco comunicativo, lo sabían de buen corazón y por eso lo invitaban. Además, se condolían de su soledad, aunque Juan no se quejaba ni revelaba nada de su secreto sueño, ellos tenían la oculta esperanza de que tal vez, en una de esas reuniones, Juan podría encontrar alguna mujer que resonara con él, que pudiera volverse su compañera. Nada de eso aconteció en esta oportunidad como tampoco había acontecido en otras anteriores. Juan se limitaba a cortos intercambios de palabras, todas habituales y protocolares, sin revelar nada de sus pesares ni de sus alegrías, si es que las tuviera. Al despedirse, José que tenía algunos tragos encima, le dijo: “Amigo, te queremos y algo me dice que pronto aparecerá la mujer de tu vida”. Juan sonrió apenas, y siguió su camino mudo.

A los pocos días, en su oficina de agrónomo, se presentó un hombre de buen castellano pero de resonancias extranjeras, que requirió sus servicios pues había comprado unas tierras cercanas. Se pusieron de acuerdo en las distintas formalidades, y cuando estuvieron a punto de firmar los papeles, apareció por la puerta, como una revelación mágica, Juliana, más mujer, más bella, más hermética, más fría. Lo miró desde la puerta de entrada, pero desde sus ojos de hielo, le hizo saber que no habría lugar a reconocimientos. Se llegó hasta el escritorio, se acercó al hombre y este la presentó como su esposa. “Mucho gusto”, le dijo ella mientras le tendía la mano y no revelaba ninguna emoción. Juan experimentó varias emociones simultáneas: el deslumbramiento por su belleza madurada, los chispazos de recuerdos que fugazmente se agolparon en su memoria, la sensación de esa mano en la suya y el reconocer las formas, la tersura, la calidez de aquella carne que había poseído en noches lejanas que inauguraron los sueños incumplidos; pero también la estupefacción, la duda de si  lo habría reconocido, la pregunta súbita de si tal vez habría sido tan insignificante para ella, que ella ahora ni siquiera lo recordaba. Claro,no dijo nada. Todo esto, a pesar de su inmensidad,  se sepultó como tantas cosas en su vida. Cuando ambos se retiraron, ella reiterándole apenas el gusto de haberlo conocido, él ya no pudo trabajar.

Se fue a una plaza cercana y se puso a pensar, a pensar en Juliana, a pensar en él, a pensar si esa su forma de ser, si su permanente reserva no sería también la causa de su infelicidad. Las imágenes del  cuerpo de ella erupcionando convulsiones silentes, la sensación de haber aprehendido de Juliana algún mensaje oculto que le hablaba de amor, de sueños, de ansias de compartir lo más guardado de su vivir, lo fueron colmando. Pero también se le hicieron presentes las preguntas sin respuesta, esas negaciones que traen aparejadas la tristeza y la desesperanza. ¿Era posible que ella no lo hubiera reconocido? ¿Era tan rigurosa de espíritu que podía negarse a cualquier vínculo con el pasado? ¿Temía generar algún recelo en su marido, en una actitud inédita que revelaría un resquebrajamiento a su sentido de la libertad? ¿O él no la conocía tanto como creía y ella se había rendido a normas que antes jamás hubiera aceptado? Agotado, Juan tomó su auto y se dirigió a su casa, donde pasó las horas en el desasosiego y en el mal dormir.

Al día siguiente, todavía abrumado de calamidades, cuando al fin de la media jornada tomaba su vehículo para ir a almorzar, los golpes en la ventanilla del lado opuesto y el rostro deslumbrante de Juliana a través del vidrio lo trajeron súbitamente al mundo de la luz. Ella entró como un chorro de sol, se sentó a su lado y simplemente le dijo:

– Llévame a algún lugar donde podamos hacer el amor.

En el trayecto hacia la casa de Juan, casi no hablaron. Su marido había ido al campo a ver sus tierras. Ella había fingido no reconocerlo porque ella era así. Y Juan, dijo que la había esperado durante doce años. Y ella, hiciste bien y también hiciste mal. Sólo habrá este breve presente, aprovechémoslo. Lo demás fue silencio pleno de símbolos que sólo ellos sabían descifrar. Y el resplandecer de toda ella en el asiento de al lado, sus muslos ardiendo como una visión mágica, sus manos prometiendo caricias renovadas, su rostro rielando resplandores de éxtasis próximos.

Se hicieron el amor serenamente, sin barullos ni alharacas, buscando hondo, penetrando y absorbiendo sin prisa, tomando y entregando, disfrutando cada milímetro de posesión y de capitulación. Se sintieron y se disfrutaron con sapiencia, sin exaltaciones, pero sin claudicar el ardor. De esa manera se encontraron en algún puente de luz, construyeron la imagen de los dos hecha de revelaciones, fundidos en una escultura radiante que los identificaba aunque los contornos se derretían y se rehacían para volver a derretirse y rehacerse. Los cuerpos hicieron el trabajo de liberar las almas, de vislumbrar la promesa evanescente de la paz y la felicidad. En medio de un dulce y compartido espasmo que vino subiendo desde las más remotas profundidades, la voz de ella dijo “te quiero, siempre te he querido” y la voz de él resonó diciendo, “te amo, siempre te he amado”. Permanecieron todavía un rato en la cama, plenos, henchidos de asombros y conocimientos que habían yacido en la oculta cuna de la verdad, pero en el silencio que mantuvieron, supieron que esas verdades no podrían ser reveladas y que quedarían ocultas pero vigentes, en lo más abismal de ellos mismos. Se vistieron sin decir palabra, todavía sobrepasados de emociones. Ella apenas dijo, “No quiero que me lleves, pídeme un taxi”. Él apenas le dijo, “¿Cuándo?” Ella le respondió, “Tal vez, alguna vez”. Y Juliana se fue otra vez como el humo, como el agua, como la arena entre los dedos. Cada uno quedó solo, pero iluminado y, aunque no había margen para el soñar, la fuerza de la revelación incomunicable, les diseñó un esbozo de sonrisa en los labios.

Al mediodía próximo, durante el almuerzo, Juan que cargaba su cruz hecha a la vez de alegría y de pesar, sintió que algo le llamó la atención en el noticiero que se pasaba en la televisión. No tardó en caer en el horror. Un automóvil destrozado, la ruta hacia el campo donde él tenía que hacer unos trabajos, cuerpos que son retirados, nombres que él reconoce, fatal accidente, Juliana con su apellido, boliviana, el extranjero llamado…  Dejó la comida, pagó y salió en silencio, caminó durante un par de horas en silencio, pensó a ráfagas, lo poco que podía pensar, en medio de las imágenes que lo asaltaban, con el aroma de ella todavía vigente en sus manos que olió como para sustraerla de la muerte, con la memoria de sus formas, con el sabor del cuerpo de ella reviviendo en su lengua y en sus labios, con la permanencia de su luz que se empeñaba en no extinguirse. Supo entonces que a nadie podría contarle del milagro que había vivido, que lo tendría que guardar para sí, como tantas otras cosas. Supo que ella y él, seres del silencio y de las emociones intensas, habían optado por esa especie de destino que no puede comunicar más que en contadas ocasiones. Supo que el amor y la muerte habrían de amarrarlo, quizá para siempre al recuerdo sublime e inconfesable. Hubiera querido tener alguien a quien contarle, hizo una breve revisión mental de sus pocos amigos con los cuales no había compartido más que banalidades y ninguno le pareció adecuado. Tendría que guardarse esta enormidad que conformaba su dolor, su alegría y su oculto sentir. Con angustia decidió que la enorme historia con Juliana sería otra cosa que debería callar, una más en su no muy larga e inexpresiva vida.

error

Te gusta lo que ves?, suscribete a nuestras redes para mantenerte siempre informado

YouTube
Instagram
WhatsApp
Verificado por MonsterInsights