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En el arrabal de senectud

Luis Bravo

«A todo se llega. He aprendido a ser sucio. Y me parece bien». El aforismo de Juan Ramón Jiménez intentaba otorgar su inherente distinción y aplomo al estado natural al que lleva cualquier transcurso vital. Pero a su cita se le podrían enfrentar muchas otras de tantos otros autores que contradirían, que descalificarían incluso, esa liviandad otorgada a un periodo que suele caracterizarse por lo contrario. Las populares «goteras», los olvidos, la pérdida de los seres queridos y allegados, la disolución del mundo conocido. La decadencia, en definitiva, propia del trayecto recorrido. Las preguntas y constataciones a las que nos aboca. ¿Cómo de diferente hubiera sido la vida de haber seguido esa propuesta, esa oportunidad? Adonde hemos llegado, ¿es la consecuencia directa de lo que fue predispuesto? ¿Qué o quién ha intervenido realmente? ¿Nosotros o las acciones cometidas o que nos sucedieron? Esas cuestiones se pueden ramificar hasta el infinito, brotando su verdor, desgraciadamente, en el tiempo de descuento.

Al comienzo de su primer tomo de memorias, El fin de los palacios de invierno (2015), publicado en la editorial Pre-Textos, igual que los dos tomos siguientes, el poeta reflexionaba sobre lo anterior: «Y yo, pese a tantos sucedidos, distintos, pero varios como los suyos, infelices muchas veces, felices, jubilosos algunas otras, me reitero. No puedo dejar de hacerlo: no supe vivir. Y vivo, he vivido… Cansado, a mi pesar. O radiante, los fúlgidos momentos. ¡Cuánta extrañeza!». Ese espíritu contradictorio que se debate entre la alta estima de la vida y la capacidad de detestarla hasta sus cotas más bajas ha rondado muchos de los textos narrativos y poéticos de Luis Antonio de Villena. En su último libro de poemas, Miserable vejez, editado en la colección Visor de Poesía, la inspiración ha hecho acto de aparición sin cortapisas; ha decidido hablar y recrear esos estados vitales ligados a la tercera edad, repudiando de forma educada, cuando no directa, el velo políticamente correcto que se tiene puesto sobre ella, esa corriente enturbiada por los bienpensantes, observándose a sí mismo, a su barrio madrileño y a sus residentes, además del otro paisaje que siempre le ha acompañado, el literario, acorde a sus necesidades de ampliación de súplica o reivindicación. El libro es su paso al frente contra la aureola de la vejez, «ni noble ni sagrada», en opinión de Villena. Es, por tanto, la defensa a ultranza de su contraposición, de la juventud como balsa de la Medusa a la que uno debe aferrarse si quiere evitar el pairo de las últimas mareas. «El tosco mundo moderno destruye el tosco mundo viejo. / Todo se derrumba. Todos mienten. Escupen y ensucian/ todos. Nada quedará de nada. Maldad y cieno. / Una horda de gentuza brutal y avariciosa. / Tan avara que solo habrá crimen y desierto», escribe en Aquel mediodía en el río enorme, al inicio, dejando clara la batalla que la voz lírica tiene con su realidad, estando henchida de razones para mantenerse en sus trece, en la negación de la dinámica mediocre que la tiene asediada.

La bibliografía del poeta madrileño ha estado desde sus primeros títulos atravesada de un poderoso culturalismo, uno que llegaba a los lectores no como un eco apolillado desde la Torre del Homenaje, sino como un resultado natural, que el poeta ha entendido y predicado, de la implicación que debe suceder de la vida en la literatura y del mismo modo a la inversa. Sin una y otra esfera y su convergencia, no existe realización de la personalidad, del efecto cultural en la misma, no son posibles y capaces los sentidos de entregarse a todo lo que los excita y sublima. Este nuevo, Miserable vejez, no constituye una excepción. Villena desenvaina su entusiasmo y su apasionamiento porque qué alternativa hay como forma de vida. «Quiere la explosión de los sentidos o la muerte, que es pareja», y ese «todo o nada» le hace inclinarse por el disentimiento, por revolverse contra el arrabal de senectud ―expresión que recoge de las coplas de Jorge Manrique, y que barajó como opción de título― , sin descuidar el tino del dardo: «El cuerpo es torpe y sin gracia, pero el corazón que ama el exceso joven, sigue ardiendo en la vieja llama. El deseo como fármaco», escribe en el posfacio.

Los poemas son una hilera de teas en medio de la oscuridad presente. Su modelo de brillos ocasionales alcanza un significado pleno, por un lado, por ese dilema de soledad ante la contrariedad que produce un mundo insatisfactorio, y por otro debido a su brevedad, a la constricción de los textos, si bien en los dos libros anteriores, Grandes galeones bajo la luz lunar (2020) y Lujurias y apocalipsis (2022), ambos en la editorial Visor, había una mayor tendencia a la expansión de los versos, a su arrollo ensimismado, cabreado podría añadirse. En Miserable vejez se contiene el talante ardoroso y se dosifica en las palabras justas, demostrando igualmente la valía intacta de su verbo lírico. En el poema Duermevela: «¿Qué has oído de los muertos? Voces que conocí y huyeron, / atisbos de voces, sones que no llegan a palabras, timbres breves… / […] ¿Has oído algo de los muertos? Un viaje y no nos hemos movido. / ¿Dicen algo de mí o de ti? Todos andamos sendas perdidas, / y el bastón no es adorno ya, sino cuña, refugio, garfio. / Buscadores solo de calma, silencio, lejanía, azul y buenas noches».

Su voluntad de lucha conduce al escape. No indica cobardía, todo lo contrario. El artista necesita dar la espalda al mundo para comprenderlo o criticarlo mejor. Algunos lugares, dentro de su literatura, han recibido esa afrenta y esmerado sus virtudes para que se cumpliera el mandato de la individualidad. Huido del invierno, el sur es la respuesta a la imperecedera juventud. El sur anhelado, dorado por la dicha del oasis, «el sol, la piedra. Bebiendo un bitter / rojo, […] despojarse, no tener nada y sentarse / a mirar el horror atareado de las humanas hormigas, / de un abismo a otro abismo. Sin presente ni futuro. / Todos van y vienen, sin sentido. Brutal vanidad vacía. / Nosotros hemos llegado ya, sin habernos movido», dice en Humana locura como alegato de esa huida que, al llegar a cierta edad difícil de aceptar, ya solo puede llevarse a cabo a través de las páginas, las que sean.

La deshumanización actual conlleva fijarse en otros escenarios temporales. La Edad Media plegando sus nieves y hermosuras con el siglo tocante, invocada por la quemazón que provoca la visión general de nuestra global ciudadanía, «amorfas masas ignaras / (de verdad ignorantes) y sacripantes políticos», tal y como expone en el poema Leonor en Frías, uno de los más acuciantes dentro del conjunto en su repudio a la caterva social y política. Sea bajo el sol refulgente o la nieve copiosa de antaño, Villena se muestra encendido y recorre las andadas que dedica también a los viejos amigos —Jaime Gil de Biedma, Julio Aumente—, a los viejos afectos literarios o artísticos —Elmyr d’Hory, Leonardo Da Vinci, Rupert Brooke, José Lezama Lima, María Zambrano— o a los semblantes familiares y del antiguo barrio —en los poemas Abuelita MaríaEl gran árbol verde Mi viejo Chamartín—, estos últimos consecutivos dentro del libro.

¿Qué es lo que pervive?, cabría preguntarse tras una lectura tan intensa. No hay una respuesta única. La poesía, la de Luis Antonio de Villena, está mucho más allá de las resoluciones previsibles. Su inmovilidad nos agita, su firmeza nos estremece. Cada palabra, como un declive veraniego, nos hará sentir tenuemente el crepúsculo brutal, la falta de remedio ante el silencio.

Luis Bravo es poeta y escritor.

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