Angélica Guzmán Reque
“La naturaleza es el único libro que ofrece un contenido valioso en todas sus hojas” Johann Wolfgang von Goethe
Es esta una gloriosa oportunidad para hacer referencia al vergel con que nos acoge esta bella ciudad, por ser única.
Santa Cruz, siempre vestida de verde: verde tornasol, verde mar, verde olivo, verde esmeralda, verde rosa, verde menta, y todos los que solo los ojos de la esperanza pueden ver. Diseñada en la feroz y sobrenatural arboleda, donde filósofos y alquimistas veían en el verde un símbolo de la luz de la naturaleza, que es también de la vida, el espíritu de oro verde, que guarda los misterios universales, por lo que Pedro Calderón de la Barca expresaba:” Verde es el color principal del mundo, y a partir del cual surge su hermosura”.
Santa Cruz, ciudad de la eterna primavera, cuya naturaleza prodigiosa jamás desfallece, antes bien renace en cada temporada, mes a mes vemos y sentimos el pincel del más hábil pintor que la jaspea de los colores más asombrosos, así como expresa Hermann Hesse; “la naturaleza tiene miles de colores, y hemos avanzado sólo veinte” , pero siempre lleva los colores del espíritu y es ese espíritu bullanguero que es contagiado por el simbolismo de los colores que afectan a la mente y al espíritu, de todo ser que se extasía con ella..
Los colores se van relevando mes a mes, no importa que los vientos del sur, con ráfagas de fríos invernales se hagan presentes, tiñendo el paisaje urbano y rural, y, el primer árbol florido es el toborochi, rosado y blanco, calles, avenidas y plazuelas ostentan ese color rosa, de la delicadeza, la dulzura, de la amistad y el amor puro, así sea en días lluviosos o fríos, el amor y la amistad presentes, en su combinación con el blanco grisáceo, lo puro e inocente, así como la limpieza, la paz y la virtud.
Sus flores se desparraman para dar paso a los tajibos, color tras color, el rosado delicado, dando calidez a los días grises de los impasibles, como rigurosos vientos de invierno, sin embargo, el que desafía al tiempo y da claridad y presteza es el tajibo amarillo, refulge con el sol, hasta parece ser que los rayos del sol hubiesen descendido para darnos energía, fuerza al accionar, para luego, terminar con el blanco inmaculado, de apenas un día, pero suficiente para extasiarnos con su pureza natural, sembrando en los corazones el amor por la naturaleza. No en vano pensaba Buda: “Si quieres conocer lo divino, siente el viento en tu cara y el calor del sol en tus manos.”
En seguida estarán presentes los árboles del framboyán, anaranjados, rojos y gualdas. Ese anaranjado que da entusiasmo porque presagia días de sol, calor, son colores divinos de exaltación por la vida, se suele decir que el naranja es el color más optimista de todos, que con solo mirarlo, nos despierta y estimula la sonrisa. De inmediato da permiso al color rojo escarlata de la pasión, la fuerza el espíritu de vitalidad, de agresividad, de sensaciones extremas, pero posibles, no en vano el poeta Roethke expresaba: “En lo profundo de sus raíces, todas las flores mantienen la luz.”
Creo que podría escribir un libro con todas esas sensaciones que exalta nuestro ánimo cada vez que observamos la belleza de la naturaleza, pero, también nos acongoja, saber de la fragilidad que es frente a la mano dañina del ser humano.
No por nada decía William Shakespeare; “Y, esto, nuestra vida, exenta de refugio público, encuentra lenguas en los árboles, libros en los arroyos corriendo, sermones en las piedras, y buenos, en todo”
Este gran departamento, tierra bendecida por Dios, lleva el nombre de la Cruz, ese madero que fue parte del sacrificio, la vida y la muerte de Cristo, Dios y hombre que ofrendó su vida para liberarnos del peso que representaba el sacrificio humano con que se vivía hacía más de dos siglos.
Por todo es bueno no olvidar las palabras de Juan Pablo II. El Papa del amor y de la entrega que dijo: ““La cruz, en la que se muere para vivir; para vivir en Dios y con Dios, para vivir en la verdad, en la libertad y en el amor, para vivir eternamente”.”