El exembajador en Bolivia David Greenlee dio en 2007 una entrevista a un proyecto de historia oral de la diplomacia norteamericana. Allí remarcó que los bolivianos “no piensan geopolíticamente, aunque sus vecinos sí lo hacen.” Pues bien, tengo otra prueba que lo corrobora. Nuestros vecinos nos estudian con rigor, nosotros a ellos no.
En 2015, el Centro de Estudios Estratégicos de la Academia de Guerra de Chile publicó una investigación sobre la “aspiración” marítima boliviana y sus implicancias en la seguridad y defensa de Chile. La obra se titula La punta del iceberg y tuvo cierta difusión, aunque poco eco en nuestro país. En sus cálculos centrales más pesimistas, ese texto anticipó con precisión las rutas que podía atravesar Bolivia y que se han cumplido desde 2016 hasta hoy.
Esa investigación se llevó a cabo con la demanda boliviana en La Haya aún en trámite. Evo reinaba ufano; no había sufrido aún el traspié del 21F. Bolivia disfrutaba el auge, pero la época dorada iba quedando atrás. Vivíamos en el jardín del Edén del gas, “en una estabilidad política nunca antes vista en el país”, a decir del libro.
Con un sencillo análisis multisectorial, el texto repara en las potencialidades del país de convertirse en eje articulador del continente, “si puede dotarse de la infraestructura necesaria”. También destaca la histórica inestabilidad boliviana y nuestra “notable ausencia de cohesión social.” Concibe al Estado Plurinacional como el primer intento de Estado nación, producido por la reivindicación indígena y la sustitución de élites políticas. Ominosamente, empero, cita al sociólogo Fernando Calderón. Este señalaba en 2014, a propósito de la coalición social y política de Evo Morales: “(una) alianza que tiene para rato, pero veamos qué sucede si hay vacas flacas”.
La sucesión de Evo por alguien con capacidad de remplazarlo se veía indispensable. Los chilenos estimaban que Evo tenía capital político para durar hasta 2020. Pero si él forzaba un mecanismo constitucional para perpetuarse en el poder, eran bajas las chances de que su sucesor asumiera el poder en paz. Inversamente, la consolidación del proyecto plurinacional dependía de que Evo dejara democráticamente el poder y lo transfiriera tranquilamente en 2020.
La obra apunta que el modelo económico boliviano no estaba afianzado. Por el contrario, quizá no era sustentable. Entre otras causas, por su excesiva dependencia de los hidrocarburos: el crecimiento del consumo interno de gas más las obligaciones de exportación a Brasil y Argentina, el vencimiento de los contratos de exportación y el que las reservas probadas de gas podrían durar solo hasta 2025. El descalabro estaba al acecho si no se hallaban más reservas o no se industrializaba el litio.
Los investigadores chilenos esbozaron varios escenarios, uno de peligro del Estado Plurinacional. En esa fase, el Gobierno se veía obligado a convocar a las Fuerzas Armadas para asegurar la paz social, a riesgo de quebrar aún más la cohesión social (piensen en lo ocurrido en 2019 con Añez).
El libro advirtió también el posible fracaso del Estado Plurinacional: Bolivia iniciaría otro ciclo de inestabilidad, dependencia de préstamos y ayuda externa, como en décadas anteriores (vamos en ese camino). Las disputas de poder pasan a las calles, “las posturas se radicalizan y la sociedad se polariza antes de que surja un nuevo liderazgo”. Oriente y occidente se alejan más por el resurgimiento de movimientos regionales (que denomina “oligárquicos”). Como en una distopía, las Fuerzas Armadas se fragmentan: el largo período de ideologización afectó su cohesión. La Policía no es nada confiable. El descontento popular crece. El narcotráfico y el contrabando se disparan como la inseguridad, que se exporta a Chile junto a muchos migrantes.
Publicado en 2015, ese libro acertó en su prospectiva política y económica de Bolivia para la siguiente década, aunque lo peor de su visión (todavía) no ha llegado. Y no es solo que aquí no podemos examinar a nuestros vecinos de la misma manera. Es que tampoco somos capaces de conjurar los nubarrones de nuestro propio destino.
Gonzalo Mendieta Romero