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Emmanuel Mounier y la epifanía de amor

Ser persona es comprender que el otro nos concierne, que su dolor y su alegría no pueden dejarnos indiferentes.

Rafael Narbona

La destrucción de la persona es el mal radical, pues la persona es la presencia del ser humano en lo real. La condición de persona no se adquiere. Es un a priori moral. Donde hay un rostro que nos habla, preguntando o aguardando una respuesta, sin la necesidad de recurrir a la palabra, pues su rostro en sí mismo es verbo, logos, lenguaje, aparece la realidad personal, la persona como hecho radical. El hombre es ante todo persona: cuerpo, espíritu y comunión, de acuerdo con la división establecida por Emmanuel Mounier. Y esas tres dimensiones siempre apuntan hacia el Tú, hacia el Otro. El hombre lesionado por la enfermedad en su capacidad racional es el Tú que nos interpela de forma más radical y ante el que se cumple nuestra obligación fundamental de reconocer al Otro. Solo ante la absoluta indefensión de un ser humano privado de su capacidad de elegir, dudar o fracasar puede realizarse la exigencia moral de asumir el cuidado incondicional del otro. Al contemplar a Françoise, su primera hija, reducida a un estado vegetativo, por culpa de una reacción adversa a la vacuna de la viruela, Mounier afirma: “Tú eres para mí una imagen de la fe”. En este caso, la fe no apunta hacia lo sobrenatural, sino hacia el sufrimiento real, inmediato.

No es necesario compartir la fe de Mounier para comprender la trascendencia del otro y el significado de la muerte de Jesús en la cruz. La cruz acoge y representa el clamor de los enfermos y torturados. Si la despojamos de su sentido teológico, pervive -ya en un plano estrictamente secular- la solidaridad con el sufrimiento. El Dios crucificado es un grito que demanda nuestra atención, no para sí, sino para el otro, para el que sufre y permanece en la sombra, invisible, ignorado o negado por los demás. Es la voz que nos descubre el desamparo de los que han sido discriminados, ultrajados y silenciados, de los que carecen de la posibilidad de expresarse porque la enfermedad los ha condenado a vivir ensimismados o porque la historia sigue un rumbo opuesto a sus derechos. La violencia de la cruz no es un recurso para imponer el dogma cristiano -aunque se haya utilizado con ese fin en no pocas ocasiones- ni una versión más del sacrifico de un dios inmolado para purificar y garantizar la continuidad del mundo, sino la expresión de una concepción de lo divino que no enfatiza en el poder, sino en la impotencia. La cruz repudia la retórica de los ídolos para acercarse a los más insignificantes y restaurar su dignidad. El nazareno, dios mendigo e impostor, vulnerable y blasfemo, ejecutado como un criminal y escarnecido como un bufón, no necesita justificación histórica. Solo está ahí para recordarnos el sufrimiento de los “parias” y los “tullidos” y para vincular la esperanza a la anticipación de un porvenir más justo.

Nadie más impotente que un enfermo sin curación posible, como la hija de Mounier, hundida en “una misteriosa noche del espíritu”. Su silencio nos convoca con una dulce tenacidad. La persona es -según Mounier- “una presencia de mí”, que solo se muestra parcialmente, pues no deja de acontecer y en su acontecer siempre hay algo más que lo dado. Su trascendencia no es un dato inmediato, sino una intuición, que solo se clarifica al descubrir la existencia del otro no como resistencia, sino como interpelación. Ser persona es comprender que el otro nos concierne, que su dolor y su alegría no pueden dejarnos indiferentes. Ante el otro, no cabe la evasión, sino el compromiso. Los otros no nos limitan, sino que nos configuran. Nos permiten ser, conocernos, encontrarnos. Si niego al otro, me niego a mí mismo. Es la forma más extrema de alienación, pues “ser hombre significa amar” (Mounier) y si no hay amor, no hay humanidad. Al reflexionar sobre el estado de su hija, Mounier escribe a su mujer: “¿Qué sentido tendría todo esto, si nuestra hijita no fuese más que un ovillo de carne caída en no se sabe qué abismo, un fragmento de existencia sin sentido y no esta blanca y pequeña forma sagrada que nos sobrepasa a todos, una inmensidad de misterio y de amor que nos deslumbraría a todos si se nos mostrase ante nuestros ojos; si cada golpe, cada vez más duro, no fuese una nueva elevación que -a cada instante, cuando nuestro corazón comienza a acostumbrarse, a adaptarse al golpe precedente- representa una nueva exigencia de amor? Desde la mañana hasta la noche, no pensamos en este sufrimiento como en algo que nos es arrebatado, sino como en algo que damos, para no ser menos que este pequeño Cristo que se halla entre nosotros, para no dejarle solo -a él que debe atraernos hacia sí- y para que no esté solo, sufriendo con Cristo”.

La carta de Mounier sobre la desgracia de su hija no es un mero testimonio, sino el camino de acceso al otro. La solidaridad es compasión activa, vivencia del sufrimiento del otro. La indiferencia ante el dolor del otro solo puede brotar de una conciencia empobrecida, de una noción de humanidad que únicamente contempla al otro, por utilizar el análisis de Mounier, como usurpación. Desde el punto de vista de la usurpación, que es la esencia del pensamiento totalitario, el otro es una amenaza para mi libertad.

La violencia contra el otro es un vestigio del yo infantil, que aún no ha descubierto la riqueza del desprendimiento, de la apertura hacia el otro. Esa apertura es entrega y donación, pero también inspiración e impulso. El yo no asciende sin el concurso del otro. El ensimismamiento narcisista siempre es decadencia, caída, pasión descendente, erotismo enajenado, repetición, desesperación compulsiva. “Estar abierto” -escribe Mounier- es “fidelidad creadora. No es únicamente constancia, análoga a la permanencia de una ley, identidad congelada al estilo del en-sí de Sartre, sino presencia siempre disponible hacia el otro, y por eso siempre nueva. Es creadora, pues los datos de mi compromiso se modifican perpetuamente en el concurso de su marcha, reinventando perpetuamente la continuidad de su destino. En tales experiencias, la presencia del otro, en lugar de fijarme, aparece, todo lo contrario, como un manantial bienhechor y sin duda necesario de renovación y creación”.

Esa “fidelidad creadora”, esa “presencia siempre disponible hacia el otro”, solo puede acontecer como obra de amor. Y no hay amor más exigente que el amor al enfermo, al que nos convoca desde la limitación de su espíritu y su cuerpo, no solo para pedir nuestra presencia, sino para ofrecernos la suya, para regalarnos su tiempo: más precario, más valioso y más escaso que el nuestro. La mirada del otro es una mirada cargada de infinito. Lejos de cosificarnos, nos pone en movimiento. El verdadero amor nos produce angustia y responsabilidad, inquietud y comunión. Nos prohíbe la inmovilidad, la ceguera ensimismada. Nos obliga a concertar la introspección con la mirada crítica del otro. Ese es el amor que nos hace inventar y crear, ser más y ser con autenticidad. Ser con humanidad. La mirada del amor nos conduce al yo y evidencia su necesidad de contar con el otro. Por el contrario, la mirada que nos cosifica, la mirada del torturador, asfixia nuestro yo, lo encierra en sí mismo, pues solo le preocupa encadenarnos a su deseo o expulsarnos del mundo.

La cruz mira hacia atrás y hacia delante. Sus brazos son alas extendidas que rescatan y anticipan. No es una figura hermosa. Es poesía que asume el dolor del otro y que desfigura la representación convencional de la belleza. El poder temporal no acepta esa imagen de Dios. Prefiere situarlo en una eternidad indiferente al devenir histórico y exalta esa imagen porque le proporciona una justificación teológica del desorden mundial, de los genocidios que se encadenan y de las desigualdades que contribuyen a dividir a los hombres. Es el Dios que niega al otro. Su imagen en la tierra no son los pueblos crucificados, los parias y marginados que identifican la cruz con una promesa de liberación, sino los gobiernos totalitarios, antidemocráticos, que solo toleran al hombre para explotarlo, esclavizarlo o exterminarlo. Por el contrario, el Dios que se expone al sufrimiento es el Dios que justifica su creación, encarnándose para soportar las deficiencias ontológicas del único mundo posible, un mundo moralmente superior a la imposibilidad total del no ser, pero en ningún caso perfecto.

La cruz pertenece a la historia y no cesa de actualizarse. El sufrimiento de Dios no es transitorio, sino que se repite cada vez que el hombre soporta cualquier forma de injusticia o, simplemente, se enfrenta a la soledad, la enfermedad o la muerte. Dios está ahí para que el hombre sobrelleve la carga de su finitud y para que el pasado preserve su verdad. Dios garantiza la “presencia objetiva del pasado” (Hans Jonas), no para que las víctimas revivan su dolor, sino para que su dignidad sea restituida y la muerte no destruya el fructífero devenir de la humanidad. Como apunta Mounier, la persona no es un mero individuo, sino la culminación de un largo proceso que ha introducido en el ser las nociones de verdad, bien y belleza, librándonos del absurdo y la desesperanza.

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