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Emilio Losada: La imposibilidad de abandonar la lucha

Me gusta viajar, pero no me gusta ser turista.

Me explico. Me gusta conocer nuevas ciudades, pero perdiéndome en ellas, no siendo guiado como parte de un rebaño en el que cada oveja tiene una cámara en la mano y en el oído un audífono que le dice qué ver, cómo y cuándo.

En Ciudad de México, me perdí literal y voluntariamente (tomando un bus y bajando de él en un lugar que me pareció bonito, nada más) en el Día de los muertos. Caminé todo el día, y fue una experiencia maravillosa; así pude comprender cuánto se parece esa fiesta a la de Todos los Santos de la Bolivia rural, no turística, esa en la que la frase “que se reciba la oración” es ley. En Japón, también huyendo del circuito turístico habitual, logré extraviarme en las calles de Osaka, y así conocí talleres casi artesanales de bicicletas que me recordaron mi niñez en La Paz, personas que cultivaban bonsais en sus casas y los exponían en las ventanas, vendedores callejeros de comida, que por supuesto probé sin que el idioma sea óbice para hacer el pedido ni el pago. Me parece que esa es la mejor manera de conocer una ciudad, un pueblo, un lugar cualquiera. Ya lo decía el gran Facundo Cabral: quienes dan identidad a los países son los pobres, los ricos son iguales en todas partes.

Al leer Aviones de fuego, se siente que uno empieza a conocer esa Barcelona no turística, esa ciudad diferente, auténtica. Y eso es algo que se agradece. Ya en las primeras páginas queda claro que el autor no deja nada al azar; cada nombre, cada lugar, cada referencia (hasta un peinado) nos dice algo, algo que a menudo descubrimos recién al avanzar el texto. Nos habla, por ejemplo, de fantasmas, cuya existencia puede entenderse como el espíritu de una persona muerta, o acaso como la sombra ─que se niega a morir del todo─ de un movimiento político, de una ciudad, de una época; algo muerto que al mismo tiempo lleva en sí el germen de un futuro distinto, que no podría ser tal sin el antecedente fantasmal de ese algo que ya no es.

El texto va deslizando, además, palabras en catalán (y otros modismos locales) cuyo significado —dado el contexto en que se mencionan—el lector puede entender de a poco. No digo que la novela sea al catalán lo que fue al ruso La naranja mecánica, pero permite familiarizarse de manera natural con ciertas palabras, tal como sucede al aprender un nuevo idioma en otro país.

La novela se refiere también a temas tan recurrentes como el amor, aunque los enfoca desde una perspectiva no habitual, lo que se refleja en párrafos memorables como “… Y es que me encantaba vestirla. Y peinarla. Me resultaba más sugerente vestirla que desnudarla”. Al hablar del desamor, el texto lo traduce en cierto hastío de la vida y en un sordo escepticismo sobre todo lo romántico, en un dolor real que podemos reconocer en nuestra propia vida. Y nos brinda también numerosas referencias cinematográficas, literarias y musicales (Emilio Losada es también músico), que se siguen con verdadero placer. Otra deuda de gratitud para con la novela.

La lectura provoca tanto sonrisas como arrebatos de melancolía. Nos cuenta de la naturalidad con que se puede llorar en una ciudad desconocida y junto a desconocidos, o de la belleza inherente al errar (en las dos acepciones del verbo). El narrador reivindica el valor de la transcripción, pura y simple, frente a la creación de un texto ficcional/literario, asegurando que hay diálogos reales que merecen ser nada más que transcritos, aunque por otra parte valore también la escritura como tal, subrayando que no hay mérito mayor que escribir sin más pretensión que matarse escribiendo.

Y al pasar las páginas, nuestros dedos abren también puertas/invitaciones que nos seducen para que las atravesemos, tras lo cual volvemos al libro sintiéndonos cómplices del autor, creyéndonos casi parte del libro, más que alguien que se halla fuera de él. Y esas complicidades nos hacen conocer algo más de la historia —la oficial y la otra— de Cataluña y de España, acaso de la humanidad toda. Me resultó especialmente atractiva una teoría que clasifica a las personas según la forma en que aderezan la ensalada. Una joyita.

Y finalmente el texto nos muestra el porqué del título, dejando en claro que todos tenemos nuestros propios fantasmas y frustraciones, muchos sueños inevitable e irremediablemente rotos (algunos con nombre y apellido), y evidencia ese macabro gusto del destino que pone nuestras esperanzas y ambiciones en curso de colisión con ese maldito “casi” que acaba destrozando nuestras ingenuas expectativas. Esta idea me remitió al tango Por una cabeza, confirmándome además que esta maldición es transversal a todos los continentes, países, épocas y personas.

El libro termina, sin embargo, con un guiño de esperanza (o al menos, así quiero creerlo), pero no con un mensaje cómodo y facilista, sino más bien con uno que invita a la acción y se hace ronco grito contra este mundo empeñado en mostrarnos que es imposible ser felices.

Quizás la felicidad sea imposible (la vida intenta convencernos de ello día a día) pero es también imposible —y más, si cabe— dejar de luchar por ella. El resultado de esa lucha… el resultado es lo que menos importa, como ya nos enseñó hace tanto aquel ilustre personaje, compatriota de Emilio, ese… el de la triste figura.

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