Homero Carvalho Oliva
Ramón Rocha Monroy, “Ojo de vidrio” o, simplemente, “El Ramón”, es uno de los más grandes novelistas bolivianos, pero eso es apenas un plus en la personalidad de este escritor cochabambino, lo verdaderamente importante es que es un gran ser humano, generoso como pocos. Un hombre “que ejerce como persona”, al decir del escritor español Miguel Sánchez-Ostiz, ganador de muchos premios literarios, que, según cuenta en un elogio publicado, hace algunos años, en su blog Vivir de buena gana, viajó a Cochabamba a conocerlo luego de haberlo leído en la Red.
El nombre del blog de Sánchez-Ostiz, bien puede servirnos para describir la manera con la que Ramón encara la vida: de buena gana o buena leche como él mismo ha titulado a una de sus columnas en un periódico nacional. Conocí a Ramón, en los años ochenta, durante el exilio en México y, desde el primer día, quedé impresionado y encantado con su manera de ser: siempre alegre, conversador, buscándole el lado positivo a las cosas y sin mezquindad alguna. Nuestra amistad la fuimos cultivando a través de los años y de los libros. A su generosidad le debo haber ganado un premio latinoamericano de cuento, pues mientras otros escritores bolivianos me aconsejaron que no presente ninguno de mis cuentos al concurso, Ramón me aconsejó que lo hiciera.
Tuve la suerte de viajar con él a Madrid, junto con Vilma Tapia, Eduardo Mitre y otros escritores, invitados por Casa de América para leer nuestra obra y, en Bolivia, me ha tocado leer o participar juntos en encuentros y coloquios literarios por todo el país. En todas esas ocasiones la desbordante simpatía y el carisma de ángel de la pluma de Ramón se imponían sobre el resto de nosotros. Sin embargo, lo mejor siempre viene después de las tertulias formales, en los encuentros nocturnos en los que es un deleite escucharlo contar anécdotas de su vida con los mineros, del exilio, de sus amistades, de sus libros y autores preferidos. La noche llega a su apogeo si aparece una guitarra, entonces emerge de la humanidad de Ramón, el juglar, y todos cantamos a voz en cuello acompañándolo en sus propias composiciones como el blues de la coca o con las de otros conocidos trovadores.
Hace algunas semanas le organizaron, en Cochabamba, un merecido homenaje y me gustó saber que, por encima de la política, Ramón sigue siendo amado por sus amigos e inclusos por sus enemigos. A propósito, recuerdo un correo que me escribió, en junio del 2023, acerca de este tema, en el que me contaba, entre otras cosas: “Yo he perdido al 90% de mis amigos de clase media y no he ganado ni uno solo en el MAS. Eso me pasa por cambiar mi independencia por la militancia” y me arengaba que “es hora de recuperar la independencia periodística, volver a la clandestinidad, promover un debate abierto, sin insultos ni amenazas coyunturales”, propuesta en la que estoy plenamente de acuerdo.
La obra literaria de Ramón es vasta, desde cuentos, novelas y biografías, hasta ensayos literarios. Todavía recuerdo algunos de sus cuentos y cuando tengo que hablar de La Paz contemporánea recurro a su novela Ladies Night; el Run Run de la calavera es mágica, Potosí 1600 es un portento del rescate literario que se puede hacer con la historia. Y en toda su obra existe un elemento común, un personaje más, que lo identifica, que pone el sello ramoniano: las comidas. No existe literatura sin exquisitos manjares y buenas bebidas, parece decirnos este sibarita de las palabras y de los sabores, afincado en la Llajta, donde se ha vuelto no solamente parte del imaginario colectivo, sino también una referencia urbana obligada y eso ya es mucha dosis para cualquier mortal.