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Ellos y su soledad

Andrés Canedo

Estaba sola, y no era una soledad reciente. Aunque el tiempo cronológico no marcaba más de un mes, el tiempo de su alma se había vuelto viejo, lejano, casi infinito. Ella sabía que no había pasado más de un mes, pero lo que no podía entender era el tiempo que le marcaba su espíritu, esa eternidad envejecida pero siempre intensa, como si fuera ayer, como si fuera hoy. Él la había dejado, con explicaciones que le sonaban como excusas; con ternura casi. No había habido palabras ni escenas violentas, no había habido en él ni un solo esbozo de odio (lo que tal vez hubiese sido mejor). Solamente el decirle, luego de los pocos minutos de palabras abstrusas, “Me voy, querida. Ya no puedo seguir viviendo con vos”.

Claro que antes, luego de decir por primera vez, “me voy querida”, había intentado explicarle, que no había nada malo en ella, pero que él había perdido el amor, que ya no sentía como antes, que no había otra mujer en su vida y que, por honestidad, por haber perdido el hilo del cariño, debía dejar de vivir con ella. Había agregado también algunas estupideces, que le dejaba todo, la casa, el auto, que le haría llegar una pensión mensual, que sólo se llevaría su ropa. Ella lo escuchaba como si estuviera sumida en el mar de la ausencia, en otro planeta, quizá en otro universo. Quería hablar, tenía mucho que preguntar, pero no le salió una sola palabra, y de sus ojos de asombro, caían las lágrimas, en silencio como ella misma. Él, llevándose una maleta, salió por la puerta de la casa en la que habían vivido y disfrutado doce años, no sin antes darle un beso en la mejilla.

Él se fue también con amargura. No dejaba de decirse que Celia era una mujer muy buena, que todo se lo había dado. Todo, menos un hijo. Pero eso no era culpa de ella, sino de él. En los estudios que les hicieron se determinó que su cantidad de espermatozoides era escasa, que esa era la probable causa de que ella no se embarazara. O sea, que ni eso podía reprocharle. Además, aquella frustración no fue sólo para él, sino también para Celia que deseaba ser mamá. Pero ella lo aceptó sin alardes, incluso admitió la posibilidad de que pudieran adoptar. Pero claro, los trámites, la burocracia inagotable no lo habían hecho posible.

Durante ese mes infinito, ella había buscado responder las preguntas que no pudo formularle a él. ¿Tenía alguna otra mujer? Él, entre sus explicaciones apuradas había afirmado que no. Se preguntó también si había dejado de ser linda, si aquellos dos kilos de más que se le habían agregado a lo largo de esos doce años, la hacían fea y poco deseable, pero al mirarse al espejo, a pesar de su rostro demacrado, pero que aún permanecía bello, notó, sin una pizca de vanidad, que seguía siendo armónica en todas sus líneas, que sus esbeltas piernas, que sus senos, que su cintura y sus caderas, continuaban formando su arquitectura de bella mujer. Que sus carnes seguían siendo firmes. Recordó también, que entre ellos no había habido grandes peleas, sino apenas discusiones no empecinadas ni hirientes, que sabía eran comunes entre las parejas. Tuvo presente, sí, que con el correr del tiempo, la frecuencia de sus ardientes sesiones de amor había ido decayendo, y que, en los últimos meses, ella había sentido que en esa siempre buscada comunión de cuerpos y espíritus en las ocasiones del sexo, él había estado cada vez más ausente. Era un cuerpo, sí, que la poseía, pero el espíritu de él se había perdido en los páramos ignotos de la ausencia, como si el soplo clandestino del extrañamiento lo hubiera expulsado del presente. Eso la preocupó y trató de hablarlo varias veces con él, pero su respuesta, que finalmente se volvió brusca, siempre fue, “Dejá de pensar idioteces”.

Él, Manuel, que había alquilado un pequeño departamento, también estaba algo triste porque sabía del dolor que le había causado a Celia y no hubiera querido lastimar a ese ser tan luminoso, pero intentó ocultar ese sentimiento reemplazándolo con la idea de su nueva libertad. Así, tuvo un amorío fugaz con una de sus compañeras de trabajo, pero cuando la tuvo en la cama le pareció grosera, ordinaria. No pudo evitar el compararla con Celia, ya que, en el acto mismo del sexo con la otra, como ráfagas fugaces de un viento que le agitó el alma, se le presentó la imagen de ella. Por lo tanto, cortó esa relación que duró apenas una sesión de lecho, y tuvo conciencia de que quedó como un canalla ante la otra. También se preguntó varias veces, por qué había dejado de sentir amor por su compañera abandonada, pero no encontró respuestas. Supo que muchas veces es imposible responder a eso. Simplemente lo sintió así, y nada más, y como quería ser un hombre correcto, decidió dejarla pues, esa relación no se correspondía con la idea intensa, avasallante, que tenía de cómo debía ser el amor. “Lo hice por honestidad”, se consolaba pensando.

Los vientos y el agua sabia del tiempo, fueron apagando el dolor de Celia, aunque ella tenía consciencia desde las honduras más firmes de su ser a quién pertenecía su amor, ese amor que no se agotaba pero que ya no lastimaba tanto. Las amigas la ayudaron, y una noche la llevaron a una fiesta. Allí, los remolinos del alcohol al que no se negó y la presencia siempre dispuesta y acechante, como si fuera una provocación del destino, de un tal Jorge, guapo, galante, atrevido, la llevaron al sexo, pero también al dolor de su alma, a una especie de vergüenza que aleteaba callada pero rotunda en su conciencia desde el día siguiente en que amaneció desamparada en la cama a la que humedeció con algunas lágrimas, por sentirse infiel, no obstante que no hubiera razón alguna para justificar ese sentimiento, pero así le sucedió.

Mientras tanto Manuel que entendió que era más fácil, menos lacerante que buscar amor, procurar placer, se enredó con fugaces y cambiantes prostitutas que sólo lo llevaban a clímax vacíos de sentimientos y que le fueron agotando las reservas de la emoción que él, en realidad, buscaba. Sabía, desde lo más auténtico de sí, que nunca encontraría una mujer como Celia, pero las ratas del autoimpuesto olvido, le fueron corroyendo, junto con el sentimiento, el recuerdo real de aquella Celia que amó y que lo amaba, y lo fueron reemplazando por una especie de rencor, que primero fue contra él mismo, y luego, paulatinamente, fue transformándose en la imagen de ella.

Celia, fue encontrando de a poco, el consuelo de la omisión de pensar cada día en él. Ella también, sabía con nitidez, que Manuel había sido y seguiría siendo su amor verdadero, pero la nostalgia de los primeros meses fue dando paso a la certidumbre de un presente y un futuro sin él, y a la pálida esperanza de que tal vez otro podría llegar para aplacar sus noches de soledad y desabrigo. Aplacar, sí, sosegar, sí, pero no colmar la vastedad de su alma ni de sus pulsiones, porque sus impulsos secretos y apartados de la consciencia, llevaban el nombre de Manuel. No salió, sin embargo, a buscar consuelo. Es más, aun en su aislamiento no faltó más de uno que se le insinuara, que intentara construir una relación con ella. Eran tipos probablemente mejores que aquel Jorge de la noche exaltada en más oscuridad que resplandores, pero ella permanecía aplastada por una apatía amorosa, que no la torturaba, pero le permitía subsistir en medio de una relativa paz.

Manuel, continuó su derrotero de fracasos. Ni las putas ni algún renovado intento con una mujer normal, le permitieron ni un vislumbre de esperanza. Su vida se iba secando y de esa manera se fue aislando, perdiendo los pocos amigos, perdiendo el trabajo, perdiendo los sueños que se iban caducando, y entonces, en su mente confundida, surgió la certeza de que la causa de sus males era Celia. Ella era la responsable de todo lo malo que le sucedía, ella, ya no la ausencia de ella, era la culpable de su vida sin luz, sin ilusiones. Y entonces, el odio empezó a manifestarse en él. Tenía momentos de lucidez, claro, en que razonaba que todo eso era absurdo, que era él quien la había abandonado, él, quien tratando de ser correcto la había dañado. Y en esos instantes entendía lo absurdo de su lejano concepto de corrección, al que fue trocando por estupidez, por intolerancia, por ceguera, mejor. En algún lugar de su interior, se le iluminaba una frase de Lao Tse, que alguien le había dicho: “Lo que haces a los demás, te lo haces a ti mismo”. Pero su inteligencia ya no lo era tal, ya estaba confundida, y el rencor comenzó a socavar las últimas defensas de su lucidez. Celia era la causa de todo su desamparo.

Una noche, en que la luna goteaba lágrimas de plata sobre los hombres y las cosas, tomó la decisión y se dirigió a la casa de Celia. Su conciencia trastornada, parecía flotar y alentarse en la noche claveteada de estrellas negras. “Sos vos, Celia”, “Sos vos, Celia”, se iba repitiendo para tomar fuerzas, para enfrentarse a ella, para intentar resolver, por fin, sus largas privaciones. Sólo en ella estaba la solución. Llegó a la puerta, golpeó. Celia abrió y se encontró con él, ese ser marchito, pero todavía amado. Su corazón se agitó, un esbozo de alegría empezó a inundarla. Pero no quiso hacerlo evidente, y en un absurdo gesto de dignidad le preguntó:

—¡Manuel! ¿Qué hacés aquí?

Él, sonriendo tristemente, únicamente le respondió:

—¡Esto!

Y en ese momento sacó el cuchillo que traía en el bolsillo de la chaqueta y se lo clavó en el corazón. Celia, con una media sonrisa dibujada en sus labios, cayó muerta a sus pies, a la entrada de la casa. Manuel la vio allí, con los ojos abiertos hacia un cielo que ya no veía, y que repentinamente perdieron el brillo, asaltados por la opacidad de la muerte. Una luz gigantesca y terrible se encendió dentro de él. Con tranquilidad, pero sin vacilación, se dirigió al teléfono y llamó a la policía. Informó brevemente que acababa de matar a su mujer y dio los datos del lugar donde se encontraba. Entonces se sentó en una silla próxima al vestíbulo desde la que podía observar al ser amado y ahora inerte. Las lágrimas cayeron incesantemente de sus ojos, mientras esperaba.

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