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Ella, desde el tiempo

No recuerdo bien cuándo ni dónde la conocí. Las circunstancias, a veces se nos pierden, como se nos pierde el tiempo que, sin embargo, sigue transcurriendo. Entonces, en el proceso ciego de recordar, uno imagina las circunstancias, sin aceptarlas totalmente, sino apenas como posibilidad. Talvez fue en la calle, a la salida del edificio donde yo vivía, y donde creía haberla visto rondar desde días antes. La miré, ella tan joven, tan linda, tan secretamente deseable. Su pelo rubio, sus labios sobresalientes, sus ojos poseedores de misterios. Ella me miró, apenas un resplandor de codicia alumbró sus ojos que escondían secretos y clausuraban emociones. “¿Usted es el actor?”, me dijo con voz apagada que casi se perdió entre el barullo de los automóviles. “Sí, soy yo”, le respondí, y allí se acabó la charla. Simplemente me siguió, subió al automóvil, no respondió a mis interrogaciones, su nombre, qué hacía. En cuanto a su edad, apenas me respondió «veinte». Llegamos al motel, entramos al cuarto y en silencio, como si fuera una coreografía largamente ensayada, empezó a quitarse la ropa.

Se quitó la falda a cuadros escoceses. Se quitó los zapatos de tenis y las medias que le cubrían las pantorrillas. Su cuerpo se fue revelando, como el sol luego de un eclipse. Su cuerpo fresco y bello, sin ninguna marca del tiempo, sin ningún indicio de desgaste ni de otras pasiones calladas. Hicimos el amor como dos extraños, sin escarceos previos, ignorando quiénes éramos, sin una pizca de ternura, en silencio, sin grandes exaltaciones. Al terminar se levantó, y así desnuda, se miró en el espejo gigantesco de la habitación. No pude percibir si se admiraba, o simplemente le entregaba su aprobación a ese cuerpo que había rozado el placer y cumplido su cometido. Yo también había rozado el placer, sin grandes revelaciones, sin abismos o cimas remarcables, sin exultaciones. Giró y me hizo un gesto con la cabeza, indicando que debíamos partir, que la sesión de conocimiento y entrega carnal, había terminado. Regresamos también en silencio. Me señaló la esquina donde quería descender. No se despidió, no me dijo una sola palabra. Se fue caminando y yo la observé unos segundos, ágil, deslumbrantemente joven, con buenas pantorrillas que yo no había tenido tiempo de apreciar, porque su apremio no me permitió admirarla, porque su única urgencia era la de la penetración y los pocos minutos posteriores, opacos, no trascendentales, pero que, con toda esa manifestación de misterios, me parecieron agradables.

A los dos días reapareció en la misma vereda, vestida esta vez con jeans ajustados que permitían imaginar muslos largos y bellos. Su cara linda, que no era la de Simonetta Vespucci, pero que brindaba promesas; sus pechos pequeños, debajo de la polera. No me habló, no me sonrió, apenas hizo una indicación con la cabeza, como si fuera una orden tímida, que yo pude entender, y con la que me indicaba que fuéramos, otra vez, al tálamo alquilado por horas, por una hora. Y allí estuvimos. Otra vez el quitarse la ropa, que me permitió apreciar durante algunos segundos, sus piernas largas y bien formadas, su cintura estrecha, sus pechos como limones. Se tendió en la cama, me agarró la mano y me arrastró sobre ella, me tomó como la vez anterior, con urgencia y con algo más de arrebato, y desde su garganta surgieron unos breves y sofocados gemidos de placer. Nada más, no me dijo nada. Volvió al espejo y repitió la leve ceremonia. Luego, había que largarse, había que volver a transitar el camino del silencio y yo, que la volví a ver caminar como si se tratara de una atleta desconocida que anda por la calle.

Nos reencontramos unas seis o siete veces más. Siempre igual, siempre apenas una linda experiencia, que por sus reticencias y también por mi abandono a indagar sobre ella, no llegaba a ser hermosa. Me pregunté qué sentido tenía ese reiterado apareamiento, ese goce sin arrebatos, sin alcanzar el delirio, esa posesión de su cuerpo (y ella del mío), en medio de la soledad que a cada uno nos absorbía, no obstante los orgasmos que fluían como si hubieran sido producidos por dos artefactos mecánicos. A pesar de todo ello, empecé a tomarle cariño, logré acariciarle el rostro, darle algún beso, más allá de los que se producían por sí mismos en los momentos de placer, en la frente o en las mejillas. Ella no, ella sólo me tocaba para hacer el sexo, me prensaba entre sus muslos, aplastaba con sus pies la parte posterior de mis piernas, sus manos se aferraban a mi espalda y yo sentía el ardor de las mismas. Pero eso era todo, y el silencio, siempre el silencio, la muerte, la inexistencia de actitudes o de palabras. La próxima vez la haré hablar, le preguntaré si algo la atormenta, si siente por mí algo más que deseo, me decía a mí mismo. En las noches, a veces la pensaba y me pensaba. Hubiera sido cómodo para mí, ese desarrollo de las cosas, pero mi espíritu me exigía revelarla y revelarme, tomar algo más, darle algo más. ¿Qué mundo es este que hace de esa mujer joven apenas una máquina de tomar placer, que la cierra a toda manifestación de su alma que permanece siempre callada? ¿Qué mundo es el tuyo que te enclaustra en la inmensidad del silencio voluntario, en la inexpresividad de todo aquello que suma cosas a la vida, a los cuerpos que si bien hablan su idioma, no pueden arañar un fragmento de sentimientos? ¿Qué mundo es este en que yo, capaz de vivir pasiones y sentires de otros, no puedo provocarte una respuesta? Y por supuesto, mi propósito de hacerla hablar, cada vez culminaba en el fracaso. Claro que estaba seguro de que ella sentía, que hubiera querido abrirse en una catarata de palabras o gestos, como lo hacen las flores en primavera, pero no fui capaz o no me dio la posibilidad de motivarla. ¿Qué era lo que encerraba y la encerraba, para entregar apenas su cuerpo y mantener en reserva emociones, confidencias, sueños? ¿Por qué, todo era apenas el amarre de masas de músculos, pieles, huesos, sin despertar la magia, sin lograr que broten las estrellas?

De pronto, su ausencia empezó a hacerse prolongada y luego definitiva, y yo empecé a extrañarla. Lo que fue casi nada, pero que fue mucho, que fue enorme, se transformó en nada absoluta. Sólo quedaba yo, yo y mi renovada soledad. Empecé a musitar en la densidad de mis noches, las palabras de ternura, hasta de amor, que podría haberle dicho. “Princesita querida, mi sol, ¿dónde estás? ¿Por qué otros caminos nuevamente te has extraviado?” No volvió más. Nunca, con el correr de los años, volví a verla. Ella tomaba, racionalmente, la consistencia de un fantasma. Pero en mi recuerdo, empezaba a adquirir espesor de espíritu. Imaginaba que estaba conmigo y me decía, “te quiero un poquito”, y que empezaba a reír con una risa que se parecía al gorjeo de las aves. Pero nunca más volvió. Claro, a mí me vuelve en la memoria y se me hace canto y luz. Aunque obviamente, todo eso no me consuela. Porque enseguida el vacío se reinstala, como en esas tardes de pasión despojadas de sueños, carentes de vuelos, de aire en el cual flotar y vislumbrar el infinito. Suelo recordar sus pies armoniosos, algún espasmo de su cuerpo que pasaba como un relámpago. Y ahora, en estos años, trato de reconstruirla a fuerza de remembranzas incompletas, en un mundo que ya no es ni siquiera aquel, sino este otro, más duro, más carente, más impiadoso.

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