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El visitador de museos

Andrés Canedo

Le gustaba el arte en general, le gustaba todo lo que se refiriera a él. Le gustaban la literatura, el teatro, la buena música, la arquitectura y, desde luego, cuando podía recorría los museos. Había visto los pequeños, los pobres, y también algunos de los más grandes y ostentosos. Claro, no todos habían marcado su vida, pero algunos sí. Y, precisamente en los grandes y ostentosos, sabía que debía evitar la sobrecarga, la profusión, el abigarramiento. Sabía que debía ir a lo que buscaba, al punto preciso. No por eso dejaba de darles miradas fugaces a tanta ostentación de belleza, pero prefería no perderse. Iba, hacia lo que quería encontrar. Por supuesto que amaba también, muchos, muchísimos artistas cuya trascendencia no era tan grande como la de otros. Por ejemplo, en Bolivia, se había encontrado con un pintor que le pareció enorme. Se trataba de Cecilio Guzmán de Rojas y dos de sus obras habían quedado en su memoria emocional para siempre: El Cristo Aymara y El Triunfo de la Naturaleza. Y conoció y amó varios más, pero Guzmán de Rojas llenó las ansias estéticas de su alma. Era muy joven entonces, pero esas imágenes siempre lo persiguieron en el recuerdo.

El hombre, Luis, no era rico, pero tenía un buen pasar y un salario que le hacía posible darse algunos gustos que para muchos eran inalcanzables. En sus recorridos por Sudamérica, siempre visitaba algún museo y salía prendado de la obra de algún artista. Era, además, guapo, culto, bien leído, y eso le brindaba acceso a la otra de sus pasiones: las mujeres, que significaban para él también la persecución (y la posesión transitoria) de la belleza que siempre buscaba. Arte y sexo, a veces también amor, dominaban el panorama de su alma. En el amor, sin embargo, pocas veces fue afortunado, porque cuando intentaba encontrar la belleza en el espíritu de sus parejas, pocas veces pudo acceder al mismo y entonces una sensación de incompletitud se apoderaba de él y lo derrotaba en crisis transitorias de angustia. Por eso, sus parejas más o menos estables fueron pocas y prefería los romances fugaces, en los que sólo la belleza externa le era alcanzable. Llegó así, a los cincuenta años, en un transcurso en el que, sin ser héroe, había corrido muchas aventuras.

Cuando era adolescente, fue en los libros de reproducciones de museos, donde había empezado a conocer y a diferenciar los artistas (aunque todavía no los estilos) que le abrían surcos de luz en el espíritu,  y también a saber en qué museo se encontraba cada uno. Fue asimismo en esa época en que había empezado a conocer en los cuerpos de sus amores transitorios y generalmente tormentosos, la belleza de la mujer, su misterio y sus fuentes insospechadas de placer. Fue el tiempo de Alicia, de Susana, pero sobre todo el de Anita, tan intensa, tan alocada, tan abismalmente culta, tan desesperadamente cruel. Así aprendió en qué galería encontraría cada obra que perseguía, así aprendió, igualmente, que sus amores serían siempre impredecibles y reveladores.

No fue, a pesar de lo anterior, sino fruto de la casualidad, que estando en Nueva York se encontró con el Guernica de Picasso en el Museo de Arte Moderno donde se exhibía temporalmente. Sorbió con intensidad el horror de esas imágenes, fue tratando de entender y sentir el simbolismo de cada figura, la magia de su creación. Estuvo unos veinte minutos contemplándolo y salió de allí henchido de emociones. Fue en ese tiempo en que había encontrado la magia, la ternura, las renovadas revelaciones físicas y espirituales de Amanda, que lo acompañaba durante aquellos días y que un día  se fue haciendo honor a su libertad y dejándolo en la angustia y el desamparo.

Años después, acompañado de Greta, en Berlín, se encontró con Lucas Cranach el Viejo, en la Gemäldegalerie y se sintió avasallado por los mensajes de las formas de La fuente de la juventud y de Adán y Eva. Greta, de alma generosa y poseedora de los más maravillosos ojos azules, lo observó perderse y temblar ante esos cuadros que él trataba de poseer con la mirada y se conmocionó al recordar que de una manera parecida él la había mirado cuando la conoció, y que ella, sin resquemores ni vacilaciones, se dejó poseer y subyugar, consciente de que ese amor que nacía en ella no tendría futuro ni prolongaciones, que se limitaría al tiempo que durara la estadía de él en esa ciudad. Greta, desde las raíces de su ternura, al salir de la galería, le compró y le regaló las reproducciones de las dos obras que más habían impactado a Luis. Pero también en esa ciudad, él que no se sentía amarrado a nadie sino a Luisa que se había quedado esperándolo en su tierra, tenía sus incursiones solitarias, secretas, levemente desleales, y un día se internó en Berlín Oriental, y allí entre deslumbrantes epifanías, se descubrió caminando por una calle de Babilonia en el museo de Pérgamo. Su arrobamiento, su íntima felicidad, fue tan intensa como la de la noche en que vio emerger, por primera vez, entre ropas que caían, el cuerpo claro de Greta y su entrega sin reservas ni pudores. La pasión, en ese momento vivida, solo podía equipararse a la que experimentó en la caminata por la impresionante calle babilónica del Pergamun Museum.

En Berlín, habría más todavía, porque en un nuevo tránsito secreto y sabiendo lo que iba a buscar, y esta vez absolutamente infiel con Greta y aun con Luisa, se encontró con Nefertiti en el Ägyptishes Museum. Es que allí, en una cita de amor acordada solamente en su alma, se encontró con la imagen de la belleza absoluta, con la fascinación plena ante la hermosura desde siempre soñada. Es que la había amado desde sus más jóvenes años, cuando hojeando en un libro de arte, ella surgió como un amanecer y, entonces, se prometió que algún día iría a su encuentro. Se dio de frente con el pequeño busto de la reina egipcia y quedó detenido por unos instantes, pues lo atravesaron fulgores paralizantes emanados del epítome de la perfección hecha mujer. A pesar de los miles de años de distancia entre ella y él, Luis sintió que desde esa suma de formas, se le transmitían fragmentos de vida, de pasión, de exaltaciones, de noches lúbricas en un lecho de un palacio desaparecido y sintió, simultáneamente, la emoción de ser él el que la tenía en ese tálamo, y percibió igualmente, la conciencia, un tanto distante pero entristecedora, de saber que aquello no era posible. Permaneció casi una hora mirándola desde cada ángulo, absorbiendo cada detalle con sus ojos ávidos, con su piel dispuesta como un aspirador de perfección, como una esponja capaz de chupar todos los fluidos secretos que se expelen desde la  gracia de lo humanamente perfecto y endiabladamente armonioso. Pensó, y envidió por unos instantes, al artista, posiblemente llamado Tutmose,  que copió esas irresistibles formas vivas, y también lucubró, invadido por la piedad, que para ese hombre que realizó la obra, la vida posterior debía haber perdido todo sentido, luego de contemplar la absolutez de la belleza. Le dolieron a Luis, el alma y la carne ante tanta revelación. Esa noche, de nuevo con Greta, al hacerle el amor, vio cómo el rostro moreno de Nefertiti, por instantes se sobreponía al blanco y enmarcado de trigo, semblante de su amante alemana.

Cuando fue al Louvre, por segunda vez, se sintió un tanto hereje, pues pudo confirmar que, nuevamente, La Gioconda no terminaba de gustarle, pero volvió a la atestada sala de la Mona Lisa para corroborarlo. Sin embargo, había tres obras que buscaba y con las que había soñado por años. Eran dos esculturas y una pintura. Así se enloqueció con la Victoria de Samotracia, y aquella extraordinaria Niké griega le  hizo detestar a todos los que en este mundo llamaban a una marca de zapatos deportivos como “naik”, bastardeando el nombre de la Diosa griega de la Victoria. Su intelectual compañera francesa de esos días, Nicole, que se parecía más a la pintura que persiguió hasta encontrar, La gran Odalisca, de Ingres, estuvo de acuerdo con su apreciación y agregó que ese mal gusto únicamente podía ser cosa “des stupids americains”. Y llegaron finalmente al tercero de sus objetivos, Eros y Psique, la deslumbrante escultura de Canova, tan plena de reflejos, tan sugestiva, tan novedosa desde cada ángulo que se observara, tan conmovedora. Aquella noche, Luis desnudó a Nicole como a la Odalisca, y luego le pidió que cerrara los ojos como si durmiera, y él, que ya no andaba en edad para esos trotes, intentó despertar con un beso a la Psique dormida e imitar entre ambos la forma de la escultura que durante la tarde habían venerado. No lo lograron, claro, y aunque se amaron febrilmente esa noche, él, una vez más, fracasó en llegar al alma-psiqué de aquella Nicole que, aunque le siguió el juego, lo frustró en su esperanza de que el amor pudiera salvar el alma de esa humana que yacía con él en un hotel de medio pelo en París. Otra frustración fue que por un problema de horarios, no pudieron ver la talla de las manos arrebatadoras de la Catedral, de Rodin, pero en restaurante en el que cenaron, acercaron sus manos imitando la famosa escultura y eso, a Luis le sirvió de esbozo de consuelo.

Nicole, que era buena persona, no obstante que no le rindió su espíritu, acompañó a Luis a Roma y allí se sumergieron en El Vaticano. En un maratónico recorrido de muchas horas, esquivando tanto para ver, tanto para disfrutar, se deslumbraron con La Piedad, de Miguel Angel, con esa sublime expresión del amor. Siguieron luego con la Visión de la Cruz, de Rafael y terminaron, por supuesto en la inquietante Capilla Sixtina, verdadera catedral de la belleza, apoteosis de los sueños, intuición de Dios o del hombre dios, capaz de sacar del alma y de crear con la fuerza de su pasión y de su cuerpo de materia lábil,  todo aquel esplendor de la belleza. Luego, en la noche, ella le entregó por última vez en la vida, todo el refulgir de su hermosura de mujer, todos los deleites y las sombras de la despedida en ríos de fuego que a él le incendiaron el alma. Y contribuyeron a ese ardor, la superposición, que él creyó descubrir, de algunos rostros de las mujeres de las pinturas de Klimt (tan lejano, tan ausente) al de la bella francesa que gemía bajo su cuerpo.

Un par de años después, Luis visitó España y en Madrid, se preparó meticulosa y sabiamente para cumplir sus objetivos. Paseó largamente y sin prisas por el Barrio de las Letras mientras se le deslizaban por la memoria, flujos de letras  que se acomodaban para formar palabras, oraciones y fragmentos de textos de Lope de Vega, de Cervantes, de Quevedo, de Góngora, alguna vez leídos, y luego perdidos, y entonces, en el transcurso de ese caminar, recuperados. Comió paella más de una vez en los restaurantes de la Plaza Mayor, tomó café en la Gran Vía, fue a un espectáculo mediocre de Flamenco que se compensó porque allí conoció a Daniela, mucho más joven que él y devota de la libertad, eso decía, y que lo confirmó cuando luego de amarse ella le advirtió: “No se te ocurra enamorarte de mí, porque a mí sólo me interesa el sexo, no los sentimientos”. No sabía Daniela que él, durante los espasmos de la pasión, había confundido la cara de ella, con la de La joven de la Perla, la protagonista de la maravillosa obra de Vermeer. Con Daniela, aunque le costó convencerla, fueron al día siguiente al Museo del Prado.

El Prado, más modesto en su estructura que otros de los grandes museos, contiene, sin embargo, una enorme riqueza de colecciones. Hay tanto y tan bueno, que el visitante, al igual que en los demás, debería pasarse días en recorrerlo. Pero Luis, sabía lo que quería ver. Así, se detuvieron ante La Anunciación, de Fra Angélico, y Luis, conmovido por las formas tan simples y tan vivas, fue asaltado por el borroso recuerdo de algún texto leído hacía tiempo, cuyo autor no recordaba, y que hablaba del hombre que pintaba ángeles en cada puesta de sol. Luego, estuvieron frente a las obras de El Greco, los rostros  alargados y sombríos, los colores pálidos, los caballeros que representan la visión de este griego sobre el espíritu español. Era imposible saltarse a Diego de Velásquez y menos a Las Meninas, con la Infanta de España relumbrando desde el centro, en el taller del pintor, y el mismo Velásquez apareciendo atrás, observando la escena. Luis sentía los sacudimientos de su alma ante la contemplación de esa perfección, Daniela, no obstante su cortesía, se aburría durante el tiempo que le pareció infinito en que él se quedó frente a la obra de arte. Pero Luis tenía fijado un objetivo principal, que era llegar hasta Hyeronimus Bosch. Frente a El Jardín de las Delicias, Luis, que la observaba de reojo, vio que Daniela por fin se animaba. Pero él no estaba para prestarle atención a Daniela sino a esas imágenes del Paraíso, de la lujuria, de los tormentos del infierno. Estuvo mirando en detalle la profusión de imágenes fantásticas, durante más de media hora, hasta que las palabras de ella, que evidentemente no era muy dotada en cuanto a conocimientos ni amor por la pintura, al ver la parte central del tríptico, le dijo: “Estos eran más depravados que yo, por lo visto”. Aunque él no respondió a lo que consideraba un exabrupto, allí acabó el romance con la joven española y, al día siguiente, partió hacia Florencia.

Todos los sueños, todas las exaltaciones, se le hicieron realidad en la sin igual Piazza donde se dio de frente con las maravillas de la Catedral de Santa María del Fiore, el alucinante Baptisterio y sus puertas talladas por grandes genios como Donatello, Bruneleschi, Ghiberti, Pisano, y que Miguel Ángel, cuando las vio las llamó las Puertas del Paraíso. No fue menor su emoción con las esculturas de la Piazza de la Signoría, aunque el David, de Miguel Ángel, y las obras de Donatello y de Baccio Bandinelli, fueran réplicas. Allí respiraba arte, respiraba historia y vivía los albores de una felicidad próxima a concretarse. Había ido solo, había cometido un acto de infidelidad con muchas de las mujeres a las que quiso, pero él tenía una cita con una mujer más bella, con un amor secreto, arrinconado en algún espacio de su alma, desde que la viera, por primera vez, en algún libro de imágenes de los grandes pintores. Allí se encontraría con Simonetta Vespuci y, con el corazón galopándele en el pecho, se dirigió hacia ella. En la Galería degli Ufizzi, estaba Simonetta surgiendo de una concha marina, recibiendo el soplo de Céfiro, mientras flores caen del cielo y ella, desnuda, cubre su sexo con su larga cabellera color canela. Sus pechos pequeños, los muslos resplandecientes y perfectos, las piernas y los pies en una arrebatadora armonía, el rostro que suma todas las excelencias y las promesas. Allí está esa Venus, esa Afrodita que nace, y que Sandro Boticelli, el maestro pintor del Renacimiento que también la amó, como tantos otros, ahora se la ofrece. Él la contempla, la acaricia en su imaginación, la desea, y en secreto, le jura amor eterno. “Siempre te voy a amar. Sólo tú y Nefertiti, perdóname, serán los verdaderos amores de mi vida. Seré fiel aunque esté con otras cuyo andamiaje de carne, me sea más accesible que los sueños de ti. Perdóname, Simonetta y recibe mi entrega desde hoy y para siempre”.

Luis tenía 49 años en el momento de su encuentro con la Venus de Boticelli. Siguió intentando conocer la obra de los grandes maestros y buscó, entre otras, la de su amado Van Gogh y vio sus ríos de cielo, sus ríos de estrellas, sus ríos de trigo, sus ríos de luces. Pero algo se había quebrado en su alma. Sus contemplaciones de pinturas ya no lo colmaban como antes, pues la dimensión de sus sueños se llenó con las dos mujeres que para él habían saturado todos los espacios del arte y de la vida. Tuvo también otras mujeres, pero al amarlas, ya carecían de rostro y de cuerpos propios. Él les hacía el amor solamente a Nefertiti y a Simonetta. Esto al principio no lo alarmó, pero cuando en cada lecho que compartía con mujeres nuevas no podía sino ver a las diosas que se habían apoderado de él, empezó a preocuparse y a buscar una solución. Únicamente que, como suele suceder, equivocó el camino, tomó la dirección errónea y su mente, ya confundida, lo llevó a buscar la verdad y la sanación en quienes debía, al menos para los cánones normales, esquivar. Viajó otra vez a Europa, con apenas dos destinos fijados: Berlín y Florencia.

Luis ya no encontró a Nefertiti en el viejo museo ubicado en Charlottemburg, pero averiguó que ella había sido trasladada al Neues Museum. Entró al edificio desconocido en un estado de total intranquilidad, pues allí estaba para definir el destino de su amor. El busto inalterable de la reina lo miró desde su inmovilidad calcárea; él, la miró con los ojos de la pasión insatisfecha. Él le habló, le dijo que la amaba, le preguntó si ella sentía lo mismo por él. La imperturbabilidad de la piedra fue la única respuesta. Luis se desesperó, giró para irse. Entonces oyó una voz que venía de muy lejos y que le decía: “A ti me entrego Luis, mi señor”. Se volvió hacia ella y vio cómo sus labios se movían, cómo sus ojos cobraban vida, cómo todo el rostro de Nefertiti le sonreía. Empezó entonces a reír, corrió hacia ella, intentó mover la campana de cristal que la cubría. Entonces una voz gritó “halt”y dos guardias lo tomaron de los brazos y lo derribaron al piso. Cuando se lo llevó la policía pudo mirar por última vez la cabeza de piedra que seguía imperturbable, aunque, en el segundo final, a Luis le pareció advertir que esbozaba una leve sonrisa. Luis, no pudo seguir viaje a Florencia, ya que quedó internado en un instituto psiquiátrico de la capital alemana. Allí, algún enfermero que entiende español, dice que todo el tiempo Luis habla de pintura, pero que nadie lo entiende.

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