Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Cuicuilco pintada de naranja. El Xitle, volcán, pero en realidad malévolo djinn del otro lado del mundo, la cubre con tonalidades de fuego. Corría el año 100 o el 150 d.C. Si eran toltecas o mexicas poco importa. México no es para hablarlo sino para pensarlo, acariciar la cacha marfileña de un revólver grande como guitarrón o llorar, antes de que se vaya, a la que se fue. Dura contradicción, vivir entre exterior e inframundo, en brazos de cualquier chata de Tlalpan o acogido y masticado por el sombrío Mictlantecuhtli. Calaveras con lengua de serpiente. Eisenstein que entrega arte y culo en nombre de la piedra antigua. Lágrimas de sangre, sangre color de agua.
Para ello, por el líquido, saco la copa, vaso de cerveza en realidad, que robé de un bar de Sarajevo. No pienso, miro el cielo, albañiles como alfileres al arbitrio del viento montañés. Suena el klezmer, me acaba de llegar el disco desde Denver, junto a trova de Santiago de Cuba y música bosnia. Copa de cuando creía en el amor, diría en insulso dramatismo. Aún creo en él desde antes del nacimiento. Nací con él a cuestas y así me moriré con hermoso bagaje de memorias y bolsas multicolores de Papá Noel, lleno de ilusiones y exceso de llanto que fácilmente se transforma en contento.
Georg Trakl:
De noche me hallaba en un brezal,
Tieso de mugre y polvo de estrellas.
Entre las hojas de avellana
Los ángeles de cristal seguían sonando.
Ese mugido, sonido ronco, imita el de los búfalos de la floresta en Rusia Blanca o es el urogallo escondido en el brezal que intenta confundirnos, distraernos, para que no descubramos a los hombres siguiendo la melodía del clarinete. ¿Gitanos tocando klezmer? Mayores maravillas se han visto en los caminos de tierra de Moldavia, que parecen los de Sacaba anciana, del tiempo en que se fabricaban adobes con tonos de chicha pálida.
Sobre la mesa descansan restos de comidas varias que se irán pronto camino del ascensor. La noche avanza con sigilo, semejara que no desea dormirse. Una mujer escribe un poema a un hombre; de belleza magnífica, palabras hiladas en oro, más brillantes de cuando Tetis vestía a su hijo Aquiles con la armadura de Vulcano. Qué no haría yo si ella me escribiera algo así. Me volvería Lucifer y al abismo me tiro. Rubíes devorados como cerezas, diamantes sus ojos romboides sin llegar a las fronteras de China. Agarra el teclado, que alguna vez fue pluma, la luz que solía ser tinta, y dime aunque sea un poco de lo que destellas para otro. Me acostaré entonces a vera del Río Amarillo e imaginaré que me pican víboras de cascabel que extrañamente llevan cuernos a usanza de los brujos kiowa. Hoy mi oscuridad tiene contextos luminosos, no hay desgarros y la pesadumbre se ha hecho juego de niños, serpentinas de carnaval en la fiesta del socavón.
Un camión empolvado atraviesa el pueblo de Cuchu Ingenio subiendo hacia el gran Potosí. Tiene carga de quesos fundidos y dulces de membrillo y batata enlatados. Un antropólogo argentino y dos mujeres de la misma nacionalidad que incluso detrás del polvo se ven bellas. Rara carga que pasó por Cotagaita.
La hermana muerta fuma cigarrillo tras cigarrillo. Lo mezcla con Coca Cola y papa frita. Mala recomendación, le advierten. Ella enciende otro y mira hacia el oeste por donde se ahoga el sol. Por donde pereció el cometa Kohoutek hace tanto ya que es demasiado.
Medio hombre, literal, vende desde una carretilla caramelos y chocolates en la calle Jordán. Lo veo a menudo cuando paso a comprar productos de los menonitas. Alguna vez lo he visto ebrio; mujer e hijo empujan la carretilla camino de una casucha de extramuros. Medio hombre tendrá solo medios sueños, me pregunto. O sus sueños serán más largos y extensos que las piernas que perdió. No lo sabré, supongo, pero en la calle Jordán, cerca del edificio de la renta interna, agita entre los dedos miskibolas.
Cargo el vaso de Sarajevo de vacío. Lleno ya está de recuerdo, no le queda espacio. Paradojas del amor.