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El tiempo, los tiempos

Andrés Canedo/ Bolivia.

Hace cerca de 60 años, yo tenía 20, la edad mágica. Era casi todopoderoso. Y a pesar de que había sido andarín y enamoradizo, ya amaba a la mujer que sigo amando hasta hoy. Claro que hubo muchas otras mujeres, y amé a todas aquellas que fueron mis compañeras, pero esa que fue como la brújula de mi destino, la rosa de los vientos, no cambió y hasta hoy es el soporte de mis sueños y de mi limitada, pero no agotada esperanza. Siempre, indefectiblemente, marcó el norte de mi amor y de mis ilusiones. No me cuesta ser leal.

Anoche, vi algo sobre Tchaikovski. Recordé que yo había escuchado su música antes de los 20, y me empeñaba, sobre todo, más allá de los hits “clásicos” del compositor, en la sexta sinfonía. Es que tal vez me gustaba sufrir. Recordé también que había leído Simphonie Pathetique, de Klaus Mann, una biografía del músico que no concuerda en todo con el film que vi anoche. También, antes de los 20, empecé a leer a Dostoievsky. Lo leíamos y lo sentíamos con la mujer a la que hago referencia. Compramos sus obras completas en 3 tomos lujosos en papel biblia, muy liviano. Hoy, casi me atrevería a decir que esa no es la mejor lectura para aquella edad, 16, 17, 18 años. Te vulnera la alegría, te hace crecer antes de tiempo, aunque te vuelva más sensible. Pero bueno, digamos que yo ya venía torcido al mundo. Sentimiento y conocimiento perseguidos, en busca de embellecer aquello de adentro. Abonaba así el campo donde florecerían los pesares. Los tres libros desaparecieron de mi biblioteca. Es posible que quien los haya robado, ya esté contaminado.

Sin embargo, creo que aquí, en estos países pobres y marginales, alejados de aquellos que producen las grandes y a veces terribles realizaciones, todavía vivimos la alegría, la libertad, y un cierto grado de inocencia. Allá, en el gran mundo que también habité esporádicamente, el terror y el horror son más fáciles, y los humanos los van experimentando, tal vez sin apercibirse del todo, pero son más viejos, más apagados y hasta diría, más desamparados que nosotros. Quizá el futuro nos alcance y la vida se vuelva más triste que un libro de Kazuo Ishiguro. Pero claro, el amor que es abundante, aunque se vaya perdiendo, puede hacernos superar los pequeños dolores, la crucifixión almibarada. Por eso me reconforta vivir aquí, quejándome de mis modestos males, pero consciente de que vivo, en relación a los demás, algo menos alejado de la felicidad. Los humanos, a pesar de nuestra homogeneidad, de la libertad y la igualdad conquistadas, somos diferentes en los grados de espesor de las congojas que soportamos. Terencio, hace dos mil años dijo: Homo sum, humani nihil a me alienum puto, soy hombre y nada de lo humano me es ajeno. Y claro, uno no está exento de nada. Pero el dolor del mundo de que hablo, no nos fue impuesto por un designio cósmico, sino que otros hombres, los menos, los canallas, generaron ese destino para el resto. Habrá que creer en la revolución, en la gran rebeldía liberadora. Ojalá, aquello sea todavía posible. Será cuestión, como decía Nietzsche, de tener un porqué para vivir, para así encontrar el cómo.

Uno recuerda así, cosas sueltas, y todas, por supuesto, están enraizadas en el alma. En eso que nos lleva adelante, que nos hace posible continuar. Alma, espíritu, fundamentos de la vida. Por lo tanto, uno sigue, tratando de atrapar un sueño esquivo; de perseguirlo en la claridad de los días o en la densidad de las noches. Y aunque el tiempo se va agotando, uno persiste en la búsqueda, en el intento que no cesa y que es el que nos mantiene vivos.

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