Claudio Ferrufino-Coqueugniot
Homero Carvalho ha retomado el camino de la literatura-historia, donde –a semejanza de las extraordinarias series de la Guerra de Secesión norteamericana, de Ken Burns- se ataca el proceso histórico desde la perspectiva de sus inmediatos convivientes, en cartas, notas, documentos personales.
Ya lo hizo de cierta manera en «La ciudad de los inmortales». Prosigue en esta novela en medio de situaciones pendulares entre el pasado y el presente, refrescando la memoria y deduciendo las posibilidades de una controversial Bolivia. «El tesoro de las guerras» es el tesoro de las palabras olvidadas. Y la Historia en sí, cuando no parte de la base fundamental que es la crónica de sus actores primarios, suele ser pintoresca mentira.
Belzu contra Velasco en Yamparáez, la batalla del Alto de la Alianza en la meseta de Inti Orko, los violentos habitantes de Pacajes (que crean a su vez los más exquisitos textiles del país), sirven de pretexto para una introspección de la historia, novelar una nación que parece no ser nación, con características que se renuevan y recrean a cada instante. Evo Morales que queriendo seguir los pasos del Willca terminará como él. Un señorito, García Linera, sin corbata pero de traje (lo mismo que nada), viñetas de una Bolivia que no quiere aprender, resumida en el trágico destino de Eusebio Guilarte, que desde una tierra que ya no es, Cobija, en la costa pacífica, proclama el destino de una nación nueva y muere a manos de sus adláteres en un sino endemoniado y nacional. Una novela en la que no se desdeña la esperanza y que, sin embargo, tiñe sus páginas de melancólica tristeza. Bolivia que se desgaja, lo continúa haciendo, y cuyo tesoro, ya que los otros se han perdido, habita en su recuerdo de sus incontables, incansables también, guerras internas.