Con el Gigino habíamos visto el barco en la pequeña playa que desde niños conocíamos como la Bahía de San Antonio. No sabíamos con certeza si fuese de Rubert o de alguien que se había quedado una noche a Tzechini, y dirigiéndose a Venecia iba a retomarlo la mañana siguiente por seguir el célebre recorrido que desde que tenemos memoria llamábamos la Pordenone-San Marco. Curvas, después de otras curvas, hasta Caorle y de ahí la Serenissima.

El solo haberla visto desencadenó en nuestra imaginación mil viajes. Era ir hasta Australia a recorrer canguros en el inmenso desierto y mirar koalas mientras van comiendo y comiendo hojas de eucalipto o ver de cerca un ornitorrinco, todos aquellos animales extraños que ésta lejana e infinita isla logró aun conservar. Y luego en Madagascar, otra isla llena de extraños animales, como el lémur y el camaleón pantera, el gekko y cuantos otros. Un viaje de sueño. Y habíamos ya pensado en todo, tanto que no dormí aquella noche, pensando en que debía mejorar mi natación, en que debíamos llevarnos mucho pan y muchas lombrices para pescar.

Ninguno de los dos había aun leído a Hemingway, lo de El viejo y el mar. Seguí soñando mientras el barco ya se fue, con el Gigino no nos vimos durante mucho tiempo y fui olvidándome también del plan de fuga. El viaje estaba en el sueño. Luego tal vez los dos leímos a Hemingway, lo de El viejo y el mar… ¿A que vienen los pájaros?… ¿Cómo está el viejo?… ¿Qué vas hacer ahora si vienen de noche? y el sueño esfumó. Miramos el horizonte de otros viajes, de los que hicimos realmente y me queda siempre este como el viaje más bello y más grande que hice.