Andrés Canedo / Bolivia
Habían conversado con palabras, con sonrisas, con lágrimas, con gestos, con besos, con suspiros. Se habían entregado los cuerpos, con pasión, con ternura, con amor, llenándose de éxtasis y de la tranquilidad del presente, extendiéndose hacia el futuro infinito, hacia la inmortalidad que resguarda a los amantes que se aman. Entendieron, en ese tiempo, que a pesar de la dureza del mundo, de la amenaza de las sombras, el cielo era infinito y los cubría con su manta de soles y de estrellas. Una tarde, sin embargo, percibieron que empezaron a flaquearles las palabras, los gestos, los suspiros. Que el amor que se habían hecho, minutos antes, había carecido del soplo mágico que, anteriormente, los suspendía en el aire y los proyectaba hacia el cosmos. Se miraron intensamente, pero algo se había hecho borroso en sus rasgos y que las manos que como cada día entrecruzaban, ya no encajaban perfectamente la una en la otra. Entonces, se produjo el silencio entre ellos. Ella, turbada, bajó la mirada. Él, aturdido, retiró la mano que ella, flojamente, aprisionaba. El silencio creció agigantándose, tomando dimensiones que se parecían a la noción que tenían ambos de la muerte. Los dos eran generosos, tiernos y poseían la inteligencia que la vida da o improvisa. Entonces se pusieron de pie, se abrazaron como hermanos, y cada uno partió por su lado, a vivir su inédita soledad, a caminar en el desamparo de la noche, a buscar en la inmensidad del tiempo y del espacio, la nueva luz, talvez lejana, utópica, que les trajera de nuevo el calor. Entendieron así, desde el lugar donde se sienten todas las cosas, que el amor también se agota y que la oscuridad, siempre está al alcance de la mano, alentando desde un beso fallido, desde un orgasmo laxo. Y entonces caminaron, caminaron, y sólo la tenue luz de sus recuerdos, les impidió caer en las tinieblas, para seguir transitando en busca de una nueva aurora.
