En crisis, los países recurren a su menú de tradiciones. Entre las nuestras, se encuentran por ejemplo los arreglos parlamentarios cuando el presidencialismo imperial fracasa o esa otra, en boga estos días, de convocar a notables ante las impotencias de la política.
Ha sido llamativo que en el Gobierno y en la oposición no chirriara el uso de la palabra “notables”, cuando el país aún vive los ecos de una ola igualitaria. La tradición de los notables ha resultado así tan potente como esa ola, al punto que hubo críticas solo marginalmente.
La cultura política local nos ha habituado pues a oír de los notables cíclicamente (en el juicio de La Haya fue parecido, pese al fracaso, pero sin el nombre de “notables”). Aunque en nuestra generación aquellos resuenan por el recuerdo de la elección de la Corte Electoral en 1992, su rastro es antiguo. Se pierde en el pasado colonial, en el prestigio del conocimiento profesoral o de la burocracia, por las universidades como potentes centros gremiales y por el poder de la Real Audiencia.
Ese estatus deviene también del mundo católico -en el que el sacerdote era un eje del saber, religioso y político- y de la cultura de huella platónica. Por esta última se pretende, de forma no verificable por cierto, que quienes se ocupan de las ideas y la cosa pública son mejores y trascendentes, mientras que los que se enfocan solo en lo cotidiano son muy de este mundo. La propia imagen del presidente Arce como un profesional formado está bañada en esa memoria.
En el siglo XIX incluso se construyó un espacio en Bolivia para la participación de los notables (una forma republicana de aludir, de contrabando, al elemento aristocrático en el Estado). Ese espacio fue el Consejo de Estado, integrado por diputados y por quienes “hayan prestado servicios importantes en la administración pública”, como disponía la Constitución de 1861, malmirada en su tiempo por radical y “muy” liberal. Ya en el siglo XIX, entonces, se abrió paso no solo el conocimiento teórico, sino el concepto de “servicios prestados” como una concesión a la experiencia pública. No por nada este componente honorífico fue descartado luego por el inefable Melgarejo en 1871, cuando restauró el Consejo de Estado, que antes había suprimido.
Así, en lugar de discutir abstracciones acerca de si la democracia es igualdad o reglas de convivencia, podríamos rescatar cómo se ha ensamblado lo público en Bolivia. Allí comprobaríamos que hay pocas vías de escape a la perpetua reyerta que ha sido nuestra vida común. Una de esas vías es recurrir al prestigio fuera de la política para aquietar a los bandos en disputa.
El valor de los destacados debería evitar ese cariz odioso que clasifica a las personas como de primera y de segunda, según su preparación. Esta manía a veces se expresa en un desdén por el bagaje práctico de la gente común, por los caudales de la experiencia, que en Bolivia en general creemos nunca se equiparan a la teorización. Paradójicamente, este es un mal que el propio igualitarismo boliviano padece sin estar consciente. Así, ensalza mucho al pueblo, pero en realidad reverencia el linaje del cualquier glosador de ideas de vanguardia, ante el que tiemblan las choquezuelas de la memoria ilustrada y aristocratizante de los igualitarios. Tengo nombres a la mano de quienes deben su éxito más a esa usanza que a sus méritos, aunque los tengan.
La historia boliviana enseña que así como las olas igualitarias traen avances y excesos, apelar a los notables es de las pocas rutas que hallamos como comunidad para colaborar entre nosotros. Primero, porque valoriza un bien apetecido en Bolivia, que es el reconocimiento. En general, aquí se interviene públicamente más por los honores que por el dinero, aunque la codicia no sea escasa. Luego, porque los bandos en gresca pueden así deponer legítimamente sus banderas para acordar.
Ojalá que el retorno de esta tradición sea no solo una manera de honrar -lo que no está mal-, sino un camino para construir, usando a los notables incluso como un buen pretexto.
Gonzalo Mendieta Romero es abogado.