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El Quitapenas

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

¿Cómo se inaugura un lunes en Cochabamba? Con fiesta. ¿Cómo termina el domingo? Igual. Viene mi cuñado y nos invita a comer escabeche de pollo en el Quitapenas. Hay música en vivo los lunes, asegura. Media docena de artistas locales interpretan canciones de Queen en un inglés no ortodoxo pero con ritmo. Alternan Michael Jackson con chojcheras cumbias que hacían mis delicias de joven; nada como tarde chichera. Un cartel reza que la chicha viene de Cliza, vaya a saberse, Cliza tuvo la fama, pero no la pruebo. Hay garapiña y creo guarapo. I Want to Break Free, ahora, los borrachos se besan, pasan la tutuma de boca en boca, saliva, baba, jóvenes muchachas de mochila al hombro van ocupando sillas. Varios guardias de seguridad vestidos de negro auguran que esto tendrá final tormentoso.

Extraño, en momentos así, una buena pelea. Sobre todo acompañado de eximios puñeteadores como Julio y Omar. Para todo hay tiempo y no puedo intentar, aunque quisiera, ninguna sesión pugilística ya. Sorbo mi Coca Cola caliente y observo. Freddie Mercury. Inician la obertura de We Are the Champions y se detienen allí, en We Will Rock You. Hubiera sido lindo. Las olas baten la bahía de Robin Hood en el norte de Yorkshire y tú, Francine, te acomodas en mí como abrigo de invierno. Mojadas baldosas de piedra oscura, centenarias. Volapiés en la puerta del Wunder Bar, sillas rotas en espaldas en el Awicho, Hans que cae al canal de la Angostura a la salida del Me da la gana. Combato con una jauría de perros, cinturón en mano, creyéndome Gandalf enfrentando a los orcos, Puskas acumulando defensores alemanes en la gran final del 54.

Lechugares entre altos eucaliptos. La avenida América en partes todavía de tierra. Un cementerio baja hacia el río. Ha cambiado mucho, urbe activa que huele a fritura. Cada vez queda menos del bucolismo aquel que la caracterizaba. El esmirriado y retorcido tronco donde te amé es hoy añoso monumento. Converso con el taxista acerca de épocas cuando los borrachos iban a tomar caldo de verga de toro al lado del matadero. O te sana o te derriba, dice y decían. En el matadero, mujeres con vasos de plástico y metal recolectaban sangre caliente para beberla al pie del bovino asesinado. En la ruta de la Serpiente Negra los autos se detienen en medio para tomarse un trago de leche de burra, alta temperatura y espuma. Recuerda la ambrosía que servían en Itocta, detrás del aeropuerto, pasada La Maica. Los pueblos pobres recurren a artificios para alimentarse. Algo nuevo que me relata el maestro conductor, con bolo verde de coca sudando por las comisuras de sus labios, es el “sabroso” plato que sirve “doña Victoria” en La Chimba, el famoso sullito. Pregunto si son fetos de llama, los que se usan en hechicería popular todavía en las calles de La Pampa y dice que no, que son fetos de vaca asados como brazuelo y acompañados de macarrón (supongo que con huevo batido a la usanza valluna), papa y ensalada de “beteraba”. Enumera los manjares que se deben probar en la mañana en lugares específicos de la Beijing y la Melchor Pérez de Holguín o en los mercados Central y Papa Paulo. Averiguo más acerca del sullito y derivamos al pulpito que a diferencia de lo que se creería un plato gallego es algo así como el ano de la oveja o el recto que llega al ano. Las ya usuales cabezas de cordero con gusanos incluidos en los orificios de las orejas. Regados de llajwa y cerveza o en casos bicervecina negra para seguir la tradición.

Chhuqu va chhuqu viene. El chhoqo es el balde pequeño de chicha, en oposición al “balde” grande; lo que ya no veo son “latas”. Tal vez las prohibieron porque cuando te traían una lata llena la mano completa del servidor estaba ahogada en tu bebida, tocase lo que hubiera tocado se lavaba allí. El Forúnculo, conocido mozo de una chichería de la Ladislao Cabrera, andaba siempre acariciándose un gigantesco y purulento grano en la mejilla. La siguiente lata limpiaba el fatídico manantial… Se hacían con recipientes de manteca argentina que contrabandeaban en La Quiaca, de veinte litros.

Recuerdo a Víctor Hugo Viscarra desafiándome a una soledada de chicha, lata contra lata. El destino puso barreras, distancias y el combate singular nunca ocurrió. Héctor Priámida contra Diómedes Tidida, no guerra de Troya propiamente pero guerra.

Chhoqos van y vienen. Sorbo la hirviente Coca Cola. El escabeche de pollo está desabrido y lo hago a un lado. Me gustaban estas cosas. Bailaba con Ligia. Ella reía, paulista calabresa. Quita penas en serio, entonces solo risa. La tragedia siempre aguarda en penumbras de esquina. Ella en San Francisco, yo en Cochabamba, a pesar de que escurrimos una noche en el Vesuvio Café de North Beach para alimentarnos del aire de los poetas beatniks. Pasamos la noche en un hotel chino y desayunamos en el café Praga. Hubo todavía bastante historia después de eso, aviones vuelan y contravuelan como baldes de chicha. Triste amor de hotel, gris como cuadro de Pascin, plagado de omens como en Balthus.

Profusión de plantas alrededor de las mesas, helechos y cartuchos, carteles amenazantes a quien arroje trago en las macetas o el piso. El aduanero Rousseau hubiera estado feliz de pintarnos aquí. Selva urbana. Rosada garapiña con coco rallado, no falta color. Los rostros, muchos ya deformados por el alcohol, me hacen pensar en Grosz. Me pregunto si siento nostalgia y me declaro un tipo frío. Observador y detallista. Que me gustaría saltar a la mesa vecina y romper narices no niego; vicio que me viene de las historias de Jack Johnson. A veces lo cuento en noches de reunión y mis hijas me miran espantadas. Quién creyera que soy ahora burgués de quinto piso escribiendo en calzoncillos. Ni Balzac.

Preparo café y pan con dulce de durazno. A las nueve continuaré viendo el filme Los hermanos Karamazov y escenas de guerra esteparia. He venido antes aquí, no para quitarme tristezas, sin embargo. Si no hay música, grupos de jubilados juegan cacho. Sobre un estante, tres casas de horneros que pocos se ven con su estilo de paso de parada. Muy lindas. Ese color del barro seco trae memorias. Recorríamos la ciudad de norte a sur, subíamos a los temidos cerros, noche rendida, ánimos belicosos, Alalay brillaba sur y la refinería de Valle Hermoso lejana. En el matrimonio de Emma, con Ligia, por allí, bebimos entre los dos una guinda caja de paceñas. Los novios caminaban en línea recta un interminable vals de Strauss, costillas a medio comer se disputan los perros. Un taxi nos sacará al amanecer para un día que terminaría hermoso. No nos ofrecieron chicha, éramos padrinos, únicamente cerveza y comida en abundancia. Bailamos, no vals caminado sino cueca y cumbia. Huayño. Ojos brillando, canicas especiales que ponen al embalsamar a los difuntos, o a las muñecas chaposas que se venden a cinco pesos en la Cancha. Así te miraba yo, así sonreías. Veníamos de Denver por un mes y lo bebimos treinta jornadas, danzados y sexuados, parecía que recién nos conocíamos y deseaba saber qué había debajo de tus botones.

Un par de horas en la chichería-bar en donde mueren las penas. Las imágenes se acumulan muy coloridas como en Amarcord, incluso sin ser muchachos. Escabeche de ave con cebolla, zanahoria, judías verdes, jugo sospechoso. He trabajado en cocinas y sé lo que se teje a escondidas, no importa si en Washington DC o en la plaza Busch.

Sigue Queen y el ofertorio de identidades, formas, obsolescencias y futurismos tecnológicos de esta sociedad me hace recordar mis lecturas sobre el desarrollo desigual y combinado de León Trotski. IPhones, Otto Dix, Gíldaro Antezana y el flotante kaluyo olor a molle, pincel de sauce llorón…

Resulta que el nombre del vocalista era Panasonic, igual a las radios a transistores. De los briagos de Huarochirí a Panasonic personificando a Freddie Mercury. Me levanté y me divorcié de la fiesta, anillo no usaba hace mucho.

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