Luis Bernabé Pons

Mercedes García-Arenal y Rafael Benítez
Universitat de València – Editorial Universidad de Granada – Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2024
La vida cotidiana de los moriscos, cristianos de origen islámico convertidos forzadamente a su nueva fe en 1501 en Castilla y en 1526 en Aragón, ha sido y es uno de los capítulos más tratados por la bibliografía de los últimos años. Conducidos a una vida de disimulo de la antigua fe y sus ritos, los moriscos estaban obligados a llevar una conducta pública de cristianos entre cristianos. Por más que las autoridades ponían su esperanza para una verdadera conversión en las nuevas y futuras generaciones, pocos entre los cristianos viejos se engañaban acerca de la sinceridad de esta conversión. La presencia en España de colectivos moriscos todavía de lengua árabe, como en Granada y Valencia, abonaba además esta visión cristiana que unía inseparablemente la religión a la lengua. La llegada de los moriscos granadinos a Castilla, desterrados tras la tremenda guerra de las Alpujarras, intensificó la sensación de que el árabe, y con él el islam, circulaban de nuevo por el interior de la península.
Esta vida clandestina de los moriscos ha sido una de las columnas en las que la historiografía ha apuntalado una particular visión de los moriscos, en especial a partir del libro de Louis Cardaillac, Moriscos y cristianos. Un enfrentamiento polémico (1492-1640). Sometidos a la curiosidad ―frecuentemente malsana― de sus vecinos, vigilados por el clero e investigados por los tribunales de la Inquisición, los moriscos desarrollaban una doble vida que polemizaba con las imposiciones cristianas y que solo salía plenamente a la luz cuando el Santo Oficio ponía su atención sobre ellos. Aunque no fueron los moriscos ―al menos no siempre y en todos los lugares― la diana favorita de la Inquisición, sí que fueron una comunidad a la que prestó especial atención, especialmente a partir del último cuarto del siglo XVI, cuando la rebelión de los granadinos, las siempre exageradas acusaciones de complicidad con el Turco, los sultanes marroquíes o los reyes franceses, y la constatación tanto del fracaso del proceso evangelizador como de la «pertinacia» de muchos moriscos en su fe, habían agitado un panorama que hasta entonces, si bien con altibajos, se había mantenido más o menos tranquilo.
En este contexto es en el que se enmarca este fascinante libro, versión española de un original publicado en inglés en la editorial Brill de Leiden en 2022. Escrito por dos muy buenos conocedores, entre otras cosas, de los archivos inquisitoriales y grandes especialistas en la historia social, intelectual y religiosa de la Edad Moderna hispana, Mercedes García-Arenal y Rafael Benítez vivieron la feliz coincidencia de estar trabajando a un tiempo, de forma paralela, un mismo proceso inquisitorial, el del morisco avecindado en Toledo Jerónimo de Rojas, desarrollado entre 1601 y 1603. Un legajo de gran extensión en el que se recoge con detalle todo el largo proceso que sufrió este morisco con tienda cerca de la plaza de Zocodover y que, finalmente condenado, lo conduciría al tristemente célebre brasero de la Vega del Tajo para ser quemado. Hasta aquí, el proceso podría asimilarse al de tantos y tantos moriscos y moriscas que fueron apresados, interrogados y condenados por la Inquisición por sus creencias y prácticas islámicas. Procesos de los que se pueden entresacar detalles interesantes, características de las vidas de los encausados, sus entornos familiares o asimismo sus defensas apuradas ante las acusaciones. Sin embargo, el proceso de Jerónimo de Rojas es diferente. Es extraordinario, como señalan con razón los autores. Y posiblemente por esa razón ambos decidieron aunar sus esfuerzos para deconstruir ese proceso y poner en pie un cuadro complejo y, de nuevo, fascinante.
Los rasgos particulares de este encausamiento son señalados en las primeras páginas del libro: primero, en él encontramos por extenso la voz del acusado en primera persona, no solo en sus declaraciones ante el tribunal, sino, más interesante, en papeles que escribe y que intenta sacar de la prisión y asimismo en lo que sus compañeros de celda declaran que dijo e hizo. Aunque siempre ―como precaven los autores― hay que leer y juzgar con precaución este tipo de documentos testimoniales, no cabe duda de que la información que ofrece Jerónimo de Rojas (o que otros ponen en su boca) es espectacular. En segundo lugar, Rojas, de personalidad compleja, se revela no solo como un ardiente musulmán, sino como un hombre convencido de su capacidad de polémica religiosa e incluso de conversión de cristianos. En tercer lugar, en el proceso salen a la luz sus sorprendentes relaciones con una serie de personajes cuyos nombres y vidas han ocupado muchas páginas en los recientes estudios sobre los moriscos e igualmente con otros personajes célebres del siglo XVI español. Finalmente, los testimonios de Rojas ponen al descubierto una intensa vida subterránea de grupos y redes de moriscos que, muy activos en sus personalidades de creyentes musulmanes, hacen proselitismo, rescatan cautivos, trafican con libros árabes y propician huidas al Magreb y a Estambul. El Alcaná de Toledo se presenta aquí como un centro importante de «conocimientos» y de encuentros de estos personajes.
Efectivamente, no andamos muy lejos de Miguel de Cervantes y el Quijote, como indican los autores, y esta relación con el escritor de Alcalá aún habrá de aumentar mediado el proceso inquisitorial. El lector va asistiendo un tanto atónito a una historia muy particular: Jerónimo de Rojas, tendero morisco de 44 años y nacido posiblemente en Hornachos, es acusado junto con su familia de practicar y enseñar el islam por otro morisco, el granadino Francisco Enríquez, con quien ha tenido relación anteriormente y con quien se ha enemistado. Detenido por la Inquisición, Rojas irá oscilando en sus declaraciones entre negar la mayor y admitir un pasado como musulmán, primero más o menos tibio, finalmente de fe intensa, bañándolo todo en una declaración de arrepentimiento cada vez más débil. Midiendo con cuidado sus declaraciones para no involucrar a familia ni amigos, Rojas se mueve en la fina línea que separa una sentencia condenatoria pero soportable de una que le conduzca a la hoguera. Sin embargo, tres hechos van a condicionar irremediablemente su causa. Primero, su intento de soborno al alcaide de la prisión para que enviara mensajes escritos a su familia y amigos, con los que intenta salvaguardar su negocio y a sus próximos. Estos mensajes los intentará sacar al exterior de varias formas, pero serán sistemáticamente interceptados por la Inquisición, que conoce desde el primer momento sus propósitos. Segundo, las largas y detalladas deposiciones ante el tribunal de su compañero de celda, fray Hernando de Santiago «Pico de oro», el famoso predicador mercedario, quien estaba encarcelado a causa de las disputas de poder dentro de su orden. Tercero, la delación a última hora de su sobrina María, quien acusará a Jerónimo y a su esposa Isabel de haberle enseñado a ayunar y a realizar el guadoc, los actos de purificación ritual, lo que aumentará la gravedad de la acusación.
Los testimonios del predicador, obtenidos de la convivencia en la celda durante muchas semanas con el morisco y de multitud de conversaciones entre ambos, forman una especie de mise en abîme del propio proceso y fueron, sin duda, un elemento fundamental en el juicio de los inquisidores y su posterior condena. En sus largas declaraciones, Santiago presenta a Rojas como un «moro fino», como se decía en la época: no sólo afirma a las claras su fe, sino que hace abiertamente en la celda prácticas islámicas como el lavado ritual o la oración y discute repetidamente con él sobre la superioridad del islam sobre el cristianismo, invitándole a abandonar este. Según el mercedario, Rojas se hizo un férreo musulmán gracias a sus encuentros con el alcalde Ibn Tuda, jefe militar marroquí refugiado en España tras las guerras civiles de Marruecos, y ha tenido durante años encuentros con hombres muy versados en el islam, entre ellos el celebérrimo Miguel de Luna, el morisco granadino médico y escritor, de quien dice que «no hay en Hespaña mejor moro que el dicho Luna» (p. 258). Junto a estos dos, otros personajes moriscos ―Juan Pérez, el licenciado Guevara, Gonzalo Mexía…― completan el nutrido cuadro de relaciones de Rojas dentro del islam aún muy vivo de Toledo. El saber que sus papeles y sus conversaciones con Hernando de Santiago estaban en manos del tribunal hará que Rojas, en una terrible escena, se derrumbe perdiendo su aplomo y comprenda que todo estaba perdido.
Para el interesado en los moriscos, en la pervivencia del islam en la España moderna, en la polémica religiosa o en el funcionamiento inquisitorial, el proceso de Jerónimo de Rojas es un tesoro. Como tal, García-Arenal y Benítez optan para su enfoque crítico y editorial por ir extrayendo poco a poco los preciosos datos que ofrece para ir agrupándolos. Así, el libro se abre y se cierra en el morisco Rojas frente al tribunal, primero con la narración del proceso (p. 19-52) y después con la transcripción modernizada del mismo (p. 217-422). En el centro del libro, los protagonistas, los espacios y las instituciones intervinientes son abordados para colocar al lector en disposición de situar mejor las coordenadas de la lucha vital que tiene ante los ojos.
De esta forma, se justiprecia por qué las fechas de 1601 a 1603 y no otras son importantes para comprender tanto el contexto como el transcurso del proceso. Por entonces, muchos moriscos granadinos llegados a Castilla ya estaban asimilados en la vida económica de las ciudades, ante el recelo de los cristianos viejos, pero también las autoridades estaban en pleno proceso de formular una solución radical a la cuestión morisca, que cristalizaría definitivamente en 1609 con la expulsión general. Igualmente, se analiza cómo los tribunales de la Inquisición tuvieron sus ritmos diferentes y, si durante el XVI eran los tribunales de Granada, Zaragoza y Valencia los que habían destacado en su persecución antimorisca, el de Castilla despuntó en el último decenio de la centuria, especialmente con el tribunal de Llerena y, muy a final de siglo, el de Toledo.
Estos análisis contextuales, que planean desde arriba sobre el juicio de Jerónimo de Rojas, dejan paso a pormenorizados análisis in situ: las estrategias usadas por acusadores y acusados durante el juicio; los protagonistas del proceso y sus muy distintas personalidades; los papeles que se hacen circular en las cárceles secretas (p. 197-214); las conversaciones que Rojas mantiene con sus compañeros de celda, fray Hernando de Santiago y, en menor medida, el bígamo Pedro Villarín (p. 131-168); y, especialmente, las informaciones que se aportan sobre hombres, circunstancias y fenómenos pertenecientes al mundo morisco del cambio de siglo.
Tres son los elementos que, a mi juicio, sobresalen especialmente entre otros muchos interesantes de los análisis que los autores hacen de la información de la que disponen. En primer lugar, la peculiar personalidad ―psicología, quizá sería más apropiado― del morisco Jerónimo de Rojas. Dejando de lado que los interrogatorios inquisitoriales son casi siempre una esgrima retórica en la que cada parte presenta los hechos y circunstancias en su favor, el morisco de Toledo alterna estados de extremo optimismo con otros de derrotismo; estados de confianza en sus fuerzas con estados de abandono; exaltaciones de su fe con momentos de extrema cautela. Chocantes sentimientos de confianza en sus compañeros de reclusión ―un religioso mercedario entre ellos― con un arrogante desprecio hacia la fe cristiana. Como señalan los autores, incluso puede percibirse en él, rogando que le lleven cuanto antes al brasero, una extraña propensión al martirio.
En segundo lugar, los testimonios del tendero morisco arrojan nueva luz sobre algo que se ha ido desvelando de unos años a esta parte: la existencia de grupos y redes de moriscos, muchas veces pudientes, que estaban más organizados y extendidos de lo que se suponía. Estas redes sostenían de forma clandestina la existencia activa del islam en un medio tan hostil y tendían puentes con el Magreb. García-Arenal y Benítez detienen su atención en varios de ellos: el tendero Juan Pérez, identificable ahora con bastante probabilidad con el escritor morisco del exilio en Túnez Ibrahim Taybili; el ya mencionado alcaide Ibn Tuda o Abentute, muy conocido por los moriscos durante su estancia en España y severo maestro en el islam para Jerónimo de Rojas y otros, o el célebre médico y traductor morisco Miguel de Luna.
Este último merece con razón para los autores un apartado especial por cuanto el proceso de Jerónimo de Rojas, como ya había anunciado García-Arenal en otros trabajos, desvelaba una naturaleza del traductor granadino que este había mantenido celosamente oculta: su carácter de autoridad en el islam para sus contemporáneos moriscos. Amparado en esa autoridad, Luna explica a los suyos cómo los libros plúmbeos del Sacromonte granadino, discutidísimos en esos años en España, siendo libros cristianos dan la razón al islam en cuanto a la naturaleza del Dios único y especialmente en cuanto a la persona de Jesús, un profeta venerabilísimo, pero en ningún modo hijo de Dios. Coincidentes con las opiniones que expresa Rojas en sus conversaciones, no cabe duda de que el mensaje de los textos granadinos caló hondo en su persona.
Esta confirmación de la personalidad islámica de Luna y su visión de los plomos del Sacromonte como textos de polémica religiosa se alinea con lo que pensaban otros moriscos y con lo que algunos hemos indicado desde hace tiempo. Muestra, además, que sus acciones y sus escritos, que le hicieron famoso en vida, como bien supo Miguel de Cervantes, han de ser reevaluados teniendo en cuenta esta perspectiva. Miguel de Luna, sirviente fiel del rey Felipe y del arzobispo de Granada Pedro de Castro y con privilegios de hijodalgo, que defendió con su trabajo de traductor la visión católica de los plomos del Sacromonte, en realidad sostenía otra opinión sobre ellos, opinión, sin embargo, que solo podía comunicar en círculos muy particulares.
Es este, como decía, un libro apasionante que, como otros memorables, reconstruye mundos normalmente ocultos o puestos en sordina. El de experimentar tan de cerca las esperanzas y desesperanzas de un morisco de buena posición en el curso de un proceso inquisitorial es el primero. El sorprendente y activo mundo islámico de los mercaderes de Toledo es otro de ellos. El de la circulación del islam en el centro de la península y sus conexiones con Valencia o el Magreb es uno más.
Sobre la triste peripecia inquisitorial de Jerónimo de Rojas planean también, como en las mejores narraciones, interrogantes que los autores del libro dejan abiertos, como si aún quedaran otros mundos por entrever. Si Rojas era un hombre experimentado que procuraba, por ejemplo, no implicar a sus conocidos para evitar más detenciones, ¿cómo pudo confiar en que el alcaide de la cárcel o en el mercedario Hernando de Santiago no le delatarían? Es más, su altiva y muy islámica actuación en la celda ante el último indica una desconcertante inconsciencia, más sabiendo que el religioso podría utilizar ―e incluso exagerar― sus palabras y acciones para atenuar su propio caso ante el tribunal. Los autores del libro van acercando al morisco al momento de verse finalmente descubierto, y con él también a los lectores, que de alguna forma comparten su desmayo al comprender que la suerte del mercader está echada. Pero no menos llamativo para los autores y para el lector es el hecho de que el licenciado Miguel de Luna, palmariamente expuesto como sabio musulmán con ascendiente sobre los moriscos, no sufriera ningún inconveniente por parte de la Inquisición hasta su muerte en 1615. ¿Moriscos gozando de una protección especialísima? Es otra de las rendijas que este libro deja atractivamente abiertas.
El proceso inquisitorial de Jerónimo de Rojas, morisco de Toledo (1601-1603) es, pues, un libro enormemente rico en información, en sugerencias y asimismo en interrogantes. Un proceso del tribunal de la Inquisición es, en primer lugar, un caso particular, el que atañe al procesado. Pero en algunas ocasiones especiales, y esta lo es, el proceso abre espacio para visiones mucho más amplias y profundas. Mercedes García-Arenal y Rafael Benítez, con un agudo sentido crítico y también con una estimable prosa académica, logran transportar al lector a los tenebrosos espacios de la Inquisición de Toledo, pero también a los conciliábulos musulmanes del Alcaná, donde Cervantes buscaba moriscos aljamiados como los que pueblan las páginas de este libro.
Luis Bernabé Pons es catedrático de Estudios Árabes e Islámicos en el Departamento de Filologías Integradas de la Universidad de Alicante.