Maurizio Bagatin
Existieron trenes que hoy harían soñar a los niños y enfadar a los grandes. Trenes que el tiempo se llevó, con asientos en madera y cortinas de terciopelo color jade. Trenes lentos e impuntuales, donde los contralores parecían ser otros pasajeros. Paraban en todas las estaciones y en todas las estaciones bajaba y subía gente. Había carga y había tiempo, había movimiento y había silencio. Trenes del siglo pasado. En algunos de ellos seguía subiendo Elio Vittorini, en una estación iba bajando Bocca di Rosa.
El viaje hacia el sur es cambio de clima, cambio de lengua y cambio de gente. Todo cambia hacia el sur. Yendo hacia el sur, cambiamos también nosotros. La neblina que obstruye nuestro imaginario, el frio del invierno que invade los huesos, al sur es el mar transparente, es la luz que hace brillar ojos suevos y conserva la piel de Cartago. El primer tren en Italia fue la línea ferroviaria Nápoles-Portici, recorría siete kilómetros.
Mi primer viaje fue cruzar la línea de sombra, el destino de Joseph Conrad, fijarme en el caleidoscópico vértigo de Arthur Rimbaud. Fue mirar desde las ventanas los colores que progresivamente iban cambiando, fue reconocer las estaciones aun marcadas por sus dulces cambios. Reconocer los frutos entre el verde y la sed en la sequedad de su tierra.
Dejando la Laguna Veneta el vuelo de los pájaros invade el cielo, van a buscar futuro en los valles del Comacchio, ahí la tierra es negra, la historia está llena de humedad, de frescos que inmortalizan el tiempo, sobre todo de la ferocidad de una pintura de Ligabue. Extraño la neblina de Ferrara, el “caligo” que desde Venecia impone su personalidad al tiempo y a su gente. Todo aterriza en una gran narración, la de Riccardo Bacchelli, hoy siempre más olvidado y siempre más oxidado. Cuadros tolstoianos. El tren observa este valle y lo penetra con dulzura, acaricia los cultivos de remolacha azucarera y va deslizándose con su mirada hacia los Apeninos.
Para los etruscos entramos en territorio felsineo, estamos en Bologna, «La Grassa» (La Gorda), «La Dotta» (La Sabia) y «La Rossa» (La Roja), para Pasolini siempre fue “la comunista y la consumista”. Ahí la línea ferroviaria decide tomar dos caminos hacia el sur, se divide uno hacia el Adriático y el otro hacia el Tirreno, siguiendo líneas que los antiguos romanos habían vislumbrado para ampliar su Imperio. Como reconoció Paolo Rumiz, no es que “todos los caminos conducen a Roma” sino que “todos los caminos empiezan a Roma”. Uno, el que persigue los Apeninos y va hacia la renacimental Florencia, va moldeándose sin mucha dulzura, antes de reconocer pinturas y paisajes medievales, castillos de duques y marqueses, banqueros y ricachones, casuchas de siervos y olivares alineados como si fueran legiones de soldados. La Toscana es simple y es compleja, Alighieri lo supo y esta fue su condena. Su tumba está en tierra emiliana, entre monumentos bizantinos y mosaicos que recuerdan a Teodorico. El otro camino se empeña en seguir la línea que bordea el mar Adriático, y hasta el Monte Conero a su izquierda hay solo extensas playas y niebla que confunde, a la derecha moderadas colinas informes, viñedos y cúpulas rojizas de torres medievales. Tierra y gente explotada por el Vaticano, más papistas que el mismo Papa.
Desde la estación de Ancona puedes ver la Dalmacia, el día es tan despejado que tus manos pueden acariciar la escarpada costa eslava, el mismo día puedes oler el salitre y oír un laúd que invoca a las sirenas. La calma del mar lo puede confundir con un desierto azul. Luego colinas y poemas, hasta Recanati, tierra de vinos, poesía y cantos liricos. Las palmeras que dominan el litoral avisan de un cambio brusco del paisaje, el Oriente se presenta así. Grottammare es el inicio de un nuevo mundo, el Tronto parte en dos también un imaginario, lo de Ignazio Silone y lo de Carlo Cafiero. Divago con mis lecturas y creo mis interpretaciones, “cafoni e crumiri” que desde siempre han acompañado la sufrida historia del sur, del sur de todo el mundo. Sigue la línea férrea, embriagándose del calor, hasta Foggia vemos pueblos llenos de memorias, a Foggia desaparece la historia para luego resucitar en el Gargano, entre los trigales de la gran planicie del Tavoliere. La Apulia del oro verde, donde el agua es mas cara que el aceite de oliva, donde el pan es arte y músculos en las manos: tomates colgados en las puertas de casa, ajo que lo acompaña, un perro somnoliento que ladra y rostros campesinos marcados como los surcos de la tierra. Creí de estar en África.
El Tirreno es más azul, pero antes recibo el soplo de la Maremma, el grito de los últimos Butteri y el Alto Lacio que adoraba el Lolo, ahí en Montalto di Castro se estrelló el diseño nuclear de una Italia provinciana y arribista. Antes de entrar a la Caput Mundi, algunos puentes antiguos, los acueductos, las ovejas que aun van pasteando, distrayendo perros y caballos, me conducen a la Armada Brancaleone, a sueños de feudos entre brigantes y bandidos, picaros y soñadores. Roma aniquila a todo y a todos, era según Fellini la puerta del África, aire que las siete colinas permite que penetre y maltrate o embellezca el aura de Imperio y de sacralidad. La estación Termini fue para mi el primero oasis de la globalización. Una canción de Lando Fiorini, la sonrisa de Gabriella Ferri, el acento romano que mi tía Cesira burlaba cuando subía al norte y recordaba la Roma ciudad abierta de Rossellini. Roma cobra todo el movimiento de su gran historia, parece saber metabolizar plenamente lo bueno, lo malo y lo feo, y no solamente en las imágenes de su ciudadano Sergio Leone. Es pietas y liturgia, abbacchio, Macellum y Suburra. Es Roma ciudad eterna.
Sigue bajando el tren, se pierde entre higos de la India y olivares, bordea plácidamente “i muretti a secco” del Salento, sigue sus líneas irregulares y seguras, defiende el territorio, “i pozzi salentini”, aquel fluir escondido del agua que aquí vale oro. Viaje de Horacio, retorno desde la Grecia de Virgilio, tierra de los cultivos “áridos” y por eso más preciosos. En tren desde Lecce hasta Tarento empleé casi dos días en llegar a la ciudad de los dos mares. Rocambolesco viaje, pasando por estaciones desiertas y campos fulgurados por el sol, con el consuelo de un viento Grecale o un Scirocco que a veces ofrece piedad a la siesta en la canícula veraniega.
Y es Mediterráneo. Cuando abandonas Roma te espera con los brazos abierto Neápolis, tierra del welfare sui generis. El tren llega hasta la Plaza Giuseppe Garibaldi, el héroe de los dos mundos debe ser perplejo: “Que será lo que he unido aquella vez?” se estará preguntando. Nápoles es desde siempre un capítulo aparte, a veces pueblo, otras veces plebe, a veces Masaniello, a veces Maradona. Sale otro tren desde Neápolis, la Circumvesuviana, tren que mira el Vesubio y admira el mar, el azufre de Stabia, el canto de Caruso, las sirenas que esperan aun Ulises. Se olvidad los Campi Flegrei, la pizza y entramos en pleno Cilento, ahí la memoria de la Segunda Guerra Mundial, mi padre en fuga del horror y de la miseria. Seguimos una linea que inicia a describir el territorio como un electrocardiograma, un electrocardiograma hecho aun corazón fuerte y siempre ‘nnamurato (enamorado). Es la capsaicina del peperoncino, son los labios de Sophia Loren.
Calabria son las figuras de los Bronces de Riace, silueta marcada por la ferocidad de su tierra. Almas negras y sibaritas, ondulaciones de la costa y bosques impenetrables. Esta región es milagrosa en dejarse recorrer por una línea férrea, hasta el estrecho que hoy nuestros políticos malabaristas y cleptócratas quieren violar. La memoria nos despeja un pasado industrial, las «Reali ferriere ed Officine di Mongiana», promesas incumplidas y deceso del sueño de un sur avanzando a la par del norte.
Mas de mil kilómetros, centenares de culturas, ojos que han visto civilizaciones desde la gloria hasta el sepulcro. Una mirada de hace cuarenta años atrás.