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El precio de la locura de este afiebrado mundo

En este raro y apocalíptico mundo que nos toca vivir —aunque todavía no sea nada frente a otros de siglos pasados, incluido el veinte—, se nota que unos nos esforzamos más que otros por ganar el premio a la negligencia, como si estuviéramos en una estúpida competencia por quién acumula más muertos a punta de malas decisiones o de ninguna.

En Bolivia los hospitales no sólo están al borde del colapso —como pasó ya en países con economías más fuertes—, también padecen la decadencia de los hornos crematorios de sus ciudades y, entonces, se les apilan los cadáveres de fallecidos por covid-19 con el consecuente peligro para la salud pública.

En Bolivia no hay espacio en los cementerios para los enterramientos. No sólo eso: no hay hospitales para atender las necesidades de la población. No hay laboratorios en las principales ciudades. No hay UTIs. No hay respiradores. No hay intensivistas. No hay camas de terapia intermedia. No hay insumos de bioseguridad para el personal sanitario. No hay, no hay, no hay…

Tampoco hay pruebas. Los informes de Epidemiología son esmerados, pero mentirosos. Hasta un niño sabe que los contagiados son muchos más y que el país expone cada noche, poco menos que en cadena nacional, su incapacidad de tener los números reales.

Mientras el Gobierno se entretiene peleándose con sus adversarios políticos, sobre todo con el MAS, del huido expresidente Morales que despilfarró los recursos de los bolivianos en canchas de fútbol donde no había ni siquiera agua, pudiendo haberlos destinado a la salud, son cada vez menos las familias que no sufren ya un infectado o un muerto por coronavirus y la inacción o la dejadez de la administración Áñez es alarmante.

Para muestra, un botón. Hace meses (sí, ¡meses!) que se le alerta al Gobierno de carencias inadmisibles en departamentos como el de Chuquisaca, que sólo tiene 11 intensivistas y hasta el jueves un par de camas UTI vacías a poco de que, según las proyecciones, se venga una avalancha de ingresos hospitalarios y, con ella, el infierno.

¿El resto de la sociedad cómo se comporta? Con cuarentenas indisciplinadas; como en tiempos normales, con medidas que no se cumplen ni se hacen cumplir. Mientras tanto, entre los conscientes cunde la impotencia y en el resto, un pasmoso nerviosismo.

Recapitulemos. Médicos y enfermeras que al mismo tiempo son héroes y villanos. A la mañana son aplaudidos por arriesgar su vida y la de sus familias brindándose a un prójimo desconocido; a la noche, despreciados en sus edificios. Enfermos que hoy son la esperanza para los demás; ayer eran una lacra para hospitales y vecindarios. Policías que vigilan el respeto a las normas, en paralelo ruegan por unos pesos que les permita alquilar hoteles y mantener aislados —más o menos decentemente— a sus camaradas infectados.

Y el comercio con la salud… Barbijos que hace tres meses no existían en el radar público, se han convertido en el pedazo de tela de dos, de cinco, de mil capas más apreciado en la faz de la tierra. Y pensar que la OMS primero te dijo que no te tapes con ellos porque sólo servían para que no te contagien, pero después te dijo que te tapes nomás… por si acaso.

Un día aparecieron las pistolas con las que te apuntan directo a la frente para darte el tiro de gracia. Tú tiemblas de miedo, pero disimulas. Con la procesión por dentro tratas de relajarte para que finalmente te digan que vayas con tranquilidad, que estás a cuatro décimas del aislamiento de 14 días, sólo, sin nadie más que tú y tu mala suerte. Esos tomafiebre hace tres meses rondaban los 150 bolivianos; hoy están por encima de los 600.

¿Cuál es el precio que hay que pagar por la locura de este mundo? ¿No crees que llegó la hora de preguntarse si hacía falta un nuevo virus para darnos cuenta de que jugando con fuego como hasta ahora ni siquiera vamos a tener dónde caernos muertos?

Esta pesadilla no es peor de lo que nosotros mismos venimos haciendo de nosotros mismos y de quienes nos rodean hace… una vida entera.

Oscar Díaz Arnau es periodista y escritor.

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