Rafael Narbona
Jesús Montiel es una rareza en el panorama de nuestras letras. Lejos del cinismo y el desgarro, escribe con esperanza. No le cuesta decir que cree en Dios y en la ternura. Su escritura cultiva la limpieza y la exactitud. Muchas de sus frases son chispazos deslumbrantes, aforismos que descubren territorios inexplorados o que nos hacen ver con otros ojos regiones ya conocidas, pero desdibujadas por la costumbre. Montiel es el poeta del asombro, una mirada que no cesa de escrutar el mundo desde una ventana, feliz de poder contemplar el silencio de los árboles y el interminable coloquio de los pájaros. La vida no le parece una desgracia, sino un conjunto de dones que debemos celebrar cada día. No podremos hacerlo si estamos demasiado pendientes de las incidencias de nuestro yo. Para Montiel, la poesía debe ser desprendimiento y gratitud, humildad y ofrenda. Hay tanto que agradecer, tanto que festejar, pero a veces, succionados por el vértigo de la rutina, nos olvidamos de lo esencial: pasear, contemplar, leer, amar. Montiel entiende que la poesía es una barricada, un lugar desde el que resistir. La poesía no es una forma de huir de la realidad, sino una manera de habitarla. El poeta no quiere perderse nada. Su sensibilidad no cesa de cazar instantes. Sabe que la belleza anida en momentos que la sociedad desprecia. La intuición poética irrumpe en la espera, la enfermedad, la oración, la inactividad. Sufrir nos enseña a amar, nos hace crecer y, en algunos casos, nos da el canto.
Me pregunto si tiene razón Montiel. ¿Es poética la enfermedad? ¿Nos enseña algo el sufrimiento? ¿Se crece humanamente gracias a la experiencia del dolor? ¿Se aprende a amar mejor? ¿Es el dolor la matriz del canto poético? Montiel sufrió el zarpazo del cáncer, que puso en peligro la vida de uno de sus hijos. Vio de cerca la fragilidad de la vida y el abismo de las pérdidas. Un niño es una existencia que empieza a aflorar. Si se malogra, el dolor resulta particularmente agudo, pues ya no se trata tan solo de una ausencia, sino de la brusca interrupción de un cúmulo de posibilidades. ¿Se puede creer en Dios después de perder un hijo? Yo creo que sí, pero solo si percibimos a Dios como un frágil absoluto zarandeado por el tumulto de la historia y los azares de la naturaleza. Yo he vivido la muerte prematura de mi padre, el suicidio de mi hermano mayor, la muerte de mi otra hermana -ferozmente maltratada por el baile de los genes-, la frustración de no poder tener hijos, el viento helado de la depresión, las llamaradas de la locura. ¿He aprendido algo? ¿He crecido humanamente? ¿Soy capaz de amar mejor? ¿He logrado que mi forma de escribir se sacudiera lastres, afinando su capacidad de expresar emociones e ideas? Pienso que sí he aprendido cosas que han enriquecido mi humanidad. Después del inevitable desgarro de una herida inclemente, he entendido que el dolor nos enseña a ser más indulgentes con los otros. El resentimiento y la envidia son caminos hacia ninguna parte. Es más fácil amar cuando comprendes que el otro es un espejo de tu propia fragilidad. La mirada agonizante de mi hermana desalojó brutalmente a mi yo de su miserable encumbramiento, convirtiéndome en rehén del dolor ajeno. No hay forma más alta de humanidad. No hay mayor gesto de libertad. Ser para el otro, descentrarse, liberarse de la tiranía de un ego que reclama toda la atención.
Jesus Montiel, por Javier Viñayo Blanco.
El dolor de mis seres queridos me reveló que la dignidad de nuestra especie reside en su capacidad de cuidar al que enferma y suplica nuestra compasión. Mirar hacia otro lado, huir, desentendernos, nos hunde en el lodo del egoísmo, donde solo somos una soledad que desconoce hasta qué punto se ha separado del único espacio donde surge lo verdaderamente humano. Indudablemente el dolor templa la escritura. Como diría Nietzsche, «nos hace más profundos», una frase de la que se ha abusado. Las palabras solo revelan todo su potencial cuando se debaten con los límites.
Jesús Montiel describe la escritura como un ejercicio de respiración que solo adquiere espesor y sustancia cuando nace de la autenticidad. Lo relevante no es lo que le pasa al yo, sino la vida, especialmente en los aspectos más insignificantes. El escritor es un testigo; su obra, un testimonio. Montiel confiesa que fue un niño introvertido. Gracias a la escritura ha podido llegar a los demás. Escribir le ha salvado del aislamiento. Admite que tiene «hambre de lectores». Le emociona que «una actividad solitaria desemboque en el encuentro». Montiel no exalta la inteligencia. Lo mejor del hombre no es el pensamiento, sino su capacidad de amar desinteresadamente. Cita a Christian Bobin, su maestro: «Una inteligencia sin amor es como un traje de seda vistiendo un cadáver». El amor nos revela cuál es el verdadero hogar del ser humano. No es esa casa que nos resguarda del exterior, manteniéndonos alejados de la incertidumbre y el sufrimiento, sino la intemperie, donde llueve, hace frío y prolifera el peligro. En la intemperie nos espera Dios, invitándonos a viajar por el río de la vida. En el mundo actual, el hombre se ha parapetado en apartamentos. ¿Cómo podemos sortear los escasos metros cuadrados que nos confinan en una cotidianidad sin misterio? ¿Cómo podemos salir al encuentro de lo divino? Montiel practica la meditación conforme a la escuela de Franz Jalics, jesuita de origen húngaro, secuestrado y torturado durante cinco meses por el régimen de Videla. Para Jalics, la meditación es un camino de purificación donde nos desprendemos de las sombras y nos reconciliamos con nosotros mismos, aceptando nuestro verdadero yo, sepultado bajo máscaras que hemos fabricado para conseguir la aprobación ajena. Para Jalics, amar a Dios, a nuestros semejantes y a nosotros mismos forma parte de un mismo proceso y, para llevar a feliz término esa travesía, hay que atravesar territorios donde reinan las sombras. Cuando llegamos a esos tramos, no hay que desalentarse. Si retrocedemos, perderemos todo lo que hemos ganado. Solo perseverando podremos arribar al núcleo sano donde hallaremos el equilibrio necesario para seguir adelante. Se trata de «caminar en la presencia de Dios», señala Jalics, incurriendo en una perspectiva mística. «Dios existe –continúa-. Está dentro de ti, en tu presente, en la realidad que te rodea. En Él vivimos, nos movemos y tenemos nuestro ser. Nos habla no solo con palabras humanas, nos habla a través del silencio, a través del ser que no puede expresarse con palabras. Su palabra viva es la realidad misma. Si penetramos nuestra realidad nos encontramos con Él en forma directa». Si no lo hallamos es porque vivimos intensamente en el pasado y el porvenir, incapaces de habitar el presente.
Para Montiel, el amor no es una idea abstracta, sino algo encarnado. El amor es concreción y consiste en algo tan banal como asumir una tarea doméstica o pedir disculpas tras un altercado. En esos gestos también aletea lo sobrenatural, mostrando que la belleza y el sentido son las costuras de la vida. Celebro que un escritor nacido en Granada en 1984 hable abiertamente de Dios, sin miedo a las muecas de escepticismo. Montiel se declara católico. Yo lo he sido mucho tiempo, pero mi fe, lejos de debilitarse, se ha ensanchado, abriéndose a nuevos horizontes. Quizás Cristo solo es un mito. Tal vez Jesús solo fue un rabino que deseaba reformar el judaísmo y la posteridad lo convirtió en el Hijo de Dios. Pablo de Tarso, un apologista con una enorme fuerza persuasiva, fue el artífice de esa transformación que los siglos posteriores asumieron hasta erigirla en dogma. No importa. Incluso si solo es un mito, se trata de una leyenda fructífera, pues nos muestra la fragilidad de Dios, su irremediable vulnerabilidad. Para mí, Dios no es algo acabado y perfecto, sino una conciencia que crece con la cosecha del tiempo. El dolor es su escuela, la experiencia que le permite crecer, lo que le hace salir de su estado indiferenciado, adquirir una identidad, tener una historia. Como apunta Hans Jonas, es la memoria del cosmos y, como tal, una realidad en permanente devenir. Poco a poco, con las experiencias acumuladas, se configura como conciencia. Ese Dios no nos garantiza la inmortalidad personal, pero salva al universo del absurdo. Frente al colapso gravitatorio previsto por la ciencia, insinúa la posibilidad de una plenitud incomprensible para nosotros. Quizás esa plenitud es lo que llamamos eternidad. Desconfío de dogmas e iglesias. Creo que es mejor buscar a Dios en los poetas y en la música, libre de cualquier forma u ortodoxia. Los ritos son necesarios, pero no tienen por qué ser vivencias colectivas. Como hace el propio Montiel, tal vez es suficiente sentarse en un banco de madera y encender una pequeña vela. O leer uno de sus poemas en prosa, donde el espíritu sopla con la fuerza de un vendaval y la delicadeza de una canción infantil.
II
-Creo que fuiste un mal alumno. He leído que dibujabas monigotes en los márgenes de los libros de texto. Al parecer, tu primer poema fue sobre la nieve. A los dieciséis años. Es raro, pues los adolescentes suelen escribir sobre su yo. Su subjetividad atrapa casi toda su atención. ¿Qué es para ti la escritura? En alguna entrevista has contestado que un camino. ¿Hacia dónde?
–Fui un niño despistado, lo sigo siendo. Me ha enseñado mucho más la ventana de clase que la pizarra. La pizarra afirma que el mundo puede reducirse a categorías, que es un conjunto de problemas con soluciones únicas. La ventana dice que el mundo es impredecible, puro caos. La ventana, los márgenes de los libros de texto o los árboles del patio, esto han sido mis verdaderos maestros. Y así, con dieciséis años, en otra ventana, escribí mi primer poema mientras nevaba, como dices. Para mí ese primer poema lo explica todo. Estoy llamado a escribir desde mí pero sin mí. Dar lo que recibo pero quitándome de en medio. Para mí la escritura es un camino en dirección contraria al ego. Un utensilio que me transforma y me hace menos egoísta. Ahora, luego de algunos años, puedo afirmar que la escritura es como rezar. Ha ido remodelando mi interior, sanándome, construyendo un hombre capaz de escapar de sí mismo y vivir, aunque solo sea por un momento, en la acción de gracias.
–Sucederá la flor es uno de tus libros más hermosos. Narras como uno de tus hijos enfermó de cáncer y felizmente lo superó. ¿Qué representa el dolor para ti? ¿Cómo has podido sortear la trampa del pesimismo? ¿Cuál es el secreto de tu esperanza?
–El árbol necesita la tormenta para crecer. El fruto que brota de su rama es el epílogo de muchas violencias, de mucho sufrimiento. Lo saben los campesinos. La tierra sufre y solo después de sufrir da sus frutos. Con el ser humano pasa lo mismo. Las personas que huyen del sufrimiento, que se pasan la vida esquivándolo, son más infantiles y más neuróticas. Las sociedades. Nuestra sociedad está infantilizada porque le da la espalda a la muerte, a la vejez, a la enfermedad. Por eso patalea frente al COVID. En mi caso puedo afirmar lo que dice el salmo 118, «Antes de sufrir, yo andaba extraviado/ pero ahora me ajusto a tu promesa». Todos los sabios y todas las grandes tradiciones incluyen el sufrimiento. No lo arrinconan. Quien aspira a una verdadera emancipación debe incluir el sufrimiento en sus planes.
-¿Podrías explicar brevemente tu poética? ¿Cuáles son las claves de tu mirada como escritor? Opones el asombro a la costumbre. ¿Acaso el poeta es un niño, una conciencia que irrumpe en la realidad con una curiosidad inagotable?
–El poeta es alguien que custodia, bajo sus brazos, una rosa en mitad de una tormenta de nieve. Esa rosa es el niño, la manera en la que el niño vive, dando la espalda al tiempo milimetrado y viendo la realidad como un regalo recién abierto, resplandeciente. No se trata de idealizar la infancia, pero está claro que el niño vive instalado en la sorpresa, mientras que el adulto es devorado por el tedio, por la costumbre. Siendo esta vida breve, se acostumbra a estar vivo. Es paradójico. El arte de verdad nace del asombro, como la filosofía. Brota de unos ojos bien abiertos, parecidos a los del turista. En este sentido, mi trabajo es la enfermería. Intento que ese niño moribundo que hay dentro de mí siga con respiración, vuelva a caminar y recupere la vida que esa enfermedad llamada costumbre le arrebató.
-Hablas a menudo de la soledad, el silencio, la ascesis. ¿Qué representan estas tres experiencias en tu obra?
–Escribe Thomas Merton: «ser un solitario pero no un individualista». Y habla de una soledad misionera. Yo intento que mi soledad también sea así: no una huida sino un punto de partida para llegar a los demás. Me explico. Si mi mujer o mis hijos o un visitante son un incordio para mí, si reacciono con ira o violencia a su llegada, no me sirve la soledad, la soledad se está volviendo una idolatría, una guarida. La soledad y el silencio de los que hablo incluyen al prójimo, no lo vomitan. Son herramientas siempre que no me aíslen, que sirvan de nido a una vida más amorosa, más plena. La soledad y el silencio, tal y como yo los entiendo, son una herramienta para el diálogo con el corazón. Como en el caso de los cartujos, el termómetro para saber si la soledad y el silencio son los adecuados es mi relación con los demás. Puedo saber mucho sobre el amor (libros, ensayos, poemas), pero si no amo no sé nada.
He de admitir que mi soledad no es misionera. Mi casa y el pequeño terreno donde paso los días se parecen a una burbuja. He levantado una empalizada para aislarme del mundo. En las afueras de un pueblo castellano, he construido una utopía que se tambalea cuando alguien traspasa sus límites. No desprecio al otro, pero lo temo. No quiero sentirme herido. Sé que no es una actitud ejemplar, pero honestamente he de admitir que esa es mi forma de afrontar la realidad. No pierdo la esperanza de no ver al otro como un intruso, sino como un ser complementario capaz de culminar mi humanidad. Una vez escribí: «El infierno no son los otros, sino su ausencia. El ser humano no puede vivir sin afectos. El infierno es un estado de soledad radical donde ya no es posible ningún encuentro». Casi nunca he logrado estar a la altura de esas palabras.
-Los poetas suicidas gozan de enorme prestigio: Sylvia Plath, Anne Sexton, Alejandra Pizarnik. Yo admiro sus libros, pero me parece que todos están lastrados por un yo hiperbólico. ¿Crees que la voz del poeta está al servicio de los otros o que solo le pertenece a él? ¿Por qué fascina el suicidio de un poeta?
–Estos poetas que nombras son hombres y mujeres prisioneros de sí mismos. El artista puede sufrir la tentación del narcisismo. El ego nos hipnotiza. Yo he convivido con esa agonía, con esa ambición dentro de mí, y me hacía un ser infeliz, lleno de frustración. Hace mucho que ese tipo de artista me repele y que dejó de interesarme la literatura como destino. No me interesa la literatura del ego, centrada en la sombra. Es agotadora. Creo que lo más importante, lo verdaderamente urgente, la única guerra, es la interior. Luego todo vendrá. Para mí este tipo de literatura que comentas es puro artificio, no alimenta. Un texto puede estar bien escrito, pero no tener vida. Yo prefiero que tenga peor calidad y alimente. Me aburre el infierno.
-Has descrito a Christian Bobin como un “hermano de tinta”. ¿En qué consiste esa fraternidad? ¿Tal vez en el amor por la luz y las cosas humildes? ¿Crees que se puede ser feliz incluso en las pérdidas, como sostiene Bobin? ¿Qué has aprendido traduciendo sus libros?
–Descubrí a Bobin en un momento crucial, hace años. Bobin cultiva ese tipo de escritura que va más allá de la propia literatura, que nutre y acompaña. Para mí es un maestro, en el sentido literal. Tenemos una sensibilidad parecida, una experiencia parecida de la realidad, aunque en lo personal nos alejen muchas cosas. Traducir dos de sus libros ha sido un regalo inmerecido. Cuando la editorial Encuentro contactó conmigo para proponérmelo me sentí pequeño, pero acepté con ilusión, sabiendo que era un trabajo delicado. De orfebrería. Ahora, dentro de poco, saldrá Prisionero en la cuna.
-Eres católico y no lo ocultas. Dices que no quieres saber nada de una «fe autista» y que también bebes de otras religiones. Evocas el ejemplo de Thomas Merton, que mantuvo un diálogo fecundo con el hinduismo y el budismo. ¿Qué es lo que caracteriza a la perspectiva cristiana, especialmente en el terreno de la poesía?
–Soy creyente porque no me queda más remedio. Mi vida me ha llevado hasta la creencia. Una creencia que incluye la duda, la noche oscura, la crítica. Sí, detesto una fe autista, orgullosa de sí misma. He visto hombres y mujeres muy radicales en sus planteamientos, que han vivido la fe en los puños, como un sistema de valores o una fachada moral, y que un día, tras una crisis, lo han dejado todo y han emprendido el camino contrario. No me interesa la fe como uniforme, como chimenea donde calentarse las manos. Eso acaba quemando las energías. Me interesa la fe que vive a la intemperie, que vive de la gracia, del don, que se edifica sobre la propia debilidad. Yo vivo esta fe en la tradición cristiana, en la comunidad cristiana. Pobre, como todas. Con sus defectos, como la comunidad literaria, como la comunidad de vecinos o la política. Pero el único lugar, al menos desde mi experiencia, donde he visto una belleza sobrenatural. Que sobrepasa todas las teorías. Creo que Jesucristo es una palabra pronunciada por Dios. Es la expresión de Dios, una frase dirigida al hombre atormentado, sufriente, rebelado, caído. Y esa expresión es un hombre muerto en una cruz, asesinado, que perdona a sus torturadores, que reserva ternura para ellos en mitad de su agonía, mientras su cuerpo se desangra. Solo ese amor cruza la muerte.
-Hablas mucho de la muerte en tus libros. La viste de cerca con tu hijo. Dices que es un misterio y una puerta sellada. Yo percibo serenidad en tu forma de abordar el tema. Imagino que esa falta de angustia se debe a tu fe. ¿Debe el poeta transmitir esperanza? ¿O quizás el poeta solo se debe a sí mismo y puede expresar su desesperación sin mala conciencia?
–Llevo hablando con la muerte desde que era un niño. Pienso que toda vida, cualquiera, es un diálogo con la muerte. Sí, he visto la muerte a mi lado. Y puedo afirmar que la angustia no se ha ido, aunque sí se ha serenado. Mi carne se rebela frente a su destrucción. La muerte es un drama, un fracaso. Pero creo que es una coma y no un punto. Tengo motivos suficientes, al menos hoy, para intuir que el amor ha vencido la muerte. Dentro de mí hay una esperanza que no me explico, que quizá me ha sido dada. Esta esperanza me dice lo siguiente: cuando se cierren del todo, tus ojos verán entonces. Hasta ahora vivimos ciegos, a tientas. Por eso necesitamos el arte, por ejemplo. Al cruzar la muerte seremos liberados y ya no nos hará falta estas herramientas. Descansaremos.
-Católico, autor de libros de género inclasificable, poeta en prosa, disidente existencial contra el mundo que te ha tocado vivir. ¿Cómo sobrellevas el hecho de ir contra la corriente? ¿Te consideras un escritor marginal, el sentido de que has decidido alejarte del espíritu de los tiempos?
–Creo que el arte que practico, y el que me gusta, tiene su hábitat en el margen. El margen es un clima. Se me ocurre ahora una de esas flores silvestres que brotan en las cunetas. Esta flor mira la velocidad de los coches que pasan en una y otra dirección pero no participa de su locura. Yo me siento como una de esas flores de cuneta. Veo este mundo, lo conozco, pero vivo en otro ritmo. Creo que la vida está en la cuneta y no en el asfalto señalizado. Este tipo de marginalidad es la que reivindico. Ahora bien, en ningún otro sentido me siento marginado. Desde Sucederá la flor tengo el privilegio de tener lectores. Aunque no se han hecho eco la mayoría de los medios culturales, lleva miles de ejemplares vendidos y son muchísimos los lectores que me escriben dándome las gracias. Te das cuenta de que la literatura sucede al margen de la literatura, fuera del circuito industrial o ideológico. Es eso que sucede cuando alguien ha leído tu libro, alguien ajeno al gremio, que te da las gracias porque una frase, una página de tu libro ha desfibrilado sus días.
-¿Por qué has escogido la figura de Robert Walser para tu último libro, Señor de las periferias? ¿Has pensado alguna vez que tus textos parecen «microgramas»? Yo advierto una profundad afinidad estética entre el universo de Walser y tu escritura. Ambos escribís en los límites. A veces, leyendo tus libros he pensado en Edmond Jabès.
–Conocí a Robert Walser a través de una fotografía, la de su cadáver tendido sobre la nieve. La descubrí, además, un día en el que nevaba en Granada. Y sentí que había algo en ella que tenía que desentrañar. De él me enternece esa tensión que alberga su historia personal. Ilustra muy bien la tensión que hay entre el poeta y la sociedad. Walser no se lleva bien consigo mismo, con su familia. Lidia con su ambición literaria, pero también con la sociedad de la máquina. La sociedad escupe al poeta como una toxina porque el poeta sigue la lógica distinta a la del capital, vive en otra dimensión, la de lo gratuito. Y eso es lo que me atrae de su vida. El margen como destino. Lo insignificante como objeto de estudio. Creo que el verdadero poeta aspira a dejar de escribir, y Walser lo consiguió. Llegó un momento, en el sanatorio mental, en el que se dedicó a vivir. Ojalá llegue ese día para mí, en el que madure y abandone este andador que es la escritura y pueda ya caminar sin ayudas.
III
Señor de las periferias podría ser un libro póstumo de Robert Walser. Por su delicadeza, por su amor a las cosas pequeñas, por su sencillez, por su tranquila belleza. Como apunta Jesús Montiel, Walser fue una de esas florecillas que brotan en las orillas de las carreteras. Un niño ensimismado que los otros percibieron como una anomalía. «Un niño rompible» que cumplió con su misión: incomodar. Ese es el destino de los poetas. Es lo que hizo Francisco de Asís, señala Montiel, y lo que más tarde hará Christian Bobin. Fascinado por la imagen de Walser muerto sobre la nieve al final de un rastro de pisadas, el poeta granadino habla de los copos blancos que inundan la mirada del niño y que se irán posando en los hombros con los años. «Ese niño y este hombre, separados por unos cuantos fracasos, son la misma persona». Ser niño no es fácil. Un niño sensible es «el cachorro más vulnerable del planeta Tierra». Nacer significa chocar brutalmente con el mundo para iniciar un largo viaje hacia un tú que siempre se escamotea. Montiel afirma que si pudiéramos coger la vida y la obra de Walser con un puño y olerla como si fuera una flor, descubriríamos que «desprende la fragancia salvaje de la infancia, un olor insoportable a niño».
Robert Walser
En Señor de las periferias, leemos que los poetas, los santos y los locos son niños que no han perdido su capacidad de asombro. A diferencia de los adultos, amoldados a la costumbre, conservan la ilusión de la conciencia que despunta. Frente a la locomotora del progreso, que no pierde el tiempo con las florecillas del camino, Walser y Kafka son «dos hormigas» apostadas en las vías, intentando frenar el vértigo del mundo moderno. Walser suplica ser amado. Tiene hambre de ternura. Esa carencia se convertirá en su hogar. Reza al «señor de los charcos y las moscas» para caer enfermo y recibir toda clase de atenciones. Un poco de fiebre es un pequeño precio para conseguir unas migajas de cariño. Walser lloriquea, pero su madre parece «una montaña de silencio». Los niños introvertidos solo son arrullados por la soledad, a veces su única «institutriz». Walser se esconde, pero anhela ser encontrado. Le entusiasman los lápices: «Su trazo no niega la fragilidad de la vida». Además, puede borrarse. No es algo permanente.
Walser descubre pronto que los seres humanos también pueden borrarse. Su madre fallece cuando él tiene dieciséis años. Se refugia en la obediencia. Obedecer es una hermosa ocupación, una manera de cubrir el vacío de un corazón que solo desea ser acogido y apreciado. La vida de Walser oscilará entre la esclavitud del trabajo y la libertad de la ventana. Cambiará de oficio y empleo una y otra vez. Fracasará como escritor. Fracasará en el amor. Acabará sus días en un sanatorio mental, con un diagnóstico impreciso que apenas logra encubrir el verdadero motivo de su exclusión: una inadaptación insuperable, un amor a las palabras y a las menudencias que desafía a una sociedad uncida al yugo del trabajo. «Señor de las Periferias, Rey de los Errabundos, Salvador de las cosas sin Importancia», Walser escribirá: «Un día es algo hermoso como para tener la insolencia de profanarlo trabajando».
Robert Walser siempre actúa con delicadeza. Pide permiso antes de adentrarse en otra intimidad. Es sigiloso y dulce. Practica «una escritura nada ostentosa y al mismo tiempo festiva, esposada con la insignificancia». Los lectores no comprenden su concepción de la literatura y le dan la espalda. Se imprimen mil trescientos ejemplares de Los cuadernos de Fritz Kocher, pero solo se venden cuarenta y siete. En sus novelas el yo se diluye. La trama casi no existe o solo es un hilo imperceptible: «Escribe para ausentarse». Walser esgrime su vida ociosa frente a los relojes, cuyas manecillas caen derrotadas, incapaces de medir los espacios que crea con su prosa minuciosa. Sin público, el escritor escoge como compañía el papel en blanco y las arboledas. Su indiferencia hacia lo productivo es un gesto de rebeldía. Carece de instinto social y nada le parece más importante que perder el tiempo. Su espléndido fracaso le revela que la auténtica riqueza consiste en no tener casi nada. Ya está preparado para caminar sin las muletas de la escritura. Un periodista le pide una colaboración y le contesta que –por favor- deje de creer en él.
¿Cuál era la patología mental de Walser? Montiel responde que quizás «vivirlo todo con una intensidad desmesurada». Me parece una teoría más afortunada que describir al loco como «una mirilla por la que podemos ver más allá de la muerte», tal como escribe en otro momento. La locura es confusión, desorden, caos, silencio infructuoso. No es «el umbral de lo invisible», sino un tumulto que ciega. No sé si eso explica el silencio final de Walser, pero es tristemente probable. La locura desfigura la caligrafía hasta interrumpirla. Es como una piedra contra la que se golpea la hoja de un arado, desfigurándose y perdiendo su capacidad de abrir surcos. Un poema es una intuición, pero no está desligado de la razón. Expresa una idea, recrea una imagen, aventura una posibilidad. Puede ser oscuro, pero conserva la inteligibilidad necesaria para ser compartido. ¿Se puede decir que realmente Walser «dio jaque mate a la mecánica del mundo»? Montiel sostiene que su triunfo consistió en fracasar. El escritor suizo pasó sus últimos veintitrés años en un sanatorio mental sin hacer nada, salvo pasear: «Nunca un hombre se ha parecido más a una mota de polvo. Nunca un hombre ha practicado con tanta elegancia el arte de la retirada ni se ha entregado con más convicción a la difícil pericia del escamoteo». Yo creo que la locura de Walser es un fracaso no deseado. Le gustaba vivir y escribir. Su poética puede condensarse en una frase: «Es muy agradable ver el mundo como una habitación en domingo». Su literatura carece de la perspectiva trágica de Kafka. No practica el arte de la fuga. Aplaca las exigencias del yo para que el mundo comparezca en todo su esplendor, no para alejarse de su lado. Su escritura es luminosa y respetuosa con el misterio. No pretende desvelar todos los enigmas. La vida quedaría menoscabada sin regiones en penumbra. Sabe que no existe la dicha perfecta, pero entiende que el dolor no puede destruir el placer de abrir una ventana y dejar que la imaginación vuele con los pájaros, contemplando el mundo desde todos los ángulos. Cada instante es una revelación. En un minuto cabe un universo. La literatura nunca podrá dar cuenta de la totalidad, pero sí nos ayudará a descubrir esas bagatelas ante las que pasábamos de largo. Walser vivió como «un bailarín despreocupado». Escogió la periferia, lejos de esa burguesía que soñaba con el poder y la gloria. Su destino encoge el corazón. ¿Se puede aplicar a su peripecia la reflexión que dedicó a Hölderlin, preguntándose si realmente fue tan infeliz en el molino donde pasó sus últimos años? «Poder soñar en un modesto rincón –escribió-, sin tener que responder a continuas pretensiones, no es ningún martirio». ¿Se puede decir que las dos últimas décadas de Walser en un sanatorio mental representan la realización de ese sueño? Sinceramente, no lo creo. Walser fue un hombre desdichado, un artista vomitado por un mundo que percibió su disidencia existencial como una molesta e inofensiva extravagancia. No conviene poetizar su sufrimiento.
Robert Walser fue un poeta de la ventana. Jesús Montiel pertenece al mismo linaje. No en vano escribe: «Todos los niños del mundo deberían tener como deberes la ventana». Yo también me eduqué con una ventana, observando los cambios de color de los plátanos del Paseo de Pintor Rosales y la timidez de los pájaros que bajaban al suelo, atraídos por las migas de pan que arrojaban ancianos solitarios, quizás huérfanos de afectos. En una isla desierta no hay ventanas. Por eso, si un naufragio me arrojara a sus playas, intentaría salvar un libro de Jesús Montiel, pues cada una de sus páginas es un hermoso mirador que nos regala un paisaje con una belleza tímida y serena.