Carlos Fuentes en su novela La muerte de Artemio Cruz –casi un retrato de la política en varios países, incluyendo especialmente el nuestro–, nos relata la historia de un personaje que vivió gran parte de su existencia en situación de poder y, paralelamente, puso en práctica todo tipo de corrupción que el poder permite.
Decía el doctor Víctor Paz que el poder es un instrumento maravilloso. Efectivamente que lo es, cuando es bien utilizado y en función de los altos intereses de la patria. El poder –no hay que olvidarlo– es efímero, pero el daño que se comete, valiéndose de él puede ser perdurable. De ahí que, volviendo a Artemio Cruz, éste habrá disfrutado del poder con todas las mieles y halagos que conlleva, pero le llegó inexorablemente, como a todos, la muerte y, con ella, se acabó su favorecida vida de político corrupto.
Pero el poder no se ejerce solo. Ese gusto de mandar y de disfrutar del poder viene acompañado de una comparsa de consejeros, asesores y allegados que rodea al dueño del poder.
Fuentes sostiene que quien ejerce el poder precisa tener un operador-ejecutor, pues el buen político no puede hacerlo todo, mucho menos el trabajo sucio; por ello debe siempre contar con alguien dispuesto y de su confianza que se adentre en las alcantarillas del poder; alguien que haga el trabajo sucio. Y, añadía, también debe contar con un intelectual de cabecera que le dé cierto prestigio, y un chivo expiatorio, única manera de evitar que la política del político ruede.
Hay dos observaciones de Fuentes en el accionar de los políticos que es oportuno evocar para entender lo que pasa en nuestro país: “Hay que ser flexibles ante la corrupción; la corrupción lubrica al sistema. La mayoría de políticos, los funcionarios, los contratistas, etcétera, no van a tener otra oportunidad de hacerse ricos más que ésta. Luego vuelven al olvido. Precisamente quieren ser olvidados, para que nadie los acuse y ricos para que nadie los moleste”. La otra advertencia es: “Lo más importante consiste en asegurar que los asuntos se alarguen indefinidamente, que nada se resuelva por completo, que la agenda esté llena de pendientes”.
Si revisamos la política en las últimas décadas, casi todos los políticos en el poder cometieron los pecados señalados. García Meza y Banzer pensaron perpetuarse en el poder con diferentes matices. Gonzalo Sánchez de Lozada redujo a escombros sus logros del primer periodo por el afán de quedarse en el poder. Operadores políticos como Arce Gómez y Sánchez Berzaín hicieron el trabajo sucio en las cloacas del poder.
Más recientemente, Evo Morales y Jeanine Añez sucumbieron a la mieles del poder y quisieron quedarse más de lo debido. El primero violando la Constitución y la segunda apartándose del mandato que tenía. En ambos el poder resultó un afrodisiaco que los llevó a uno a la fuga y al autoexilio y a la otra a la cárcel. Los dos tenían sus operadores que realizaron el deleznable trabajo de asegurar, como sea, el poder para ejercerlo con ellos.
Hoy no estaríamos viviendo la crisis política que experimentamos –es preciso recordarlo– si la señora Añez se hubiera atenido a su mandato haciendo oídos sordos a su cohorte de asesores que le pintaron una realidad que no era tal, pero que sí dio paso al retorno al estado de cosas que la gran mayoría de los bolivianos había repudiado. Sus “rasputines”, llámense Murillo, Núñez u Ortiz, la incitaron y la llevaron al lugar donde ahora se encuentra, para pesar de todos.
El poder es un instrumento maravilloso, en nuestro caso es el reflejo de la decadencia cívica y moral de quienes lo ejercen pensando sólo en su ambición y su desmedida ansia de disfrutar de las canonjías y privilegios olvidándose, eso sí, de que el poder, como obsesión apasionada, puede atentar contra los más sublimes sentimientos humanos.
Felizmente, esperanzados en el futuro del país, con cierta resignación ante la balcanización de la oposición, podemos decir que no hay mal que dure cien años, ni plazo que no se cumpla.
Fernando Salazar Paredes es abogado internacionalista.