La semana pasada me invitaron a participar en el conversatorio “Leer por placer” en la Fiesta del Libro y la Rosa que organiza la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). El desafío no era menor. Por un lado, iba a compartir la mesa con el connotado escritor –y ahora amigo– Jorge F. Hernández, y por otro, el tema podía permitir caer en obviedades con demasiada facilidad. Acepté el reto y comparto aquí algunas de las ideas que cruzamos en la mesa en un sabroso ping-pong con Jorge.
Como muchos otros, me paso la vida entre las letras. Pero no sólo tengo a mi alcance libros cultos y legítimos de esos que, en las reuniones sociales, uno presume haber leído, sino que también pasan por mis manos documentos de múltiples naturalezas, desde mensajes de correo, hasta informes administrativos, trabajos de estudiantes, artículos de colegas, mensajes de WhatsApp, manuales de uso, etc. Sí, la lectura está instalada en mi vida en sus varias expresiones.
Me puse a pensar de dónde nació todo eso. Me sentí un heredero de la humanidad, un privilegiado por haber nacido en este tiempo. En algún momento de la historia, alguien empezó a escribir pequeños símbolos, que fueron creciendo, evolucionando hasta que llegaron a ser alfabetos, con palabras, frases, narraciones. Y siglos más tarde, se consideró que la lectura no podía ser privilegio de una élite ilustrada sino que debía ser popular, un derecho ciudadano. Lo más lúcido del proyecto cultural de la modernidad fue expandir el ejército de lectores, democratizar el saber en todos los rincones. Así, somos los hijos de una iniciativa cultural de largo aliento que nos convirtió en gente de letras. Precioso.
Pero no todo es miel sobre hojuelas, hay cientos de peros. Se dice que algunos pueblos eran masivamente lectores en momentos de iniciar guerras horrendas –ya señalaba Walter Benjamín que todo monumento de cultura es a la vez un monumento de barbarie–. He visto la degradación burocrática del acto de leer cuando, durante una temporada, en México se hacían competencias de lectura veloz en las primarias, contabilizando el número de palabras por minuto, como si eso tuviera alguna importancia. O las insoportables conversaciones de gente que se considera culta y presume con arrogancia haber leído más que los otros. O peor, leer por obligación escolar o laboral, que va de la mano de la fórmula “control de lectura” con iniciativas punitivas para quien no cumplió con el mandato de leer algo para una clase.
Bien sugería Borges que si un libro no te gusta, si te parece tedioso, así sea Don Quijote, ciérralo y toma otro: ese no es para ti. Seguro que habrá uno que sí te llene el alma. Con la elección del libro correcto sucede como con la comida o con la pareja: simplemente te gusta o no, y no tiene caso forzar lo que no marcha. Además, no hay un solo camino, no hay una sola manera de llegar, cada uno tiene su propio sendero, sólo hay que descubrirlo.
Por otro lado, no hay que perder de vista que la palabra leer no se refiere solamente a lo escrito. Se puede leer una partitura, una realidad, una fotografía o hasta las cartas del Tarot. Lo importante, retomando la definición más pura de la RAE, es “comprender el sentido de cualquier tipo de representación gráfica”. Así que de alguna manera todos somos lectores, insisto, no sólo de libros, sino de imágenes. Leer nos lleva, en esa dirección, a la idea de decodificar e interpretar un determinado documento o situación. Podemos salir a la calle a leer la realidad o leer los rostros de los amigos.
Pero volviendo la lectura de libros –ahora sí caigo en el lugar común no por tantas veces dicho menos cierto–, la literatura nos lleva de viaje a lugares a los que nunca iremos. Digan un lugar y encontrarán una novela que nos muestre sus detalles más exquisitos. Y más, como bien decía Levi-Strauss, un viaje no sólo es desplazarse en el espacio, también lo es en lo social: las novelas nos conducen a cotidianidades de sectores totalmente alejados de nuestro entorno inmediato. Nos llevan a situaciones, a sensaciones que probablemente jamás viviremos. Nos permiten conocer la complejidad de experiencia humana más oculta, más profunda, las miserias y las noblezas que no salen a primera vista, que se esconden y que sólo el escritor atento puede reflejarlas.
Es en esa dirección, hace un par de años me encontré con este inspirador párrafo de Ricardo Piglia:
“En realidad la literatura muestra la opacidad del mundo, nunca sabe uno nada sobre la gente, incluso sobre aquellos que están cerca y a los que amamos, sólo sabemos lo que nos dicen, pero nunca lo que piensan porque siempre nos pueden mentir; en ese sentido, las novelas se leen porque son el único modo de ver a una persona por dentro. Yo conozco mejor a Anna Karenina que a la mujer con la que vivo hace años”.
La imagen es inteligente: sólo accedemos a algunas dimensiones de quien más cerca tenemos, pero las cajas negras, los ángulos ciegos y los secretos mejor resguardados sólo salen a luz en las letras de agudos escritores.
En fin, leer rima con placer. Ese es su lugar, y esa su misión: agasajar el espíritu, hacernos más íntegros, más libres, y un poco más felices.
Hugo José Suárez, investigador de la UNAM, es miembro de la Academia Boliviana de la Lengua.