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El panegirista

Por aquel año había fallecido en el pueblo el dueño del único multimedios que allí había.

En vida, este cristiano había sido un hombre avaro, codicioso, autoritario y jactancioso del poder que ostentaba, permanentemente y en cualquier parte. Hay que agregar que había sido comisario y, en tres oportunidades, candidato a intendente, por uno de los partidos mayoritarios, aunque siempre sacó una pobreza de votos. Al decir popular era un tipo despreciable.

En efecto, toda la población lo trataba bien por su investidura, pues desde un simple aviso clasificado hasta la denuncia más grave que se pueda imaginar pasaba por sus manos, ya que se encargaba, en persona, de filtrar todo lo que se publicaba o anunciaba, en su diario, sus radios AM y FM o su canal de televisión. Era muy común escuchar decir que había que llevarse bien con él si no querías salir en la radio.

Sus hijos, Polo y Lita, dos muchachos ya grandes, muy cercanos al analfabetismo, por determinación propia, que jamás habían pasado necesidades pero, que tampoco habían tenido otra opción más que la de trabajar de hijos de dueño, en la empresa familiar, al igual que sus cónyuges,  teniéndose por herederos de la firma, se habían propuesto organizarle un mega funeral, con ceremonia religiosa de cuerpo presente, en la parroquia,  el que sería transmitido, en directo, por el canal local.

Claro que primero debieron acercar una importante limosna a la casa del Señor a fin de sortear la negación del párroco, con quien el difunto se había peleado, al aire, ocho años atrás, quedando las cosas tan mal que, el cura, de puro, guapo decidió excomulgarlo, y el otro, al sacerdote, le escrachó un presunto romance que nunca fue comprobado, y desde entonces no se cruzaban ni el saludo.

Lita se movilizó inmediatamente. Es decir movilizó a su personal a cargo, para decorar la parroquia. El altar había quedado regio adornado con docenas y docenas de crisantemos, calas, claveles y magnolias, un enorme cuadro del finado y un hermoso atril desde donde se leerían los panegíricos.

Se habían cursado las invitaciones a las más altas autoridades (para asegurar su presencia), los técnicos estaban instalando las luces y cámaras para la televisación, estaba previsto que todo comenzara en cuatro horas. El punto es que nadie quería asumir el compromiso de escribir alabanzas para el difunto. Y al decir nadie, no hay exageración alguna; ni sus hijos, ni su yerno o su nuera, ni sus secretarias privadas de las radios, ni el editor del diario cuya pluma era brillante, nadie. Todos se negaban rotundamente. Con argumentos válidos, por supuesto, pero evitando el compromiso.

Es que una cosa era lo que le pasaba al intendente, que un tercio de la población lo seguía, a otro tercio le resultaba indiferente y el tercio restante no lo quería; o al presidente del club social que la mitad de los socios lo votó pero la otra mitad no lo podía ni ver. Y otra cosa, muy distinta es que, de todo el pueblo, nadie te quiera, y eso era lo que pasaba con el óbito.

Su hija, que era la creadora y productora de todo este sensacional evento funerario, no había tenido en cuenta este pequeño detalle pero, eso no iba a amilanarla, y ya sabía cómo solucionarlo. Tomó su auto sin decir nada a nadie y partió rauda con rumbo a la pensión “De La Ribera”, al llegar golpeó en la puerta número ocho, donde moraba un extraño hombre, muy retraído, de aspecto cadavérico que se decía poeta y escritor, con quien, alguna vez, y con un nivel extremo de alcohol en sangre, tuvo un ocasional encuentro sexual, y el que, al ver el contenido del sobre que Lita le arrojó sobre la vieja mesa de su pequeña habitación, aceptó el trabajo sin reparos.

El hombre tomó un bloc de hojas y un lápiz, y salió dispuesto a hablar con los vecinos del pueblo para rescatar antecedente que sirvieran de respaldo a su tarea; habían pasado un poco más de dos horas, se había entrevistado con casi doscientas personas de todos los estratos sociales, distintas profesiones, opuestos niveles culturales, y no había logrado extraer nada positivo. El tiempo le jugaba en contra así que decidió volver a la pensión a sentarse frente a su vieja “Olivetti Lettera” y comenzar con los datos biográficos que le había proporcionado su contratante. Continuó luego, hilando frases de las que son comunes para estas circunstancias. Agregó un poco de su fantasía, y romantizó algo de la historia que él conocía del difunto. Lo terminó a tiempo y lo leyó él mismo en la ceremonia.

Al finalizar la lectura se sacó los anteojos y levantó la vista lentamente. Comenzó a observar los rostros de su audiencia; en las primeras filas se hallaban el intendente y su señora, el vice-intendente y su novia, el secretario de gobierno, el de deportes, el de cultura y su hijo, también podía verse al gerente del banco estatal, al jefe de bomberos, a la presidenta de la Sociedad Protectora de Animales, otros empresarios del pueblo, y público en general. En fin, el evento social había tomado una connotación estrepitosa, y eso era ya extraño, por tratarse de quien se trataba, pero lo que más llamó la atención fue que absolutamente todos estuvieran sensiblemente emocionados y con lágrimas en los ojos.

Al ver esta escena, el cura, que no salía de su asombro y además era el encargado de cerrar la ceremonia, se paró delante del atril, compuso la voz ante el micrófono y apoyando las palmas de sus manos entre sí tal cual si fuera a rezar, dijo: -Bien se deja ver que la muerte nos hace buenos a todos, y que ha estado muy bien pago el panegirista.

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