Julio Cesar Salamanca Veizaga
Hace un par de días, recibí la visita de mi hermano Augusto. Llegó a Rurrenabaque con la intención de conseguir, mediante influencias y vericuetos judiciales, la libertad de su cuñado, acusado de violencia psicológica por su esposa. No era la primera vez; antes ya había venido con la misma misión y logró su cometida. Sin embargo, esta vez la situación se tornaba seria y complicada, pues era inminente el traslado del agresor al penal de Mocoví, en la ciudad de Trinidad.
Durante su estadía —una semana, para ser exactos— mi hermano se alojó en mi pequeño garzonier de soltero. No podía ser de otra manera; después de todo, disponía de una cama extra, la misma que usa mi hija cuando pasa los fines de semana conmigo.
Aprovechamos esos días para —en palabras del propio Augusto durante una llamada con su esposa— sanar nuestras heridas y volver a conocernos, pues habían sido muchos años de distanciamiento.
El primer día, por la tarde, decidí comprar algo en la panadería de doña Amanda, justo al lado de mi casa. Adquirí un par de empanadas, algunos panes, tortillas dulces y un par de molletes —mi papá solía llamarlo pan camba— con la intención de recordar nuestra infancia.
El pan camba es un pan elaborado con masa tradicional, cubierto con una mezcla de harina, maicena y azúcar que se le unta por encima, dándole un sabor único. En casa, cuando éramos niños, era el favorito de todos.
Al entrar al departamento, abrí la bolsa, saqué los panes y le pregunté a mi hermano con un guiño en el ojo izquierdo:
—¿Recuerdas qué es esto?
—¡Es el pan que hacía papá! —respondió emocionado.
—Sí. Pan camba —afirmé.
Justo en ese instante, mientras lo veía morder el mollete con gesto de placer y satisfacción, un aroma a pan recién horneado inundó la habitación y me transportó a nuestra infancia. Reviví aquellos días en el centro minero de Chilcobija, cuando yo tenía doce años y mi hermano ocho. Los sábados, mis padres, junto con otros profesores con quienes convivíamos, preparaban este pan en un horno de barro. Mientras tanto, nosotros, niños y jovenzuelos, jugábamos con cachinas y trompos alrededor del horno, esperando ansiosos el momento en que los panes estuvieran listos. Apenas salían, los devorábamos con avidez, acallando el estruendo de nuestras panzas hambrientas con aquel manjar casero.
Y es que los olores tienen el poder de transportarnos en el tiempo. Me sucede a menudo. Cada mañana, al despertar, gracias a la panadería vecina, viajo mentalmente a los centros mineros donde trabajaron mis padres. Me veo a mí mismo, haciendo fila con mi bolsa de tela, soportando el frío aterrador del altiplano chicheño, esperando comprar pan y regresar a casa a tiempo para el desayuno antes de ir a la escuela.
Esa tarde, la sonrisa de mi hermano, con la boca llena de pan, y su mirada cargada de ternura —como cuando éramos niños— me erizaron la piel. Mi mente se inundó de recuerdos: nuestras manos agrietadas por la tierra y el frío tras interminables partidas de cachinas en las calles polvorientas del campamento; los quichutes cubiertos de polvo después de tanto patear la pelota en la cancha de tierra del pueblo; nuestras tardes compartiendo una patineta con otros niños en aquella curva que fue testigo de caídas, heridas y risas; las travesuras en las que nos encubríamos mutuamente, unidos por una complicidad que solo los hermanos entienden. Recuerdos de aquellos tiempos en los que, sin saberlo, éramos inmensamente felices.
Aquel mollete, ese pan camba que ahora comíamos —elaborado por otras manos, distintas a las de nuestros padres— fue la excusa perfecta para iniciar una conversación íntima que se extendió por todas las noches de la semana que mi hermano permaneció en mi casa. Una conversación que, espero, nunca termine.