Uno de los libros más conocidos de Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero, se compone de los fragmentos iniciales de diez novelas inacabadas. El lector es interpelado desde la primera frase y, desde entonces, no puede dejar de preguntarse cómo continúan las historias que, una detrás de otra, le va presentando el autor. La estructura del libro es tan flexible que en vez de diez novelas podría contener un número infinito. Siguiéndole el juego al gran escritor, y dado su gusto por la intertextualidad, podríamos intentar completar en nuestra imaginación otra más: Tiempo de destrucción, la novela que Luis Martín-Santos dejó interrumpida cuando una noche de invierno, concretamente la del 21 de enero de 1964, el coche en el que viajaba chocó contra un camión.
Tiempo de destrucción se publicó de forma póstuma en 1975. La edición, publicada en Seix Barral, corrió a cargo de José-Carlos Mainer y, en contra de lo que cabía esperar dado el éxito de Tiempo de silencio, no tuvo la acogida prevista. Las distintas variantes de numerosas escenas y la profusión de notas al pie hacían que fuese más atractiva para académicos que para lectores. Una de las reseñas que se publicaron por aquel entonces, firmada por Julian Palley, decía que esperaba que en una edición futura se omitieran las distractoras notas al pie y las múltiples variantes, dejándose solo los fragmentos que se cree que estaban completos y eran preferidos por el autor1. Eso es precisamente lo que ha hecho Mauricio Jalón en la reciente edición publicada en Galaxia Gutenberg. A diferencia de Mainer, Jalón ha optado por refundir las distintas versiones de algunos episodios en una sola, dando lugar a una novela más accesible para los lectores.
No es el objetivo de este artículo comparar las dos ediciones, basta ahora con señalar que la estructuración del material que ha llevado a cabo Jalón es otra forma de imaginar aquella apuesta literaria que Martín-Santos dejó inacabada. Por supuesto, no se trata de una versión definitiva ni mucho menos. Es más, tal y como señaló Palley, tal vez cabría hablar más de «proyecto de novela» que de novela en sí, ya que el libro aún lucha por abrirse paso en la imaginación del autor y, en muchos sentidos, es más en potencia que en acto. Aun así, su lectura merece mucho la pena por su carácter innovador y su gran calidad literaria.
La versión publicada en Galaxia Gutenberg consta de cuatro partes que difieren en cuanto a grado de elaboración. La primera se compone de una serie de escenas sobre la infancia y los años de formación de Agustín, el protagonista. En la segunda, Agustín obtiene plaza como juez y es destinado a Tolosa, donde se dispone a reabrir un crimen, con marcados tintes homosexuales, que se cerró en falso. A partir de aquí, todo es más confuso. Las dos últimas partes están en un estado mucho más incipiente. Agustín se enamora de Constanza, una mujer que proviene de la burguesía vasca (si en Tiempo de silencio abordaba la degradación moral que impera en los «soberbios alcázares de la miseria», aquí podríamos decir que también se ocupa de la degradación de los alcázares de la opulencia). Después asistimos a la completa desintegración del protagonista y de su lenguaje. Pese a su carácter embrionario, este último tramo es el que tiene un mayor atractivo literario. Curiosamente, es el primero que empezó a escribir, y en él sigue la senda de transformación emprendida en Tiempo de silencio y va incluso más allá.
Estaría por ver qué rumbo habría seguido la trama (todo apunta a un final trágico, pero no está claro exactamente cuál, ni cómo se llegaría a él). Tampoco sabemos cómo habría ligado el autor unas partes con otras y si habría podido lidiar con los bruscos cambios de estilo que hay entre ellas. Por desgracia, solo podemos tratar de imaginarlo, no para aventurar cuál habría sido el desenlace, sino para tratar de dar sentido a las páginas que nos dejó, demasiado valiosas como para que vuelvan a caer en el olvido. Para ello, me apoyaré en otros textos del autor, como Libertad, temporalidad y transferencia en el psicoanálisis existencial (Seix Barral, 1964) o el extraordinario prólogo que abre Tiempo de destrucción, entre otros.
El comprendedor
Uno de los mayores aciertos de la versión de Jalón es incluir el preámbulo en el que el narrador explica «lo que quiere contar». Según Mainer, Martín-Santos iba a prescindir de este narrador-testigo, por eso optó por no incluirlo en su edición. Independientemente de si lo hubiera mantenido o no, se trata de un texto a tener en cuenta, no solo por su carácter explicativo, sino también por su alta calidad literaria.
El prólogo empieza con el reconocimiento por parte del narrador de lo «desaforado y loco» de su propósito. El narrador, del que nunca llegamos a saber el nombre, se refiere a sí mismo como «el comprendedor», pues se propone comprender la vida de Agustín, una vida que siempre se le «escapó en su sentido más hondo». Admite que no sabe si será capaz de hacerlo, pues: «¿No es fundamentalmente excesivo el intento de captar en palabras a otro hombre, de decir algo de él, su secreto quizá, su proyecto de vida, los fallos de una realización nunca totalmente madurada, la inquietud más íntima que pudo anidar en el hueco oscuro de un corazón donde la propia mirada no llegaba a ver?» (cursivas mías). José Lázaro, autor de la magnífica biografía Vidas y muertes de Luis Martín-Santos (Tusquets, 2009), se preguntaba en un artículo firmado junto a otros autores2 si el escritor no estaría señalando en este párrafo las limitaciones de la comprensión, ya sea fenomenológica (método de investigación psicopatológica que defendió en su tesis) o psicoanalítica: si las claves más profundas de la conducta humana permanecen ocultas al sujeto que las protagoniza, ¿cómo iba a poder un observador externo acceder a ellas? Es posible que algo de eso hubiera, y también que Martín-Santos tratara de superar esas insuficiencias de la clínica a través de la ficción. El privilegio de la literatura, dice un poco antes el narrador, es que te permite dar forma casi definitiva a una vida.
No obstante, aunque el narrador reconoce a las claras que su intento de comprensión es literario, la formación del autor como psiquiatra asoma en numerosos momentos de su discurso. El uso de términos como «comprender» o «proyecto de vida», habituales en su obra psiquiátrica, así lo indican. El narrador se dispone a «comprender primero y explicar más tarde el caso de Agustín» (cursivas mías). Martín-Santos parte aquí de lo propuesto por Karl Jaspers, que definía la comprensión como la visión de lo psíquico desde dentro, mientras que la explicación se refiere a las relaciones objetivas que solo pueden verse desde fuera. En Tiempo de destrucción, se presentan las vivencias de Agustín desde los dos lados, desde una perspectiva interna y desde el punto de vista del narrador-testigo.
La primera escena transcurre la noche en que Agustín se dispone a perder la virginidad con una prostituta. Acto seguido, el autor nos hace partícipes de algunos recuerdos de la infancia del protagonista relacionados de algún modo con el fiasco. Algunos recuerdos tienen que ver con sus padres (su madre aparece descrita como una figura castrante; su padre, como un «calzonazos»); otros, con distintas personas que contribuyeron a darle «forma espiritual», como el padre Julián, sacerdote que hizo las veces de padre espiritual en sus años de formación en Salamanca, o un prefecto que no dudaba en tener mano dura con sus alumnos cuando le parecía atisbar en ellos el menor indicio de «pecado». Con estas escenas el autor empieza a perfilar el principal tema de la novela: la represión sexual y sus (devastadores) efectos en los individuos.
Otro concepto esencial en la obra psiquiátrica de Martín-Santos, presente desde el prólogo, es el de proyecto. En Libertad, temporalidad y transferencia en el psicoanálisis existencial, afirma que un hombre es lo que sea su proyecto. Este proyecto vital tiene que ver con la construcción de cierta imagen de uno mismo, una imagen «que —aunque no la pueda expresar con precisión— pesa de modo constante sobre la continuidad de mi decidir». Al menos hasta cierta edad, el proyecto de Agustín es en cierto modo el de su padre, Demetrios. Agustín estudia Derecho movido por «la tensión ascensional de su familia, el deber ineludible de llegar a compensar tantos sacrificios del padre y de la madre y del abuelo (…)». En determinado momento, el narrador le señala, como tal vez haría un analista, que no cree que haciéndose juez vaya a realizar su vocación intelectual; es decir, cuestiona que el camino que ha elegido se corresponda con su proyecto de vida, con su razón de ser. Agustín le contesta que se trata solamente de un objetivo provisional, parcial en todo caso. Sus intereses parecen enmarcarse en un deseo de saber mucho más amplio: quiere saberlo todo sobre el pecado y la naturaleza del mal. Y a esa investigación se entregará cueste lo que cueste.
De inmediato nos surge la pregunta: ¿el «comprendedor» es un psiquiatra o un psicoanalista? La duda se despeja en un capítulo posterior, cuando el narrador afirma que se ha dedicado al «estudio de la filosofía, sin pretensión alguna de llegar a alcanzar los nimbos mentales de los alemanes, pero también con cierto fervor patriótico». Ya en el prólogo hablaba a las claras de su formación dialéctica. Los paralelismos con la formación del propio autor son evidentes. Aunque Martín-Santos estudió medicina, siempre se interesó por la filosofía. Escribió artículos sobre Jean-Paul Sartre y dedicó su tesis a Karl Jaspersy a Wilhelm Dilthey. Además, como expone en Libertad, temporalidad y transferencia en el psicoanálisis existencial, consideraba la psicoterapia como un proceso dialéctico.
El interés por superar el psicoanálisis ortodoxo, como defendió el escritor en dicho libro, también está presente desde el prólogo de Tiempo de destrucción. En él, el narrador manifiesta su voluntad de ir más allá del freudismo y el psicoanálisis barato. En el psicoanálisis existencial defendido por Martín-Santos no se reniega de las enseñanzas de Freud, pero, en otro plano interpretativo complementario, también se tienen en cuenta las ideas defendidas por Jean-Paul Sartre. Además de la libido, hay otra «entidad psíquica determinante: la libertad». Las elecciones de Agustín, el hecho de que se haga cargo o no de su destino, tienen tanta o más importancia en su vida psíquica que las cuestiones libidinosas. Por eso fue elegido por el narrador.
Saulo
Decía José-Carlos Mainer en el prólogo de su edición que el primer título que Martín-Santos había barajado para su novela era «Saulo». Saulo era el nombre de Pablo de Tarso antes de su conversión. Según el Nuevo Testamento, el otrora azote de los seguidores de Cristo se convirtió en el pilar del cristianismo tras la revelación que tuvo un día cuando iba camino de Damasco. Esta historia nos da una pista importante sobre nuestro protagonista. El narrador cuenta que eligió a Agustín porque era más consciente que otras personas de su destino (al menos de forma intermitente) y no lo eludía. Antes que él hubo otros candidatos (un seminarista, un estudiante de filología, un seudopoeta admirador de Lorca que acabó reconociendo su «inversión»), pero Agustín resultó ser el elegido por su capacidad introspectiva. Es cierto que en él encontraría «resistencias más firmes que en sus predecesores» (Agustín se resistía a que «lo volviera del revés con la facilidad con que lo había hecho» con otros), pero su capacidad analítica compensaba con creces estas dificultades.
Al narrador le interesaba saber cómo vivió Agustín el momento de la «revelación», el instante en que descubrió la verdad sobre sí mismo. Uno de esos momentos de clarividencia se produce la noche en que se decide a perder la virginidad. Más tarde, adelanta el narrador, para vencer su «maldición», se inventaría «un nuevo personaje que —este sí— creyera en el diablo o por lo menos lo tuviera dentro, no totalmente encadenado (…)». Había vivido demasiado alejado del mal, debió de pensar. En Libertad, temporalidad y transferencia en el psicoanálisis existencial, Martín-Santos sostiene que «mediante la conversión cambia el proyecto fundamental del individuo y con él su verdad más esencial y persistente. (…) En la verdadera conversión se inicia una vida nueva, surge un hombre nuevo». Un indicio de este nuevo hombre que Agustín empieza a ser aparece en la novela cuando aprueba la oposición al cargo de Juez de Entrada. De inmediato, Agustín se comporta como un hombre diferente, y así se lo señala el narrador: «Ya eres distinto. (…) Te has permitido inquietar a la camarera. Has abordado a una mujer en la calle preguntándole por tu cara de juez. Nada de esto hubieras hecho si no hubieras ganado tus oposiciones, si no hubieras alcanzado ese número uno con que revientas de orgullo». Al narrador no le pasa desapercibido que esa noche algo ha cambiado incluso en la forma de hablar de su amigo: la «regresión hacia niveles más arcaicos de su cultura lingüística era particularmente visible aquella noche emancipadora».
Llegados a este punto cabe preguntarse por la relación que mantienen narrador y protagonista. Un aspecto que queda patente desde los primeros párrafos, y que difiere radicalmente de Tiempo de silencio, es la relación de amistad que existe entre ellos. El narrador admite que contempla a Agustín «con un sentimiento confuso, mezcla de admiración y de amor quizá». A continuación, concreta la naturaleza de ese amor: Amor hominis intelectualis. En otra parte dice que, si no almas gemelas, al menos podían considerarse almas complementarias.
En Tiempo de silencio, en cambio, el narrador mantenía una relación completamente aséptica con el protagonista, Pedro. Sobre esta relación escribió Walter Holzinger un magnífico artículo en el que afirmaba que la frialdad del narrador hacia Pedro era comparable al vínculo que se establece entre analista y analizado3. Holzinger recordaba que para Martín-Santos «la relación de la cura psicoanalítica es, ante todo, el mantenimiento de una distancia» o que «la impasibilidad del analista ante las tempestades afectivas del analizado es uno de los factores para el éxito de la cura», ideas defendidas por el escritor en Libertad, temporalidad y transferencia en el psicoanálisis existencial. Otros autores como Carlos Gámez-Pérez van más allá y sostienen que en Tiempo de silencio «el narrador ejercería de terapeuta» y que el objetivo de Martín-Santos al escribir la novela habría sido curar a la sociedad española mediante la lectura de la novela4.
Es cierto que en una carta de 1955, incluida en la biografía firmada por José Lázaro, Martín-Santos le dice a Juan Benet que la función de la literatura es «hacer a los hombres conscientes». En este sentido, sí podríamos decir que las novelas de Martín-Santos se proponen curar a la sociedad haciendo que sea consciente de sus males, aunque, desde luego, ese sería tan solo el primer paso. Sin embargo, hay algunos elementos que, si no desmienten, sí siembran la duda sobre la idea de que la relación entre narrador y protagonista en Tiempo de silencio se corresponda con la de analista y analizado. En primer lugar, llama la atención que la novela no incluya ninguna referencia al pasado de Pedro. La exploración del pasado es esencial tanto para el psicoanálisis ortodoxo como para el psicoanálisis existencial. Por otro lado, si bien es cierto que como psiquiatra Martín-Santos mantenía que el analista debía tener una actitud impasible ante «las tempestades afectivas del analizado», en el párrafo siguiente de Libertad, temporalidad y transferencia en el psicoanálisis existencial afirmaba que «aunque la relación de la cura no es de tipo amoroso-amistoso, tampoco es una relación de tipo cosificador». En algunos momentos de Tiempo de silencio, da la impresión de que Pedro no es más que un objeto para el narrador, algo desechable.
El propio Holzinger apunta a otra posibilidad, quizá más acertada: es posible que, más que una relación entre analista y analizado, la relación entre el narrador y el protagonista de Tiempo de silencio sea como la que se produce entre experimentador y objeto del experimento. Al final, Pedro es desechado como una cobaya cuando el narrador ha conseguido demostrar lo que se proponía en su investigación. Curiosamente, el propio Pedro parece ser consciente de su papel: «Yo también, puesto en celo, calentado pródigamente como las ratonas del Muecas (…)». En ese sentido, la cubierta de la edición conmemorativa del 100º Aniversario publicada recientemente en Seix Barral, con un ratón asomando la cabeza, no puede ser más oportuna. Coincido con Holzinger cuando dice que esa es la metáfora básica de la novela.
En el caso de Tiempo de destrucción, la relación entre narrador y protagonista está marcada por el afecto, por lo que, por supuesto, no cabe hablar de relación psicoanalítica, por mucho que en ocasiones el narrador recuerde a un analista. Sí hay, en cambio, un elemento común entre los dos Tiempos de Martín-Santos, y es precisamente el gusto por los experimentos. Agustín expone a su prima Águeda, que sufre un retraso mental profundo, a distintas pruebas para intentar averiguar hasta qué punto tiene conciencia de la muerte o tiene voluntad para obrar mal. Después de someterla a diversas perrerías, se inclina por la hipótesis de que «su prima no era vacía por tonta, sino maligna por elección cuasilibre de sus oscuras voliciones». La investigación sobre el mal parece ser el objetivo de los «experimentos fundamentales» a los que el protagonista quiere dedicar su vida. Las propias pesquisas sobre el crimen del sereno, del que se ocupa la segunda parte de la novela, van encaminadas a desenmascarar la complicidad de la sociedad, es decir, a determinar el grado de responsabilidad de distintos individuos que contribuyen a que el mal prevalezca. En cierto modo, tras el descubrimiento de su impotencia, Agustín acabará por entregarse a una especie de «concupiscencia justiciera», expresión utilizada por Mainer en su prólogo que sugiere que el remanente sexual que permanecía en Agustín sería sublimado en parte a través de su carrera profesional.
La dinámica de las contradicciones in actu
En los últimos años de su vida, Martín-Santos trató de delinear un nuevo planteamiento literario que llamó «realismo dialéctico». Aunque no tuvo tiempo de sistematizarlo demasiado, sí que puso en práctica este enfoque en Tiempo de destrucción. En una carta a Ricardo Doménech, el escritor comentó que en su literatura se proponía «pasar de la simple descripción estática de las enajenaciones, para plantear la real dinámica de las contradicciones in actu»5.
En Tiempo de destrucción hay unos cuantos ejemplos de esta dinámica de las contradicciones in actu que asolan al individuo. Un ejemplo es la batalla dialéctica que se libra en el interior de Agustín cuando su sexualidad entra en juego: «Si el “yo no quiero pecar” era el faro inevitable de su dirección de vida (…), la conciencia del “estoy pecando” resultaba inaceptable y contra ella reñía las más ingeniosas batallas dialécticas». Sus «tendencias masturbatorias» despertaron relativamente tarde y, por entonces, «tan desarrollado estaba el vicio de la sutileza dialéctica exculpatoria, y su vigoroso y angustiado rechazo del vivirse como “estoy pecando”, que incluso pudo mantener la ficción [de pureza] durante cierto tiempo cuando ya había caído en el solitario hábito». A este párrafo le sigue una disquisición sobre el acto de pecar. Para Agustín, no es posible pecar sin aceptar pecar y en esos momentos no se sentía del todo libre. Como dijimos, en la concepción del individuo defendida por el escritor, la cuestión de la libertad personal era tan importante como el elemento libidinoso.
Su padre, sin embargo, tratará de resolver sus contradicciones referentes al pecado habilitando, de forma más o menos consciente, una especie de doble fondo en su interior: «configuraba meticulosamente en el hondón de su conciencia de hombre bueno una zona de justificación, una esfera de ética recóndita no obedecida porque no se aparenta a la esfera solar de la enseñanza, del cotidiano hacer (…). Pero la configuración espiritual de aquella zona espiritual que en nada afectaba a su conducta ordinaria, a su atenta y hasta devota asistencia a la misa dominical, (…) nunca pudo excluir del todo aquella torpecilla alegría que ya hemos visto que pervive junto con el pesar y hasta el asco en el interior más íntimo del hombre desvirgado (…)».
La represión sexual, y las piruetas mentales a las que se ven obligados los individuos para lidiar con ella, son el gran tema de la novela. Al final de Tiempo de destrucción tendrá lugar un aquelarre, una auténtica noche de Walpurgis. En este capítulo («Peroratas para un aquelarre»), se habla de los efectos de la represión en la mujer, que llega a causar tal «tensión-en-la-caldera-psíquica (por así decirlo) que bajo el efecto de circunstancias favorecedoras la inevitable explosión se produce». En este último tramo, gracias a la técnica del «flujo de conciencia», accedemos a las reflexiones de Agustín sobre el deseo femenino. Al final, nuestro protagonista se mostrará partidario de cierta diversión: dado el «sufrimiento sin consuelo, sin justificación y sin fin previsible, (…) bello es, por tanto, procurar al hombre o/y a la mujer divertimento. Placet experiri».
Cuenta Jalón en el epílogo que allegados a Martín-Santos indicaron «que la trama novelística se cerraría con un acto cruel y colectivo contra Águeda y, acaso, con la muerte violenta de Agustín ejercida vengativamente por los “picaos” de San Vicente de la Sonsierra, tras haber hecho escarnio este de su ceremonia». Al parecer, Martín-Santos visitó en una ocasión dicho pueblo riojano para asistir a la procesión donde los «disciplinantes», o «picaos», se flagelan como penitencia. Mainer coincidía también respecto al final violento de la prima Águeda, pero apuntaba otras posibilidades para Agustín: que fuera a la cárcel o que venciera su impotencia tras haber pasado por la crisis de los «picaos». Por desgracia, no hay manera de saberlo.
Personas cercanas al escritor dijeron que pensaba dejar la psiquiatría para dedicarse por completo a la literatura. Es muy posible que fuese así. En cualquier caso, de haber seguido escribiendo, el Martín-Santos psiquiatra habría estado presente de algún modo en su obra literaria, enriqueciéndola y aportando una perspectiva única en nuestra literatura. Dicho esto, no podemos olvidar que sus novelas son, ante todo, juegos literarios que no pueden reducirse a su componente psicoanalítico. Ahí está el diálogo que entabla Tiempo de silencio con otros grandes escritores como Joyce, Shakespeare o Cervantes, por ejemplo.
Hay otro elemento en la obra de Martín-Santos que no podemos pasar por alto. Es cierto que con sus novelas quería cambiar la realidad española, pero, como dijo, también quería divertirse. Este aspecto lúdico aparece en Tiempo de destrucción desde el principio. Tras unas cuantas páginas divagando acerca de lo que quiere contar, el narrador afirma que está hablando demasiado y ha llegado el momento de hablar de la vida sexual de Agustín, o, en sus propias palabras, de dar algo de carnaza al vampiro-lector para que siga leyendo.
Lo único que podemos afirmar a ciencia cierta es que Martín-Santos no fue autor de una sola novela. Este año, con la celebración del centenario de su nacimiento, Galaxia Gutenberg ha anunciado la publicación completa de sus obras en varios volúmenes. En el momento de escribir este artículo se ha publicado un primer volumen que recoge su narrativa breve, en parte inédita hasta ahora. La misma editorial ha anunciado también que la prestigiosa The New York Review of Books publicará Tiempo de silencio en inglés, con traducción de Peter Bush, y el autor será traducido por primera vez al chino. Ojalá estas publicaciones sirvan para que las nuevas generaciones, españolas y extranjeras, descubran a este escritor excepcional del que, por mucho tiempo que pase, nunca hablaremos lo suficiente.
* Este artículo se ha realizado en el marco del proyecto de investigación «La clínica de la subjetividad: Historia, teoría y práctica de la psicopatología estructural» (PID2020-113356GB-I00), financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación (España).
Rebeca García Nieto es escritora, doctora y especialista en Psicología Clínica.
1. Julian Palley, «Luis Martín-Santos Tiempo de destrucción» (Review), Hispanic Review, 1977, 45(2), pp. 220-222.
2. José Lázaro, Andrés Pandiella, Juan C. Hernández-Clemente, «Fenomenología, existencialismo y humanidades médicas en la obra de Luis Martín-Santos», V Boletín de Estudios de Filosofía y Cultura Manuel Mindán, 2010, p. 55.
3. Walter Holzinger, «“Tiempo de silencio”: An Analysis», Revista Hispánica Moderna, 1972/73, 37(1/2), pp. 73-90.
4. Carlos Gámez-Pérez, «Tiempo de silencio: un psicoanálisis existencial de la sociedad española», Bulletin of Hispanic Studies, 2021, 98(8), pp. 815-829.
5. Ricardo Doménech, Luis Martín-Santos, Ínsula, 1964, 208, p. 4. Pueden encontrar más información sobre el realismo dialéctico en: José Lázaro, «El realismo dialéctico de Luis Martín-Santos», Cuadernos Hispanoamericanos, 2012, 748, pp. 25-36.